Vestía una chaqueta de cuero negra, pantalones vaqueros deshilachados y llevaba los labios pintados de negro. Las uñas, también de negro. Fumaba expulsando el humo por la nariz.
Tenía un aspecto juvenil, casi inocente.
Vaciló. No sabía qué estaba pasando. Y la invitó a entrar.
– Mamá se puso furiosa cuando le dije que iba a venir a verte -dijo ella pasando delante de él, envuelta en una nube de humo, y luego se acomodó en su butaca-. Dijo que eras un cabrón. Siempre nos lo ha dicho. A Sindri y a mí. El maldito cabrón de vuestro padre. Y luego: sois exactamente iguales que él, unos malditos cabrones del demonio.
Eva Lind rió. Buscó un cenicero para apagar el cigarrillo, pero fue él quien le quitó la colilla y la apagó.
– ¿Por qué…? -empezó, pero no consiguió terminar la frase.
– Simplemente, quería verte -dijo ella-. Quería ver qué demonios de pinta tienes.
– ¿Y qué pinta tengo? -preguntó.
Ella lo miró.
– De cabrón -respondió ella.
– Entonces no somos tan diferentes -dijo él.
La estuvo mirando un buen rato, y tuvo la sensación de que le sonreía.
Cuando Erlendur llegó a la oficina, Elinborg y Sigurdur Óli acudieron a su despacho y dijeron que no habían sacado nada en claro de su charla con los actuales propietarios de la casa de verano de Róbert Sigurdsson. No habían visto a ninguna vieja torcida en toda la colina. La esposa de Róbert había muerto hacía diez años. Tuvieron dos hijos. Uno de ellos, el varón, murió más o menos en la misma época, a los sesenta y el otro, una mujer de setenta años de edad, esperaba la visita de Elinborg.
– ¿Y qué hay de Róbert, podemos sacarle algo más? -preguntó Erlendur.
– Róbert falleció anoche -dijo Elinborg, y su voz dejaba traslucir su remordimiento-. Con su vida cumplida. En serio. Creo que él mismo tenía la sensación de que ya había vivido suficiente. Un pobre muerto de hambre. Eso fue lo que dijo. Dios mío, no me gustaría nada agonizar así en un hospital.
– Escribió un breve mensaje en una pequeña agenda justo antes de morir -dijo Sigurdur Óli-. «Ella me mató.»
– Vaya, qué gracioso -dijo Elinborg-. Me aburre.
– No tendrás que seguir viéndole más por hoy -dijo Erlendur, señalando con la cabeza a Sigurdur Óli-. Pienso mandarlo al sótano de Benjamín, el propietario de la casa de veraneo, a excavar en busca de pistas.
– ¿Y qué crees que encontraremos allí? -le preguntó Sigurdur Óli.
La sonrisa burlona se le había helado en los labios.
– Tiene que haber constancia de que alquilara la casa. Es imposible que no lo hiciera. Necesitamos los nombres de quienes vivían allí. No parece probable que el padrón municipal vaya a dárnoslos. Cuando obtengamos los nombres podremos compararlos con la lista de personas desaparecidas y comprobar si alguna de ellas sigue con vida. Y luego tenemos que ir haciendo exclusiones por sexo y edad en cuanto salga a la luz el esqueleto.
– Róbert habló de tres hijos -recordó Elinborg-. Alguno de ellos debe de seguir con vida.
– De manera que lo que tenemos es esto -dijo Erlendur- y no es demasiado: en una residencia de veraneo de Grafarholt vivía una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos, en torno a los años de la guerra. Son las únicas personas de quienes sabemos que han vivido en la casa, aunque otros también podrían haber estado allí. A primera vista, esa gente no parece haberse empadronado en este domicilio. Mientras no sepamos algo más, podemos imaginar que es alguno de ellos quien está allí enterrado, o bien alguien relacionado con la familia. Y alguien también relacionado con ellos, la mujer de que habló Róbert, estuvo asimismo allí…
– Muchas veces y después y estaba torcida -interrumpió Elinborg-. Lo de torcida, ¿no significará que estaba coja?
– ¿No habría escrito coja, entonces? -dijo Sigurdur Óli.
– ¿Qué fue de esa casa? -preguntó Elinborg-. No queda ni rastro de ella allí arriba.
– Quizá tú puedas encontrarnos esa información en el sótano, o hablando con la sobrina de Benjamín -dijo Erlendur a Sigurdur Óli-. Se me olvidó por completo preguntárselo.
– No necesitamos nada más que los nombres de esas personas para compararlos con las listas de personas desaparecidas en esa época, y ya lo tenemos. ¿No está suficientemente claro? -dijo Sigurdur Óli.
– No tiene que ser necesariamente así -dijo Erlendur.
– ¿A qué te refieres?
– Sólo hablas de las personas desaparecidas que figuran en nuestras listas.
– ¿De qué otras desapariciones tendría que hablar?
– De las que no figuran en ninguna lista. No podemos confiar en que todo el mundo dé aviso cuando alguien desaparece de su vida. Alguien se va a vivir al campo y no se le vuelve a ver. Alguien huye del país y con el tiempo se le olvida. Y además están los que se pierden en la montaña y desaparecen. Si tenemos una lista de las personas que se dijo que habrían desaparecido en la montaña por esa zona, tendremos que repasarla también.
– Creo que podemos estar de acuerdo en que éste no es uno de esos casos -dijo Sigurdur Óli como si tuviera la última palabra; ya empezaba a poner de los nervios a Erlendur-. Queda excluido que este hombre, o quien sea que yace allí, haya muerto a la intemperie. Alguien lo enterró intencionadamente.
– Eso es exactamente a lo que me refiero -dijo Erlendur, muy leído en todo lo relacionado con historias de personas perdidas en los páramos-. Alguien va de viaje por el páramo. Es pleno invierno y han anunciado mal tiempo. Intentan hacerle desistir. No atiende a los consejos, piensa que sabrá apañárselas. Lo más asombroso de las historias sobre las personas que desaparecen en el campo es que no escucharon los consejos de nadie. Es como si algo los arrastrara a la muerte. Se dice que están destinados a morir. Como si quisieran precipitar su destino. Pero no. Esa persona cree que sabrá apañárselas. Pero cuando llega el mal tiempo, es mucho peor de lo que se había imaginado. Pierde la orientación. Se extravía. Acaba por perecer enterrado en la nieve, muere de frío. Para entonces se ha alejado muchísimo del camino que pretendía seguir. Por eso no lo encuentran nunca. Se le da por desaparecido.
Elinborg y Sigurdur Óli se miraron uno a otra, sin saber a ciencia cierta de qué estaba hablando Erlendur.
– Lo que os estoy explicando es una desaparición islandesa típica, y nosotros podemos entenderlas, porque vivimos en este país y sabemos cómo empiezan de repente las ventiscas y la historia de ese hombre que se repite a intervalos sin que eso se ponga en duda. Así es Islandia, se piensa, y sacudes la cabeza. Naturalmente, antes sucedía mucho más, cuando la gente solía desplazarse de un lugar a otro a pie. Se han escrito montones de libros al respecto; no soy el único interesado en el tema. Las formas de viajar no cambiaron, en realidad, hasta los últimos sesenta o setenta años. La gente desaparecía, y aunque los demás no se quedaran tranquilos, nadie se ponía a pensar en cualquier otra explicación. Sólo en circunstancias excepcionales la policía o los jueces pensaban que valía la pena investigar el asunto con más detalle.
– ¿Qué quieres decir? -dijo Sigurdur Óli.
– ¿A qué viene esta conferencia? -dijo Elinborg.
– ¿Y si alguno de esos hombres o mujeres nunca se adentró en el páramo?
– ¿Y? -preguntó Elinborg.
– ¿Y si su gente dice que éste o aquél se adentraron en el páramo, o querían ir a otra granja o a pescar en el lago y no se volvió a saber nada de ellos? Se organiza una búsqueda pero no se les encuentra y el asunto deja de mencionarse.
– ¿De forma que todos los de la casa están confabulados para matar a ese hombre? -preguntó Sigurdur Óli, sin mucha confianza en la teoría de Erlendur.
– ¿Por qué no? -dijo Erlendur.
– De manera que lo acuchillan y lo apalean y le pegan un tiro y lo entierran -añadió Elinborg.