Róbert había vuelto a cerrar los ojos.
– ¿Después? -continuó Elinborg-. ¿A qué te refieres con después?
Róbert abrió los ojos y alzó sus viejas y huesudas manos para indicar que quería un papel y un lápiz. La enfermera sacudió la cabeza y dijo que descansara, que ya era suficiente. Él le cogió la mano y la miró con gesto de súplica.
– Ni hablar -dijo la enfermera-. ¿Quieres hacer el favor de marcharte? -le espetó a Elinborg.
– ¿No haríamos mejor en dejar que decida él mismo? Si muriera…
– ¿Cómo que haríamos mejor? ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Llevas tú acaso treinta años trabajando aquí, atendiendo a los enfermos? -Soltó un bufido-. ¿Quieres salir antes de que pida ayuda y haga que te echen?
Elinborg miró a Róbert, que había vuelto a cerrar los ojos y parecía dormido, luego a la enfermera, y empezó a caminar hacia la puerta de la habitación con toda dignidad. La enfermera la siguió y le cerró la puerta en el mismo instante en que Elinborg salía al pasillo. Ésta pensó por un momento en ir a buscar a Sigurdur Óli para entrar otra vez a ver al viejo y decirle a la enfermera lo importante que sería que Róbert les dijera lo que quería decir. Lo dejó correr. Sin duda, Sigurdur Óli no haría sino enfurecer aún más a aquella mujer.
Elinborg salió al corredor y echó un vistazo en la cafetería, donde Sigurdur Óli estaba zampándose un plátano con cara de considerable malhumor. Empezó a caminar en su dirección pero vaciló. Se dio la vuelta y miró la puerta de la habitación de Róbert. Al final del pasillo había un pequeño nicho, quizás un hueco para el televisor, y fue retrocediendo hacia allí, hasta que llegó junto a un árbol que surgía de un inmenso tiesto y llegaba hasta el techo. Esperó allí, como una leona en la espesura, vigilando la puerta.
No tuvo que esperar mucho hasta que la mujer salió, recorrió el pasillo, atravesó la cafetería y entró en otra sala. No pareció darse cuenta de la presencia de Sigurdur Óli, ni él de la suya, enfrascado como estaba con el plátano.
Elinborg salió de su escondite y regresó con prudencia, pasillo adelante, a la habitación de Róbert. Estaba dormido en la cama, con la mascarilla en la boca, exactamente igual que al despedirse. La persiana estaba baja pero la débil luz de una lamparita al lado de la cama aclaraba un poco la oscuridad. Se acercó a él, vaciló un instante, echó un rápido vistazo a su alrededor hasta armarse de valor y le dio un suave golpecito al anciano.
Róbert no se movió. Volvió a intentarlo, pero seguía dormido como un tronco; Elinborg pensó que habría entrado en un profundo sueño, si no se trataba ya del estupor de la muerte, y se mordió las uñas pensando en darle un golpe más fuerte o bien dejar las cosas como estaban y olvidarse de todo. No había dicho gran cosa. Alguien había estado rondando por los arbustos de la colina. Una mujer verde.
Ya estaba dando media vuelta cuando Róbert abrió los ojos de repente y la miró fijamente. Elinborg no sabía si la había reconocido, pero él asintió con la cabeza y a ella le pareció ver que le sonreía detrás de la mascarilla de oxígeno. Hizo la misma señal que antes pidiendo papel y lápiz, y ella buscó en su abrigo un cuaderno y una pluma. Se lo puso en las manos y él empezó a escribir con mano temblorosa en grandes letras de imprenta. Necesitó un buen rato, mientras Elinborg miraba atemorizada la puerta de la habitación, esperando que de un momento a otro entrase la enfermera y se pusiera a soltar sapos y culebras. Habría querido decirle a Róbert que se apresurara, pero no se atrevía a presionarle más.
Cuando acabó de escribir, sus manos exangües cayeron de nuevo sobre la sábana, y con ellas el cuaderno y la pluma; después volvió a cerrar lentamente los ojos. Elinborg cogió la libreta, dispuesta a leer lo que había escrito, cuando el electrocardiógrafo empezó a emitir un pitido. El ruido le hirió los oídos en la quietud del recinto, y Elinborg se sobresaltó de tal modo que dio un salto a un lado. Miró un instante a Róbert sin saber qué hacer, pero inmediatamente salió como un rayo de la habitación y cruzó el pasillo hasta la cafetería, donde Sigurdur Óli se estaba acabando el plátano. En algún sitio sonó un timbre de aviso.
– ¿Le has sacado algo al viejo? -preguntó Sigurdur Óli cuando Elinborg se sentó a su lado, sin aliento-. ¿Qué pasa, algo no va bien? -añadió al verla tan jadeante.
– Nada, nada, todo va perfectamente -respondió Elinborg.
Un grupo de médicos, enfermeras y auxiliares entraron a todo correr en la cafetería, la cruzaron y se dirigieron al pasillo, en dirección a la habitación de Róbert. Poco después apareció un hombre de bata blanca empujando un aparato que Elinborg supuso era un desfibrilador, y desapareció él también en el pasillo. Sigurdur Óli siguió con la vista a la tropa que se esfumaba por la esquina.
– ¿Qué demonios has hecho? -preguntó, volviéndose hacia Elinborg.
– ¿Yo? -suspiró Elinborg-. Nada. ¿Qué quieres decir?
– ¿Por qué estás tan sudorosa? -preguntó Sigurdur Óli.
– No estoy sudorosa.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué corren todos? Y tú estás sin respiración.
– Ni idea.
– ¿Conseguiste sacarle algo? ¿Es él quien se está muriendo?
– Ay, intenta mostrar un poco de respeto -dijo Elinborg mirando nerviosamente a su alrededor.
– ¿Qué le sacaste?
– Aún tengo que pensarlo -respondió Elinborg-. ¿No deberíamos irnos?
Se levantaron y salieron del hospital. Sigurdur Óli puso el coche en marcha.
– Bueno, ¿qué dijo? -preguntó Sigurdur Óli impaciente.
– Lo escribió en un papel -dijo Elinborg con un suspiro-. Pobre viejo.
– ¿En un papel?
Ella sacó el cuaderno del bolsillo y pasó las páginas hasta llegar al lugar donde había escrito Róbert. La mano temblorosa del moribundo había trazado sólo una palabra, un garabato ilegible. Necesitó un tiempo hasta darse cuenta de lo que ponía, pero finalmente creyó estar segura, aunque no llegaba a comprender su significado. Miró fijamente la última palabra que escribiría Róbert en este mundo: «TORCIDA».
La casa en la que vivían era una residencia de veraneo, bastante grande, que le había alquilado a un señor de Reykjavik y que estaba a medio edificar cuando el hombre perdió el interés y estipuló una renta reducida a condición de acabarla. Al principio él había trabajado con mucha aplicación, pero luego quedó claro que al dueño no le importaba en absoluto y decidió no hacer nada. Era una casa de madera que constaba de un salón con cocina anexa y estufa de carbón, dos dormitorios con pequeñas estufas de madera y un pasillo. Había una fuente cerca de la casa e iban a por agua todas las mañanas, con dos cubos que había en la cocina.
Se mudaron allí hacía algo más de un año. Cuando llegaron los ingleses y la gente acudió a toda prisa desde el campo a Reykjavik en busca de trabajo perdieron su alojamiento del sótano. Ya no tenían dinero suficiente para pagarlo. Un alquiler costaba lo suyo, y las rentas aumentaron enormemente. Se encontró con la casa de verano de Grafarholt a medio construir y se mudó allí con su familia, empezó a buscar algo que hacer que estuviera cerca de su nuevo lugar de residencia y encontró trabajo transportando carbón a las comarcas. Bajaba al desvío de la carretera de Grafarholt todas las mañanas y subía al camión de carbón, que lo volvía a dejar allí al atardecer. A veces, ella pensaba que se habían aislado solamente para que nadie pudiera oír sus gritos pidiendo auxilio cuando él arremetía violentamente contra ella.
Una de las primeras cosas que hizo la mujer desde su traslado a la colina fue hacerse con groselleros. El lugar le pareció demasiado pelado y plantó los arbustos al sur de la casa. Señalarían el extremo del huerto que pensaba cultivar. Quería poner más árboles, pero él lo consideró una pérdida de tiempo y le prohibió seguir con ello.