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Los niños sabían que no tenían posibilidad de defender a su madre, pues el más joven tenía siete años y el mayor, doce. Conocían la furia de su padre cuando la atacaba, las palabrotas que utilizaba cuando perdía el control, y el furor que estallaba cuando se dedicaba a lanzarle toda clase de insultos. Entonces echaban a correr, Símon, el mayor, el primero. Agarraba a su hermano y lo arrastraba consigo, y luego lo empujaba por delante como si fuera un corderito asustado, muerto de miedo por si su padre dirigía su ira contra ellos.

Algún día podría llevarse también a Mikkelína.

Y llegaría el tiempo en que podría defender a su madre.

Los hermanos salieron corriendo de la casa muertos de miedo en dirección a los groselleros. Era otoño y los arbustos estaban en flor, color verde oscuro y llenos de follaje, con las bayas rojas repletas de zumo que les manchaba las manos al cogerlas de los arbustos y meterlas en los botes y los jarros que les daba su madre.

Se agazaparon al otro lado de los arbustos y oyeron los insultos y maldiciones de su padre y el estrépito de los platos al romperse, los gritos de auxilio de su madre.

El más pequeño se tapó los oídos pero Símon miró hacia la ventana de la cocina, iluminada por un resplandor amarillento, y se obligó a oír los gritos de su madre.

Ya no se tapaba los oídos. Era preciso escuchar para poder hacer lo que pensaba.

Capítulo 10

Lo que había dicho Elsa sobre el sótano de la casa de Benjamín no era ninguna exageración. Estaba a rebosar de trastos y, por un instante, a Erlendur se le vino el mundo encima. Pensó en llamar a Elinborg y Sigurdur Óli pero decidió que más valía esperar. El sótano tenía unos noventa metros cuadrados y estaba dividido por tabiques en varias estancias sin puertas ni ventanas en las que había cajas y más cajas, algunas rotuladas pero la mayoría sin indicación alguna. Eran cajas de cartón de las que se usan para transportar botellas de vino o cigarrillos, o cajas de madera de todos los tamaños imaginables, y las cosas que contenían eran de lo más variopinto. En el sótano había también armarios, un baúl, maletas y cosas diversas que se habían ido acumulando allí a lo largo de los años: una bicicleta oxidada, segadoras, barbacoas viejas.

– Puedes rebuscar cuanto quieras -dijo Elsa al acompañarle al sótano-. Si hay algo en lo que pueda ayudarte, no tienes más que llamarme.

Casi sentía compasión por aquel policía de espesas cejas que parecía tener la mente en otro sitio, vestido de modo desastrado, con un ajado jersey de punto debajo de una chaqueta vieja con parches en los codos. Traslucía una especie de tristeza que percibió al hablar con él y mirarlo a los ojos.

Erlendur sonrió débilmente y le dio las gracias. Dos horas más tarde empezó a encontrar los primeros documentos del comerciante Benjamín Knudsen. Era espantoso buscar algo en aquel sótano. Los objetos no tenían orden alguno. Trastos viejos y nuevos se mezclaban en grandes montones que tuvo que esforzarse en examinar y colocar luego de alguna forma que le permitiera seguir ahondando en aquel cúmulo de cosas. Pero tenía la sensación de que cuanto más avanzaba, más antiguas eran las cosas que encontraba. Le apetecía un café y tenía ganas de fumar, y estuvo decidiéndose entre molestar a Elsa o bien hacer una pausa en todo aquello e irse a buscar un bar.

Eva Lind no se le iba de la cabeza. Llevaba encima el móvil y esperaba una llamada del hospital en cualquier momento. Tenía remordimientos por no estar con ella. Tal vez debiera tomarse unos días libres y quedarse junto a su hija y hablar con ella, como le había dicho el médico. Estar a su lado en vez de dejarla sola en la UCI, inconsciente, sin familia, sin palabras de aliento, sin nada. Pero no podía quedarse sentado sin hacer otra cosa que esperar, a la cabecera de su cama: Su trabajo era una especie de terapia. Necesitaba agarrarse a él para pensar en otras cosas. Librarse de pensar demasiado en lo peor que podría suceder. En lo impensable.

Intentó concentrarse mientras iba abriéndose camino por el sótano. Abrió un viejo escritorio y encontró facturas de ventas al por mayor con el membrete de Almacenes Knudsen. Estaban manuscritas y le resultó difícil leer aquella escritura, pero parecían referirse a envíos de mercancías. Encontró más facturas parecidas en los cajoncitos del escritorio, y llegó a la conclusión de que Benjamín Knudsen se había dedicado al comercio de ultramarinos. Café y azúcar aparecían con frecuencia, acompañados de números.

No había nada sobre el proyecto de una casa de veraneo en los terrenos elevados en los que ahora se estaba construyendo el barrio del Milenario.

Las ganas de fumar lo vencieron y encontró una puerta que daba a un jardín bien cuidado que empezaba a recuperarse del invierno, aunque él no se dio mucha cuenta, pues estaba concentrado únicamente en absorber el humo hasta lo más hondo de los pulmones y volver a soltarlo. Apuró dos cigarrillos en un momento. Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo cuando estaba a punto de volver a entrar en el sótano, y respondió. Era Elinborg.

– ¿Cómo sigue Eva Lind? -preguntó ésta.

– Sigue en coma -dijo Erlendur, conciso. No tenía ganas de charla-. ¿Algo nuevo? -preguntó.

– Hablé con el anciano. Tenía una casa en la colina. Y no estoy del todo segura de adonde quería llegar, pero recordó a alguien que rondaba por tus arbustos.

– ¿Mis arbustos?

– Los groselleros.

– ¿Por los groselleros? ¿Quién era?

– Y además creo que ha muerto.

Erlendur creyó oír un gruñido de Sigurdur Óli en segundo plano.

– ¿El de los arbustos?

– No, Róbert -dijo Elinborg-. De modo que de él no sacaremos más.

– ¿Y quién era el de los arbustos?

– No está nada claro -dijo Elinborg-. Era alguien que iba muchas veces y también después. En realidad es lo único que saqué. Luego empezó a decir algo. Dijo «mujer verde» y se acabó.

– ¿Mujer verde?

– Sí. Verde.

– «Muchas veces» y «después» y «verde» -repitió Erlendur-. ¿Después de qué? ¿A qué se refería?

– Como te estoy diciendo, no está nada claro. Creo que puede ser… Creo que ella estaba… -Elinborg titubeó.

– ¿Que estaba qué? -preguntó Erlendur.

– Torcida.

– ¿Torcida?

– Fue la única explicación que tenía para aquella persona. Ya no podía hablar, el pobre viejo, y escribió la palabra «torcida». Luego se durmió y creo que sucedió algo porque todo un batallón de médicos fue corriendo a su habitación y…

La voz de Elinborg se desvaneció. Erlendur pensó unos instantes en sus palabras.

– De modo que al parecer una mujer iba con frecuencia hasta los groselleros en algún momento después de…

– Podía ser después de la guerra -interrumpió Elinborg.

– ¿Recordaba a los habitantes de esa casa?

– Una familia -dijo Elinborg-. Un matrimonio con tres hijos. No pude obtener nada más al respecto.

– ¿De modo que había gente viviendo allí?

– Eso parece.

– Y ella estaba torcida. ¿Qué significa eso de estar torcido? ¿Qué edad tiene Róbert?

– Tiene… o tenía, no lo sé, más de noventa.

– Es imposible saber exactamente a lo que se refiere con esa palabra -dijo Erlendur como hablando para sí-. Una mujer torcida en los groselleros. ¿Vive alguien en la casa de Róbert? ¿Sigue aún en pie?

Elinborg le contó que Sigurdur Óli y ella habían hablado con los propietarios actuales el día anterior, pero que no mencionaron a la mujer. Erlendur les dijo que volvieran a hablar con aquella gente y les preguntaran explícitamente si habían notado que alguien anduviera por los arbustos y si habían visto allí a alguna mujer. También que intentaran localizar a los parientes de Róbert, si los había, y averiguaran si les había hablado alguna vez de la familia de la colina. Erlendur dijo que rebuscaría un poco más en el sótano y luego iría al hospital a ver a su hija.