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– ¡Tú no intentaste una puta mierda! ¿Qué intentaste tú? Nada. Nada de nada. Te largaste como un miserable.

– Yo nunca te he despreciado -objetó-. Estás equivocada. No comprendo por qué lo dices.

– Claro que sí. Claro que me desprecias. Por eso te fuiste. Porque no somos importantes. Tan asquerosamente poco importantes que no nos aguantabas. ¡Pregúntale a mamá! Ella lo sabe muy bien. Ella dice que todo es culpa tuya. Absolutamente todo. Culpa tuya. También que yo sea como soy. ¿Qué te parece eso, señor dios cabrón todopoderoso?

– Lo que dice tu madre no es justo. Está amargada y enfurecida y…

– ¡Amargada y enfurecida! Si supieras lo espantosamente enfurecida y amargada que está y cuánto te odia, lo mismo que a sus hijos, porque tú no te largaste por su culpa, cabrona de virgen María, sino por la nuestra. De Sindri y mía. ¡Entérate, gilipollas de mierda! ¡Entérate, gilipollas de mierda…!

– Erlendur…

– ¿Qué?

– ¿Te pasa algo?

– No, no. Todo va bien.

– Voy a ver a la hija de Róbert -dijo Elinborg moviendo una mano delante de los ojos de Erlendur, como si lo sacara de un trance-. ¿Vas tú a la embajada británica?

– Sí.

– Le diremos al médico de distrito que venga a echar un vistazo a los huesos en cuanto salgan a la superficie. Skarphédinn no entiende ni papa. Cada vez me recuerda más a uno de esos tipos tan raros de los cuentos de los hermanos Grimm.

Capítulo 13

Antes de dirigirse a la embajada británica, Erlendur fue a Vogar y aparcó su coche cerca del sótano donde en tiempos vivió Eva Lind y donde él había empezado su búsqueda. Pensaba en la niña con quemaduras que había encontrado en el apartamento. Se la habían quitado a su madre y había quedado a cargo del servicio de Asistencia a la Infancia. El hombre con quien vivía era el padre de la criatura. Una investigación de rutina puso en claro que la madre había ingresado dos veces en Urgencias a lo largo del año anterior, en una ocasión con un brazo roto, y en la otra con diversas contusiones; según ella, un accidente.

Otra comprobación rutinaria mostró que el compañero de la mujer constaba varias veces en los archivos de la policía. Aunque nunca por actos violentos. Tenía acusaciones por robo con allanamiento y por venta de estupefacientes, y se encontraba a la espera de juicio. Había estado una vez en prisión por reincidencia en delitos menores. Uno de ellos, un robo en un quiosco.

Erlendur estuvo un buen rato en el coche observando la puerta del apartamento. Reprimió sus deseos de fumar y estaba ya marchándose cuando se abrió la puerta. Salió un hombre acompañado de la nube de humo de un cigarrillo, que tiró al patio delantero de la casa. Era de estatura mediana, complexión fuerte y cabello largo y negro, e iba vestido de negro de pies a cabeza. El aspecto concordaba con la descripción de los archivos policiales. El hombre desapareció en la esquina y Erlendur se marchó en silencio.

La hija de Róbert recibió a Elinborg en la puerta. Elinborg le había telefoneado previamente. Se llamaba Harpa y estaba postrada en una silla de ruedas; sus piernas no eran sino piel y huesos, inertes, pero tenía el tronco y los brazos fuertes. Elinborg se llevó una sorpresa cuando le abrió la puerta, pero no dijo nada y ella la invitó a entrar. Dejó abierta la puerta y Elinborg entró y cerró. El apartamento era pequeño pero práctico pues estaba adaptado para su dueña: cocina y baño con instalaciones apropiadas, así como la sala, con las estanterías de libros a apenas un metro del suelo.

– Mis condolencias por el fallecimiento de tu padre -dijo Elinborg con cara de vergüenza, entrando en la sala detrás de Harpa.

– Muchas gracias -dijo la mujer de la silla de ruedas-. Ya era muy anciano. Espero no llegar a ser tan vieja como él. Lo último que querría sería acabar enferma en una institución y pasarme años esperando la muerte. Irme pudriendo en vida.

– Estamos investigando sobre unas personas que podrían haber vivido en una casa de veraneo en lo alto de Grafarholt, en la parte norte -dijo Elinborg-. No muy lejos de vuestra residencia. Fue en algún momento en torno a los años de la guerra, o durante el transcurso de ésta. Hablamos con tu padre justo antes de su muerte, y nos contó que recordaba a una familia de aquella casa, aunque desgraciadamente no nos pudo contar mucho más.

Elinborg pensó sin querer en la mascarilla que cubría el rostro de Róbert. En sus dificultades para respirar y en sus manos exangües.

– Hablas de los huesos que han encontrado ¿verdad? -dijo Harpa arreglándose el cabello, que le había caído sobre la frente-. De los que hablaron en la televisión.

– Sí, hemos encontrado un esqueleto en ese lugar y estamos intentando averiguar de quién puede ser. ¿Tú recuerdas a la familia que mencionó tu padre?

– Yo tenía siete años cuando estalló la guerra -dijo Harpa-. Recuerdo a los soldados en Reykjavik. Vivíamos en Laugavegur, pero no recuerdo nada con claridad. Estaban también allí en la colina. En la parte sur. Levantaron barracones y un bunker. Había un tubo de cañón que sobresalía un montón. Todo de lo más espectacular. Nos tenían prohibido ir allí, a mi hermano y a mí. Recuerdo que todo estaba rodeado por una valla. Alambre de espino. No subíamos con mucha frecuencia. Pasábamos mucho tiempo en la residencia que construyó mi padre, pero solamente en verano, y naturalmente había gente en las casas de alrededor pero no nos conocíamos mucho.

– Tengo entendido, por lo que dijo tu padre, que había tres chavales en aquella casa. Podrían tener tu edad, más o menos. -Elinborg apartó los ojos de Harpa y miró la silla de ruedas-. Aunque quizá tus movimientos estuvieran limitados.

– Qué va -dijo Harpa dando un golpecito a la silla de ruedas-. Esto sucedió más tarde. Un accidente de coche. Tenía treinta años. No recuerdo ver a chicos en la colina. Recuerdo a otros chicos, pero no de allí.

– Hay unos groselleros cerca del lugar donde estuvo la residencia de veraneo donde encontramos los huesos. Tu padre habló de una mujer que iba por allí, entiendo que más tarde. Frecuentaba aquel lugar y, según dijo, iba vestida de verde y estaba torcida.

– ¿Torcida?

– Eso fue lo que me dijo, o más bien lo que escribió.

Elinborg sacó el papel donde Róbert había escrito y se lo pasó a Harpa.

– Parece haber sido mientras seguíais teniendo la residencia de veraneo allí -continuó Elinborg-. Tengo entendido que la vendisteis hacia mil novecientos setenta.

– Setenta y dos -dijo Harpa.

– ¿Recuerdas a esa mujer?

– No, y mi padre no me habló de ella. Siento mucho no poder serviros de ayuda, pero nunca vi a esa mujer, ni sé nada de ella, ni recuerdo en ese lugar a la gente de quien hablas.

– ¿Te imaginas lo que quería decir tu padre con la palabra «torcida»?

– Lo que significa, ni más ni menos. Él siempre decía lo que quería decir, sin error. Era un hombre muy preciso. Un buen hombre. Fue muy bueno conmigo después del accidente. Mi marido me abandonó. Aguantó tres años después del accidente, luego se largó.

Elinborg tuvo la sensación de que había sonreído, pero permanecía seria.

Un funcionario de la embajada británica recibió a Erlendur con tan exquisita amabilidad y diplomacia que casi contestó con una reverencia. Se trataba del secretario. Era de elevada estatura y delgado, vestido con un traje de chaqueta impecable y unos zapatos de charol relucientes, y hablaba un islandés desprovisto de errores, para gran alegría de Erlendur, que hablaba mal el inglés y lo comprendía peor. Respiró con alivio al saber que sería el secretario quien hablara como un niño en su conversación.

El despacho estaba tan impecable como su ocupante, lo que a Erlendur le hizo pensar en su oficina, que siempre parecía que acabara de sufrir un bombardeo. El secretario, que se llamaba Jim, le ofreció asiento.