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No tenían muchos amigos, y ninguno común, y ella se aisló desde los primeros tiempos de su convivencia. Las raras veces en que veía a las amigas de sus años de sirvienta nunca hablaba de la violencia a que la sometía su propio esposo, y con el tiempo perdió contacto con ellas. Se sentía avergonzada. Se avergonzaba de ser maltratada y golpeada a la menor ocasión. Se avergonzaba de los ojos amoratados y de los labios rotos y de los moretones por todo el cuerpo. Se avergonzaba de la vida que vivía y que había de resultar incomprensible, horrible y desagradable a todo el mundo. Quería ocultarla. Quería ocultarse a sí misma en la prisión en que se la obligaba a vivir. Quería encerrarse a sí misma allí dentro y tirar la llave, con la esperanza de que nadie la encontrara. Tenía que aceptar que la maltratase. De una u otra forma, aquél era su destino, inevitable e inmutable.

Los niños lo eran todo para ella. Se convirtieron en sus amigos y confidentes en aquel tormento en que vivía, sobre todo Mikkelína, pero también Simón cuando creció, y asimismo el benjamín, que había sido bautizado con el nombre de Tómas. Ella misma había elegido los nombres de sus hijos. No se separaba de ellos excepto cuando él arremetía contra ella. No hacían más que comer. El ruido que metían por la noche. Los niños padecían un auténtico suplicio al ver la violencia con que su padre la trataba, y ellos eran el mayor consuelo de su madre cuando lo necesitaba.

A base de golpes, le arrebató la poca autoestima que tenía. Ella era tímida y reservada por naturaleza, incluso servil, dispuesta siempre a hacerlo todo por los demás, a ayudar. Sonreía con esfuerzo cuando le dirigían la palabra, y tenía que hacer acopio de valor para no parecer demasiado tímida. Él lo entendía como cobardía y de allí sacaba su fuerza y se aprovechaba hasta que a ella no le quedó ya nada de sí misma. Toda su existencia dependía por completo de él. De sus caprichos. De sus deseos. Dejó de cuidarse como antes. De arreglarse decentemente. De pensar en su aspecto. Le salieron bolsas debajo de los ojos, se le aflojó la piel del rostro, y la tez se le volvió grisácea, tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada como si temiera mirar como una persona normal. Su hermoso y abundante cabello perdió vida y color, y se le pegaba a la cabeza en grasientos mechones. Se lo cortaba ella misma con unas tijeras de cocina cuando le parecía que estaba ya demasiado largo.

O cuando a él le parecía que estaba demasiado largo.

Puerca.

Capítulo 6

Los arqueólogos prosiguieron con la excavación por la mañana temprano, el día después del hallazgo de los huesos. Los policías que habían estado montando guardia en el terreno durante la noche les mostraron el lugar donde Erlendur había encontrado la mano y Skarphédinn puso mala cara al ver que se había removido la tierra. «Malditos aficionados», estuvo farfullando por lo bajo hasta mucho después del mediodía. Según su modo de pensar, una excavación era una especie de rito sagrado en el que cada una de las capas era apartada cuidadosamente del talud hasta sacar a la luz la historia de todo lo que yacía debajo, con lo cual los secretos quedaban desvelados. Todo detalle, por pequeño que fuera, debía tenerse en cuenta, cualquier pella de tierra ocultaba un dato importante, y los aficionados podían destruir objetos valiosos.

Todo esto se lo había explicado enfadado a Elinborg y a Sigurdur Óli, que no tenían culpa alguna de nada, mientras daba órdenes a su gente. El trabajo avanzaba muy despacio debido a la minuciosidad de los métodos arqueológicos. Sobre el terreno se cruzaban unas cuerdas que delimitaban cuadrados de un tamaño determinado. Era en extremo importante no alterar la posición del esqueleto durante la excavación, y pusieron especial cuidado en que la mano no se moviera aunque cavaran a su alrededor, además de examinar cuidadosamente cada grano de tierra.

– ¿Por qué sobresale esa mano de la tierra? -preguntó Elinborg deteniendo a Skarphédinn cuando éste pasaba como una flecha delante de ella, atareadísimo.

– Es imposible decirlo -contestó él-. En el peor de los casos puede ser que quien yace ahí estuviera aún con vida cuando lo cubrieron de tierra, e intentara presentar alguna clase de resistencia. Que intentara desenterrarse.

– ¡Vivo! -exclamó Elinborg-. ¿Que intentara desenterrarse?

– No tiene por qué ser necesariamente así. No puede excluirse que las manos quedaran en esa posición al introducir el cuerpo en la tierra. Es demasiado pronto para decir nada al respecto. Y ahora déjame trabajar.

Sigurdur Olí y Elinborg se asombraron de que Erlendur no apareciese por la excavación. Cierto que era estrafalario y un sabelotodo, pero también era cierto que su mayor interés era la desaparición de personas tanto de época antigua como moderna, y el esqueleto que había allí enterrado podría ser una esplendida clave para la desaparición de alguna persona de tiempos pretéritos, y que a Erlendur le encantaría explicar desempolvando documentos amarillentos. Cuando ya había pasado el mediodía, Elinborg se decidió a intentar llamarlo a su casa y al móvil, pero sin éxito.

Hacia las dos sonó el móvil de Elinborg.

– ¿Estás allá arriba? -preguntó una voz oscura, que ella reconoció al momento.

– ¿Dónde estás tú?

– Me he retrasado un poco. ¿Estás en el solar?

– Sí.

– ¿Ves los arbustos? Creo que son groselleros. Están a unos treinta metros al este del solar, casi en línea recta, hacia el sur.

– ¿Groselleros? -Elinborg forzó la vista buscando los árboles-. Sí -dijo-, los veo.

– Los plantaron allí hace muchísimo tiempo.

– Sí.

– Entérate de por qué. Si alguien vivió allí, si hubo antiguamente alguna casa… Pásate por Urbanismo y que te den planos de la zona, y también fotos aéreas, si las tienen. Habría que estudiar documentos desde principios del siglo hasta mil novecientos sesenta, por lo menos. Incluso más.

– ¿Crees que pudo haber una casa aquí, en la colina? -dijo Elinborg mirando a su alrededor, intentando no dejar traslucir su escepticismo.

– Creo que tendríamos que comprobarlo. ¿Qué hace Sigurdur Óli?

– Está repasando las desapariciones registradas desde después de la guerra, para empezar por algún sitio. Te estuvo esperando. Dijo que a ti te divertían mucho los estudios de ese tipo.

– He hablado con Skarphédinn, y me dijo que recordaba un campamento allí enfrente, al sur, en Grafarholt, durante la guerra. Donde ahora está el campo de golf.

– ¿Un campamento?

– Un campamento británico o norteamericano. Alojamientos militares. Barracones. No recordaba el nombre. Tendrías que mirar eso también. Comprueba si los ingleses denunciaron alguna desaparición en aquel campamento. O los americanos que los reemplazaron.

– ¿Los ingleses? ¿Los americanos? ¿Durante la guerra? Espera un momento, ¿y dónde averiguo yo todo eso? -preguntó Elinborg confundida-. ¿Cuándo los sustituyeron los americanos?

– En 1941. Pudo tratarse de un almacén de intendencia. O eso creía Skarphédinn, por lo menos. Habría que mirar si hubo casitas de veraneo en la colina y los alrededores, y alguna desaparición relacionada con ellas, ya fuera historia o sospecha. Tenemos que hablar con la gente de los bungalows de las proximidades.

– Es un trabajo enorme sólo por unos huesos viejos -dijo Elinborg con fastidio, dando una patada en el suelo y levantando polvo-. ¿Y qué estás haciendo tú? -preguntó en tono de reproche.

– Nada divertido -dijo Erlendur, y cortó la comunicación.

Había llamado a Emergencias al ver que no lograba que Eva volviera en sí, caída en el suelo de la vieja maternidad. Encontró el pulso débil y la cubrió con su abrigo e intentó atenderla lo mejor que supo, aunque no se atrevió a moverla. Antes de que pudiera darse cuenta, allí estaba la misma ambulancia que había acudido a Tryggvagata, y el mismo médico a bordo. Alzaron cuidadosamente a Eva Lind sobre una camilla que introdujeron en el vehículo y él recorrió en su coche a toda velocidad el breve trecho que quedaba hasta la admisión de Urgencias.