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– ¿Podríamos…?

– Adelante. Puedes mirarlo si quieres -respondió ella pensando en otra cosa.

– Estoy dándole vueltas todo el rato -dijo Erlendur poniéndose en pie-. ¿Sabes por qué alquilo Benjamín el bungalow? ¿Necesitaba dinero? No parecía tenerlo en mucho aprecio. Dices que se le fueron los negocios de las manos con el tiempo, pero en la guerra debió de ganar lo suficiente para mantenerse sin agobios durante toda la vida.

– No, creo que no necesitaba el dinero.

– ¿Y entonces?

– Tengo entendido que se lo pidieron cuando la gente empezó a abandonar el campo y a venirse a Reykjavik por culpa de la guerra. Creo que le echó una mano a algún necesitado.

– De modo que ni siquiera es seguro que cobrara una renta.

– No tengo ni idea. No creo que estés pensando que él hubiera…

Se detuvo a mitad de la frase como si no se atreviera a decir lo que estaba pensando.

– Yo no creo nada -dijo Erlendur intentando sonreír-. Es demasiado pronto para empezar a creer algo.

– Pero es que no puedo creerlo.

– Dime otra cosa.

– Sí.

– ¿Tiene parientes vivos?

– ¿Quién?

– La novia de Benjamín. ¿Hay alguien con quien podarnos hablar?

– ¿Para qué? ¿Por qué quieres seguir con ese asunto? Él jamás habría podido hacerle nada.

– Lo comprendo. Sin embargo, tenemos esos huesos y son de alguien, y eso no tiene vuelta atrás. Tengo que examinar todas las posibilidades.

– Tenía una hermana que sigue con vida. Se llama Bára.

– ¿Cuándo desapareció la muchacha?

– En 1940 -dijo Elsa-. Me contaron que era un precioso día de primavera.

Capítulo 9

Róbert Sigurdsson había vendido su casa mucho tiempo atrás y después ésta se había vuelto a vender una y otra vez hasta que al final la derribaron y construyeron otra en el solar. Sigurdur Óli y Elinborg despertaron a los propietarios de la nueva vivienda poco después del mediodía y consiguieron entonces la historia, fragmentaria y poco coherente.

Pidieron a la oficina que localizara al anciano mientras bajaban de la colina. Estaba en el Hospital Nacional de Fossvogur, y acababa de cumplir los noventa.

Róbert Sigurdsson seguía vivo, aunque por los pelos, pensó Sigurdur Óli. Estaba sentado delante del anciano y al mirar el rostro descolorido pensó que no le apetecía nada llegar a los noventa. Se estremeció. Aquel hombre estaba desdentado y tenía los labios exangües, las mejillas hundidas y algunos pelos descoloridos se alzaban aún en su cabeza, pálida como la de un cadáver, apuntando en todas direcciones. Estaba conectado a una bombona de oxígeno colocada en un carrito a su lado. Cada vez que tenía que decir algo se quitaba la mascarilla de oxígeno con mano temblorosa, pronunciaba dos o tres palabras y volvía a ponérsela.

Elinborg tomó la palabra y le explicó la situación. El anciano parecía tener la mente lúcida a pesar de su lamentable estado físico, y asentía moviendo la cabeza indicando que comprendía lo que le decían y que se hacía perfecta idea de lo que querían los policías. La enfermera que los acompañó a verle, detrás de la silla de ruedas, les indicó que no podían permanecer con él demasiado rato, para no cansarlo. El anciano se quitó la mascarilla con mano temblorosa.

– Recuerdo… -dijo en voz muy baja y ronca, se puso la mascarilla y aspiró el oxígeno. Luego volvió a quitársela-… la casa pero…

Mascarilla arriba.

Sigurdur Óli miró a Elinborg y después su reloj de pulsera e intentó disimular su impaciencia.

– ¿No prefieres…? -empezó ella, pero la mascarilla bajó.

– … sólo recuerdo… -pudo decir Róbert, medio asfixiado.

Mascarilla arriba.

– ¿No prefieres ir a la cafetería a tomar algo? -le preguntó Elinborg a Sigurdur Óli, que volvió a mirar su reloj, luego al anciano y finalmente a Elinborg, suspiró, se levantó y abandonó la habitación.

Mascarilla abajo.

– … a una familia de las que vivieron allí.

Mascarilla arriba. Elinborg esperó un momento a ver si continuaba, pero Róbert guardó silencio y ella empezó a pensar en cómo expresar las preguntas de modo que pudiera contestar con un simple sí o no, lo que le permitiría usar la cabeza sin tener que hablar. Le explicó que iba a intentarlo de esa forma y él asintió con la cabeza. «Muy despierto», pensó Elinborg.

– ¿Viviste allí durante la guerra?

Róbert asintió con la cabeza.

– ¿Vivía la familia en la casa en esos años?

Róbert asintió.

– ¿Recuerdas los nombres de los que vivían en la casa en esa época?

Róbert sacudió la cabeza.

– ¿Era una familia grande?

Róbert volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Un matrimonio con dos, tres hijos, más?

Róbert asintió y levantó tres dedos exangües.

– Un matrimonio con tres hijos. ¿Hablaste alguna vez con esa gente? ¿Tenías trato con ellos, los conocías?

Había olvidado la regla del sí y el no, y Róbert se quitó la mascarilla.

– No los conocía -la mascarilla volvió a subir.

La enfermera había empezado a mostrarse inquieta detrás de la silla de ruedas y miró a Elinborg como diciéndole que tendría que acabar y que intervendría en cualquier momento. Róbert bajó la mascarilla.

– … mueren.

– ¿Quién? ¿Esa gente? ¿Quién murió?

Elinborg se inclinó hacia él y esperó a que volviera a quitarse la mascarilla. Llevó una mano temblorosa de nuevo hasta la mascarilla de oxígeno y se la quitó.

– Un pobre…

Elinborg se dio cuenta de las enormes dificultades que tenía para hablar, y compartió su esfuerzo. Lo miró y esperó a que continuara.

Mascarilla abajo.

– … diablo.

La mascarilla se le cayó de la mano a Róbert, que cerró los ojos y hundió la cabeza lentamente sobre el pecho.

– Ya está -dijo la enfermera con brusquedad-, vas a conseguir matarlo.

Cogió la mascarilla y la presionó con innecesaria fuerza contra el rostro de Róbert, que tenía la cabeza caída sobre el pecho y los ojos cerrados como si se hubiera quedado dormido; quizás estaba muriéndose, pensó Elinborg. Se levantó mientras la enfermera empujaba la silla de Róbert hasta su cama, lo levantó de la silla como si fuera una pluma y lo tumbó.

– ¿Es que quieres matar al pobre viejo con estas locuras? -dijo luego, una mole de mujer en torno a la cincuentena, con el pelo recogido en un moño, vestida con bata blanca y pantalones blancos y zuecos del mismo color. Miró con enfado a Elinborg-. No tendría que haberlo permitido -farfulló como reprochándose a sí misma-. No llegará a mañana -gruñó, esta vez directamente a Elinborg, sin variar el tono.

– Perdona -dijo ésta sin darse plena cuenta del motivo-. Creemos que podría ayudarnos a descubrir algo sobre los huesos. Espero que no se encuentre muy mal.

Róbert Sigurdsson abrió los ojos de pronto desde la cama. Miró a su alrededor como intentando comprender dónde estaba y se quitó la mascarilla de oxígeno a pesar de la oposición de la enfermera.

– Venía a menudo -dijo jadeante-,… después. Mujer… verde… los arbustos…

– ¿Los arbustos? -preguntó Elinborg. Reflexionó un momento-. ¿Te refieres a los groselleros?

La enfermera le había vuelto a poner la mascarilla a Róbert, pero Elinborg creyó ver que le decía sí con la cabeza.

– ¿Quién? ¿Te refieres a ti mismo? ¿Recuerdas los groselleros? ¿Ibas tú allí? ¿Ibas tú adonde los árboles?

Róbert sacudió la cabeza despacio.

– Vete ya y déjalo en paz -ordenó la mujer.

Elinborg se había puesto de pie y se había inclinado sobre Róbert, aunque no tan cerca por no enfadar a la enfermera más de lo que ya lo estaba.

– ¿Puedes hablarme de ello? -continuó Elinborg-. ¿Conocías a la persona que iba? ¿Quién iba tanto a los groselleros?