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Pero un día del verano siguiente al estallido de la guerra, cuando los ingleses llegaron a la colina Mikkelína habló. Símon volvía a casa con ella en brazos, después de tomar el sol un rato. Iba a dejarla en su cama de la cocina, porque había empezado a atardecer y a refrescar en la colina y Mikkelína, que había estado desusadamente animada durante el día, mirándolo todo, sacó la lengua feliz y contenta y dejó escapar un sonido que hizo que a su madre se le cayera un plato que estaba metiendo en el armario de la cocina, y se rompió. Su madre olvidó por un instante el miedo que la habría dominado en circunstancias normales, se dio la vuelta y la miró.

– EMAAEMAAAA -repitió Mikkelína.

– ¡Mikkelína! -exclamó la madre.

– EMAAEMAAAA -gritó Mikkelína, agitando la cabeza con enorme alegría por su hazaña.

La madre se acercó a ella lentamente,como si no pudiera dar crédito a sus oídos, observando tan fijamente a su hija que Símon creyó ver lágrimas en sus ojos.

– Emaaemaaaa -dijo Mikkelína.

Su madre la cogió en brazos, la dejó cuidadosamente en su camita de la cocina y le acarició la cabeza. Era la primera vez que Símon veía llorar a su madre. Daba igual lo que le hiciera Grímur, nunca lloraba. Gritaba de dolor y pedía ayuda, y le suplicaba que parase o aguantaba la violencia en silencio, pero Símon nunca la había visto llorar. Pensó que debía de sentirse triste y la abrazó, pero ella le dijo que no se preocupara. Que aquello era lo mejor que le había podido suceder en la vida. Se dio cuenta de que lloraba por lo que le había ocurrido a Mikkelína, pero también porque hablaba y aquello la había hecho más feliz de lo que se había permitido nunca a sí misma.

Pasaron dos años más y Mikkelína fue aumentando constantemente su vocabulario; se atrevía a hacer frases enteras, con el rostro enrojecido, sacando la lengua y agitando la cabeza a un lado y otro en un esfuerzo convulsivo, hasta que daba la sensación de que se le iba a desprender del cuerpo. Grímur no lo sabía. Mikkelína se negaba a hacerlo en su presencia y su madre prefería no desvelar el secreto por no despertar la atención del marido, ni siquiera ante su triunfo. Las dos aparentaban que todo seguía igual. Que nada había cambiado. Símon oyó algunas veces a su madre hablar con vacilación con Grímur sobre llevar a la niña a una terapia. Se movería mejor y sería más fuerte con la edad, seguro que aprendería. Sabía leer y le enseñarían a escribir.

– Es tonta -replicó Grímur-. Lo contrario es impensable. Y deja de hablarme de ella.

De manera que olvidó el asunto, porque ella hacía todo lo que Grímur le ordenaba, y nunca hubo terapia alguna para Mikkelína excepto la que le proporcionaban su madre y Símon y Tómas sacándola al sol y jugando con ella.

Símon no quería tener mucho trato con Grímur; evitaba a su padre todo cuanto podía, pero a veces se veía obligado a acompañarlo. Cuando Símon se fue haciendo mayor, Grímur le hacía cada vez más encargos y se lo llevaba consigo a Reykjavik de excursión para cargar con las compras colina arriba. El viaje a la ciudad les llevaba unas dos horas, bajando a Grafarvogur, cruzando el puente del Ellidaá y siguiendo la orilla de la bahía hasta Laugarnes. A veces pasaban también por la ladera de Háaleiti y bajaban por el Sogamýri. Símon se mantenía cuatro o cinco pasos detrás de Grímur, quien no le dirigía la palabra ni se preocupaba de él hasta que le hacía cargar con las compras y lo empujaba de vuelta. El viaje de vuelta duraba entre tres y cuatro horas, según el peso que Símon se viera forzado a acarrear. A veces, Grímur se quedaba en la ciudad y no aparecía por la colina durante dos días.

Entonces reinaba en casa algo parecido a la alegría.

En sus excursiones a Reykjavik, Símon descubrió algo que necesitó cierto tiempo para asimilar, y que nunca llegó a comprender plenamente. En casa, Grímur era taciturno, irritable y violento. No toleraba que se le dirigiera la palabra. Utilizaba muchos tacos al hablar y acostumbraba a insultar a sus hijos y a su mujer; les hacía satisfacer cada uno de sus caprichos, y ay de ellos si no lo hacían. Pero al relacionarse con los demás, parecía que el monstruo hubiera cambiado de piel y se hubiera convertido en otra persona. En las primeras excursiones Símon pensó que vería a Grímur tal como se comportaba en casa, dedicándose a soltarle improperios a la gente y peleándose. Pero no fue así; más bien sucedió todo lo contrario. De repente, quería agradar a todos. Hablaba encantado con el tendero y hacía reverencias y cedía el paso cuando entraba alguien en la tienda y los trataba de usted. Incluso sonreía. Saludaba con un apretón de manos. A veces se encontraba con alguien a quien conocía de tiempo atrás y reía a carcajadas, con una risa alegre en vez de aquella risa extraña, seca y ronca que emitía en ocasiones cuando ultrajaba a su madre. Los hombres señalaban a Símon, y Grímur le ponía una mano encima de la cabeza y decía que era hijo suyo, sí, y qué grande estaba ya. Símon se inclinaba al principio, como esperando un golpe, y Grímur hacía broma.

Símon necesitó tiempo para comprender la duplicidad de su padre. No conocía aquella faceta suya. No entendía cómo podía ser de una forma en casa y de otra completamente distinta en cuanto ponía un pie fuera. No comprendía cómo Grímur podía adular y mostrarse humilde, hacer reverencias y tratar de usted a los demás si él era más poderoso que los cielos y tenía una autoridad ilimitada sobre la vida y la muerte. Cuando Símon habló de estas cosas con su madre, ella sacudió cansinamente la cabeza y le dijo, como siempre, que tuviera cuidado de no hacerle enfadar. Porque no importaba que fuera Símon, Tómas o Mikkelína quien hiciera saltar la chispa: Grímur siempre la tomaría contra ella.

A veces pasaban meses entre una agresión y otra, incluso un año, pero no cesaban, y en ocasiones el intervalo era menor. Semanas. Su virulencia variaba. Era un golpe que llegaba de la nada, en ocasiones una cólera incontrolable; entonces arrojaba a la madre al suelo y la emprendía a patadas.

No era sólo la violencia física la maldición que se cernía sobre la familia y el hogar. Sus insultos podían tener el mismo efecto que un latigazo en el rostro. Despreciaba a Mikkelína, esa miserable inválida. Se burlaba de Tómas porque seguía mojando las sábanas por las noches. Y Símon era un vago de mil demonios. Todos intentaban cerrar los oídos.

A Grímur le daba igual que sus hijos lo viesen arremeter contra su madre, denigrarla con palabras que herían como navajas.

En los intervalos se preocupaba de ellos poco o nada. En general, hacía como si no existieran. En ocasiones se ponía a jugar con los chicos, e incluso dejaba ganar a Tómas. Algunas veces, los domingos, se iban todos a dar un paseo a pie hasta Reykjavik y les compraba golosinas. Unas cuantas veces, dejó incluso que los acompañara Mikkelína, y les organizaba el transporte en el camión del carbón para que no tuvieran que cargarla colina arriba. En aquellas excursiones, infrecuentes, ya que podía transcurrir un largo tiempo de una a otra, Símon veía a su padre casi como un ser humano. Casi como un padre.

En las escasas ocasiones en que Símon no veía a su padre como un déspota, le parecía misterioso e incomprensible. Era capaz de sentarse a la mesa de la cocina y tomar café y observar a Tómas jugar en el suelo, y pasaba la palma de la mano por la superficie de la mesa y le pedía a Símon, que iba a salir de casa cruzando la cocina, que le diera más café. En una ocasión, mientras éste le echaba el café en la taza, dijo:

– Me pongo tan furioso cuando lo pienso…

Símon se detuvo con la cafetera en las manos y se quedó en silencio a su lado.

– Me pongo furioso -dijo pasando la mano por la mesa.