Símon retrocedió despacio y depositó la cafetera sobre el fogón.
– Me pongo tan furioso cuando veo a Tómas jugando en el suelo -continuó-. Yo no era mucho mayor que él.
Símon nunca se había imaginado a su padre más joven que él mismo, no concebía que hubiera sido distinto. Ahora, de repente, se convertía en un niño igual que Tómas, y Símon contempló una imagen completamente diferente de su padre.
– Tómas y tú sois amigos, ¿verdad?
Símon asintió.
– ¿No es verdad? -repitió.
Símon dijo que sí.
Su padre seguía pasando la mano por la superficie de la mesa.
– Nosotros también éramos amigos.
Y luego dijo:
– Era una mujer. Me enviaron para allá. A la misma edad que Tómas. Estuve allí muchos años.
Volvió a callar.
– Y su marido.
Dejó de pasar la mano por la mesa y apretó el puño.
– Malditos monstruos. Malditos monstruos del demonio.
Símon retrocedió despacio, alejándose de él. Y entonces pareció que su padre se calmaba de nuevo.
– Ni yo mismo lo entiendo -dijo-. Y es superior a mí.
Terminó el café, se puso en pie, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Al pasar levantó a Tómas del suelo y se lo llevó consigo.
Símon percibió un cambio en su madre al pasar los años, y él mismo fue haciéndose mayor y madurando, a medida que su sentido de la responsabilidad aumentaba. Ella no cambió con la misma rapidez que Grímur cuando sufría aquella transformación repentina y parecía un ser humano; al contrario: el cambio de su madre fue extraordinariamente gradual y sutil y se produjo a lo largo de un prolongado período de tiempo que duró muchos años; y gracias a que su sensibilidad era mayor de lo habitual, Símon advirtió el significado de aquel cambio. Si persistía en cambiar, tanto o más peligroso sería para ella misma, quizá tanto como Grímur, e inevitablemente, Símon tendría que intervenir de una forma u otra antes de que fuera demasiado tarde. Mikkelína era demasiado débil y Tómas demasiado pequeño. Sólo él podía ayudarla.
Símon no comprendía plenamente lo que anunciaba aquel cambio, pero sus presentimientos se habían hecho más fuertes desde que Mikkelína pronunció su primera palabra. El progreso de Mikkelína alegró indeciblemente a su madre; por un instante fue como si se hubiera aliviado de su pesadumbre, y sonreía y la abrazaba a ella y a los dos chicos, y enseñaba a hablar a la niña y se alegraba con sus más mínimos progresos.
Pero al cabo volvió a su estado de ánimo habitual, recobrando la pesadumbre, más angustiosa aún que antes. A veces se sentaba en el borde de la cama, en el dormitorio, con la mirada perdida en el infinito, y así pasaba las horas una vez que había acabado de limpiar la casa para que no se viera ni una mota de suciedad en ninguna parte. Miraba al infinito con cierta desventura silenciosa, con los ojos medio cerrados, con un gesto de tan infinita tristeza, tan infinitamente sola en el mundo…
Una vez, un día que Grímur la había golpeado en el rostro y se había marchado como una exhalación, Símon se acercó a ella; tenía el cuchillo de trinchar en una mano, y la otra con la palma hacia arriba, y se pasaba la hoja lentamente por la muñeca. Cuando se dio cuenta de su presencia, sonrió levantando lentamente un lado de la boca y volvió a dejar el cuchillo en el cajón.
– ¿Qué hacías con el cuchillo? -preguntó Símon.
– Ver si corta bien. A tu padre le gusta que los cuchillos estén bien afilados.
– Es completamente distinto en la ciudad -dijo Símon-. Allí no es malo.
– Lo sé.
– Allí está contento y sonríe.
– Sí.
– ¿Por qué no es así en casa, con nosotros?
– No lo sé.
– ¿Por qué es tan malo en casa?
– No lo sé. Se siente mal.
– Ojalá fuera distinto. Ojalá estuviera muerto.
Su madre lo miró.
– Eso no. No hables como él. No pienses eso. Tú no eres como él y no lo serás nunca. Ni tú ni Tómas. Nunca. ¡Entérate! Te prohibo pensar en eso. No seas así.
Símon miró a su madre.
– Háblame del papá de Mikkelína -dijo.
Algunas veces, Símon la había oído hablar de él a Mikkelína, y se imaginaba cómo sería el mundo de su madre si aquel hombre no hubiera muerto. Se imaginaba que él mismo era hijo de aquel hombre, se imaginaba una vida de familia en la que su padre no era un monstruo sino un amigo y un compañero que trataba con cariño a sus hijos.
– Murió -dijo su madre, y en su voz se adivinaba cierto tono de reproche-. Y ya basta del tema.
– Pero él era distinto -dijo Símon-. Tú serías distinta.
– ¿Si él no se hubiera ido? ¿Si Mikkelína no hubiera enfermado? ¿Si yo no hubiera conocido a tu padre? ¿De qué sirve pensar así?
– ¿Por qué es tan malo?
Se lo había preguntado ya muchas veces, y en ocasiones ella le respondía y en otras se limitaba a callar como si llevara años buscando una respuesta a esa pregunta sin conseguir atisbarla. Miraba al infinito como si Símon no estuviera a su lado, como si estuviera sola hablando consigo misma, triste, cansada, lejana, como si nada de lo que dijera pudiera tener ya la menor importancia.
– No lo sé. Sólo sé que no es culpa nuestra. No es culpa nuestra. Es algo que lleva dentro. Al principio me culpaba a mí misma. Buscaba algo que yo pudiera haber hecho mal para provocar su enfado, e intentaba corregirme. Pero nunca supe lo que era: daba igual lo que yo hiciera, no servía de nada. Hace mucho que he dejado de culparme a mí misma y no quiero que ni tú ni Tómas ni Mikkelína penséis que si él se comporta como lo hace es por culpa vuestra. Aunque os insulte y os chille toda clase de barbaridades. No es culpa vuestra. -Miró a Símon-. La poca autoridad que tiene él en este mundo la tiene sobre nosotros, y no está dispuesto a perderla. No quiere perderla nunca jamás.
Símon miró el cajón donde estaba guardado el cuchillo de trinchar.
– ¿No hay nada que podamos hacer?
– No.
– ¿Qué pensabas hacer con el cuchillo?
– Ya te lo he dicho. Comprobar si estaba bien afilado. A él le gusta tenerlos bien afilados.
Símon perdonó la mentira a su madre, porque sabía que, como siempre, estaba intentando protegerlo, cuidarlo, procurando que su vida se viera afectada lo menos posible por aquel espantoso mundo familiar.
Cuando Grímur llegó a casa esa tarde, sucio de carbón de arriba abajo, estaba de un buen humor que no era habitual en él y se puso a hablar con su mujer de algo que había oído en Reykjavik. Se sentó en el taburete de la cocina, exigió su café y dijo que habían estado hablando de ella mientras transportaban el carbón, y que la gente decía que ella era uno de aquéllos.
Uno de aquellos niños del fin del mundo engendrados en el gasómetro.
Ella le dio la espalda a Grímur y preparó café sin decir ni una palabra. Símon estaba sentado a la mesa de la cocina. Tómas y Mikkelína se encontraban fuera.
– ¡En el gasómetro!
Y Grímur rió con una risa asquerosa y ronca. De vez en cuando tosía y escupía saliva negra de carbón, y tenía los ojos rodeados de negro, y también la boca y las orejas.
– ¡En la orgía del fin del mundo en el maldito gasómetro! -gritó.
– Eso no es cierto -dijo ella en voz baja.
Símon se sobresaltó porque nunca, en ninguna ocasión, estando él presente, su madre había contradicho a Grímur. La miró fijamente y sintió un escalofrío entre la piel y la carne.
– Follaron y jodieron toda la noche porque creían que el mundo se iba a acabar, y así te engendraron a ti, pobrecilla.
– Eso es mentira -dijo ella con más decisión que antes, sin levantar la mirada de la pila del fregadero.
Se dio la vuelta hacia Grímur y dobló la cabeza sobre el pecho, levantando los hombros como si quisiera ocultarse entre ellos.
Grímur había dejado de reír.
– ¿Me estás llamando mentiroso?