– ¡Tóti! -lo llamó, pero el chico no hizo ningún caso.
La madre se metió entre el gentío infantil y sacó de allí a su Tóti, no sin ciertas dificultades, y lo llevó frente al estudiante de medicina.
– ¿Es tuyo esto? -preguntó al muchacho, mostrándole el hueso.
– Me lo encontré -dijo Tóti, que no quería perderse ni un minuto de la fiesta de cumpleaños.
– ¿Dónde? -preguntó su madre.
Dejó en el suelo a la niña, que se quedó mirándola fijamente sin saber si volver a empezar sus gritos.
– Fuera -dijo el chaval-. Es una piedra chulísima. La lavé.
Jadeaba. Una gota de sudor le bajó por la mejilla.
– ¿Dónde es fuera? -preguntó su madre-. ¿Cuándo? ¿Qué estabas haciendo?
El niño miró a su madre. No sabía si había hecho algo malo, pero a juzgar por el gesto de ella parecía que sí, de modo que se puso a pensar en cuál podía haber sido su maldad.
– Creo que ayer -dijo-. En la pared del extremo del hoyo. ¿Pasa algo malo?
Su madre y el desconocido se miraron a los ojos.
– ¿Puedes indicarme dónde encontraste esto, exactamente? -preguntó ella.
– Ay, ¡que es mi cumple! -protestó el niño.
– Vamos -dijo su madre-. Enséñanoslo.
Levantó a la niña del suelo y, empujando al chaval por delante, salieron de la sala en dirección a la puerta de la calle. El chico los siguió de cerca. El silencio se había adueñado del montón de niños en cuanto el cumpleañero se quedó callado; todos observaban cómo la madre de Tóti lo hacía salir de casa a empujones, con gesto muy serio y la hermana pequeña en brazos. Se miraron unos a otros y salieron detrás.
Estaban en el barrio nuevo junto a la carretera que subía al lago Reynisvatn. El barrio del Milenario. Se construía en una ladera de la colina de Grafarholt, en cuya cima se erguían los depósitos de agua para calefacción de Energía de Reykjavik, unos colosos pintados de marrón que se encumbraban como castillos sobre el barrio nuevo. Las calles se habían abierto en ambas laderas ante la presencia de los depósitos, de modo que cada casa se levantaba a los pies de otra, alguna con un jardín alrededor, tierra nueva y arbolitos que aún tenían que crecer para proporcionar abrigo a sus dueños.
La tropa siguió al cumpleañero con pasos raudos hacia el este de la casa más alta, que estaba al lado de los depósitos. Allí, casas adosadas, recién construidas, se extendían hacia el prado y a lo lejos, hacia el norte y el este, empezaban las viejas residencias de veraneo de los ciudadanos de Reykjavik. Igual que en todos los barrios nuevos, los chicos invadían las casas a medio construir, trepaban por los andamios y jugaban al escondite a la sombra de los muros, o se ocultaban en las excavaciones recién abiertas y chapoteaban en el agua que se iba acumulando allí.
Fue a uno de esos solares adonde Tóti condujo al desconocido y a su madre, y a toda la tropa de la fiesta, y allí señaló el lugar donde había encontrado aquella extraña piedra blanca que pesaba tan poco, tan poco, que se la metió en el bolsillo y decidió quedársela. Recordaba exactamente dónde la había encontrado, y delante de ellos se metió en el foso de un salto y se dirigió sin dudarlo al lugar donde la había visto, en la tierra seca. Su madre ordenó al muchacho que no se moviera y descendió al hoyo con ayuda del joven. Cuando llegó, Tóti le quitó el hueso y lo situó en el suelo.
– La piedra estaba así -dijo, hablando del hueso como si no fuera más que una piedra rara.
Era ya viernes por la tarde y no quedaba nadie trabajando en el hoyo. Habían alzado las bases de los cimientos de la casa por dos lados, pero se distinguían los estratos en los lugares donde aún no se habían construido las paredes. El joven se acercó al talud y observó el lugar donde el chico decía que había encontrado el hueso. Arañó la tierra con la uña y con gran sorpresa encontró algo que no podía ser sino un húmero profundamente hundido en el paredón.
La madre observó al joven, abstraído en el talud, y siguió su mirada hasta que descubrió el hueso. Se acercó y creyó distinguir un maxilar y un par de dientes.
Dio un respingo, volvió a mirar al joven y luego a su hija, y se puso a limpiarle la boca de un modo inconsciente.
No se dio cuenta de lo que había pasado hasta que sintió el dolor en la sien. Le había golpeado con el puño cerrado en la cabeza sin previo aviso, de una forma tan repentina que ni vio llegar el golpe. O quizás es que no podía creer que le hubiera pegado. Era el primer golpe, y en los años siguientes pensaría si su vida habría sido distinta de haber roto con él de inmediato.
Si él se lo hubiera permitido.
No conseguía explicarse por qué le había dado de repente, y se quedó mirándolo un buen rato como tocada por un rayo. Nunca la habían tratado así. Aquello sucedía tres meses después de la boda.
– ¿Me has pegado? -dijo llevándose la mano a la sien.
– ¿Crees que no he visto cómo lo mirabas? -gruñó él, con aspereza.
– ¿A quién? ¿Qué…? ¿Te refieres a Snorri? ¿Que miraba a Snorri?
– ¿Crees que no lo vi? ¿Que no vi la lujuria en tus ojos?
Nunca había conocido aquel aspecto de su personalidad. Nunca lo había oído utilizar esa palabra. Lujuria. ¿De qué estaba hablando? Había cruzado unas palabras con Snorri un momento en la puerta del sótano, dándole las gracias por llevarle algo que se había olvidado al dejar el trabajo; no quiso invitarlo a entrar porque su marido llevaba todo el día de morros y no le apetecía hablar. Snorri dijo algo divertido sobre el comerciante en cuya casa había estado sirviendo, y los dos rieron y luego se despidieron.
– Era Snorri -dijo ella-; no seas así. ¿Por qué has estado de tan mal humor todo el día?
– ¿Dudas de lo que estoy diciendo? -preguntó él acercándose a ella de nuevo-. Lo vi por la ventana. Vi cómo bailoteabas a su alrededor. ¡Como una zorra!
– No, no puedes…
Le golpeó de nuevo en el rostro con el puño cerrado, y la empujó contra el armarito de la cocina. Sucedió de una forma tan repentina que no tuvo tiempo ni de protegerse con la mano por delante.
– ¡No se te ocurra mentirme! -gritó él-. Vi cómo lo mirabas. ¡Y vi cómo te le insinuabas! ¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Pedazo de puta!
Aquella palabra también la oía por primera vez.
– Dios mío -suspiró. Le había roto el labio superior y la sangre se le metía en la boca, y el sabor de la sangre se mezcló con el sabor salado de las lágrimas que le corrían por el rostro-. ¿Por qué me haces esto? ¿Qué he hecho yo?
Estaba encima de ella como si fuera a darle una paliza. Un gesto de furia llameaba desde el rostro enrojecido. Rechinó los dientes y golpeó el suelo con un pie, dio media vuelta y salió del sótano con pasos rápidos. Ella se quedó atrás sin acabar de comprender realmente lo que había sucedido.
Muchas veces le habían venido a la memoria esos momentos, y qué habría pasado de haber reaccionado inmediatamente ante tal violencia, si hubiera intentado dejarlo, si se hubiera marchado para no volver nunca, en vez de buscar razones para culparse a sí misma. Algo debía de haber hecho para que se comportara así. Algo que ella misma no acabó de entender en la conversación que mantuvieron a su vuelta, prometiendo corregirse y que todo volvería a ser como antes.
Nunca lo había visto comportarse así, ni con ella ni con nadie. Era un hombre tranquilo y un tanto serio. Conocía esa faceta de su personalidad desde sus tiempos de novios. Incluso quizá demasiado reservado. Trabajaba como bracero al norte de la ciudad, con un hermano del comerciante para el que trabajaba ella, e iba de vez en cuando a su casa a llevar mercancías. Así se conocieron, año y medio atrás. Eran de edad parecida y él hablaba de dejar aquel empleo y embarcarse. Eso sí que daba dinero. Y luego quería ser dueño de su propia casa. Ser su propio jefe. El trabajo de bracero rebajaba a la gente, era anticuado y no daba nada bueno.