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Ella le dijo que estaba harta de servir en casa del comerciante. Era un avaro que fastidiaba constantemente a las sirvientas, y su mujer era una bruja que empleaba mano dura. No había hecho aún planes de a qué se iba a dedicar. Nunca había pensado en el futuro. No conocía otra cosa que el duro bregar desde la niñez. Para ella, la vida no era mucho más.

Él solía ir a casa del comerciante y era un huésped frecuente en la cocina. Una cosa condujo a la otra y ella le habló de su hija. Él respondió que ya lo sabía, que se había informado acerca de ella. Fue la primera vez que constató que estaba interesado en conocerla mejor. Le comentó que pronto iba a cumplir los tres años y fue a buscar a la niña, que jugaba con los hijos del comerciante en la parte de atrás.

Cuando hubo vuelto con ella, él le preguntó si había sido fruto de un desliz y sonrió circunspecto. Más tarde utilizaría contra ella, para aniquilarla, lo que él llamaba, sin compasión, su ligereza de cascos. A la niña nunca la llamó por su nombre, siempre utilizaba apodos; la llamaba «hijaputilla» y «gusarapo».

Pero la niña no era fruto de un «desliz». El padre de la niña era un marinero que se había ahogado en Kollafjórdur. Sólo tenía veintidós años de edad cuando su barco se vio envuelto en un temporal y murieron él y tres tripulantes más. Ella tuvo noticia de su muerte al mismo tiempo que del embarazo. No llegaron a casarse, de modo que no podía considerarse exactamente una viuda. Tenían planeada la boda pero él murió antes y la dejó sola con una hija natural.

El joven estaba sentado en la cocina, escuchando su historia, y la niña se apretaba contra ella. No era tímida, por regla general, pero se agarraba con fuerza a la falda de su madre y no se atrevió a soltarse cuando él le dijo que se acercara. Sacó un caramelito del bolsillo y extendió la mano hacia ella, pero la niña se enzarzó aún más en la falda y empezó a llorar: quería volver con los demás. Pero sí le encantaban los caramelos.

Dos meses más tarde, le propuso matrimonio. La proposición no tuvo nada de romántica, no se parecía a las que ella conocía por los libros. Habían salido varias tardes, habían asistido a fiestas, habían paseado por la ciudad e iban al cine a ver películas de Charlot. Ella se reía de buena gana con el pequeño vagabundo y miraba al joven, que no dejaba escapar ni una sonrisa. Una tarde, al salir del cine, cuando estaban esperando el autobús que iba al centro, él le preguntó si no deberían casarse. La atrajo hacia sí.

– Quiero que nos casemos -dijo.

Ella se quedó de lo más confusa, aunque no sucedía sino lo que ya estaba esperando, según reconoció mucho más tarde, pero aquello no era una proposición de matrimonio y en ningún momento le preguntó si ella lo deseaba también.

«Quiero que nos casemos.»

Ella ya había considerado la posibilidad de que le propusiera matrimonio. En realidad, su relación no había llegado aún tan lejos, pero la niña necesitaba un hogar. También ella quería ocuparse de un hogar que fuera suyo. Tener más hijos. No habían sido muchos los que se habían interesado por ella. Quizá por culpa de la niña. Quizá, pensaba, no tenía suficientes atractivos femeninos, pues era de baja estatura y un tanto regordeta, el rostro de rasgos grandes, los dientes un poquitín salidos hacia delante, las manos pequeñas y marcadas por el trabajo, y que nunca parecían estar quietas. Quizá no recibiría nunca una proposición mejor.

– ¿Qué me contestas? -preguntó él.

Ella asintió con la cabeza. Él le dio un beso y se abrazaron. Poco más tarde se celebró la boda en la iglesia de Mosfell. Asistió poca gente: ellos dos, los amigos de la granja donde trabajaba él y dos amigas de ella de Reykjavik. El sacerdote los invitó a merendar después de la ceremonia. Ella le había preguntado por su familia, pero él no contó casi nada. Según dijo no tenía hermanos, su padre había muerto al poco de nacer él y su madre no tenía medios para mantenerlo, así que lo envió con una familia adoptiva. Vivió en diversas granjas hasta que empezó a trabajar en la de Kjós. Él no mostró interés alguno por saber algo de la familia de ella. No parecía tener curiosidad por el pasado. Ella le dijo que los dos andaban por un igual, pues no sabía quiénes eran sus padres. Fue niña de acogida y creció mal que bien en un hogar tras otro de Reykjavik, hasta que acabó sirviendo en casa del comerciante. Él asintió con la cabeza.

– Empezaremos de nuevo -dijo-. Olvidemos el pasado.

Alquilaron una pequeña vivienda en un sótano en la calle Lindargata, que consistía en la sala y una cocina. El excusado estaba fuera, en el patio. Ella dejó el trabajo en casa del comerciante. Él buscó un trabajo en el puerto, para empezar, hasta conseguir plaza en un barco. Soñaba con embarcarse.

Estaba junto a la mesa de la cocina sujetándose el vientre con las manos. Lo esperaba de todo corazón. No se lo había dicho a él pero estaba segura de estar embarazada. Habían hablado de tener hijos, pero no estaba segura de los deseos de su esposo, tan poco comunicativo era. Ya tenía decidido cómo se llamaría el niño si era un varón. Quería un varón. Se llamaría Símon.

Había oído hablar de hombres que pegaban a sus mujeres. Había oído de mujeres que vivían sometidas a la violencia de sus esposos. Había oído historias. No creía que él pudiera ser uno de ésos, que pudiera hacer aquello. Aquello tenía que ser algo casual, se dijo a sí misma. Le vino el pronto de que ella estaba tonteando con Snorri, pensó: «Tengo que andarme con cuidado para que no se repita».

Se limpió la cara y se sonó la nariz. Qué furia la del marido. Había salido como una tromba, pero volvería enseguida y le pediría perdón. No podía comportarse con ella de aquella forma. No podía ser. No debía hacerlo. Entró furiosa en el dormitorio para atender a su hija Mikkelína, Había despertado con fiebre por la mañana, pero había dormido casi todo el día y aún seguía haciéndolo. La cogió en brazos y notó que estaba ardiendo de fiebre. Se sentó con ella en el regazo y empezó a canturrear en voz baja, aún aturdida y ensimismada tras la agresión.

Al pasar la barca,

me dijo el barquero:

las niñas bonitas

no pagan dinero.

La niña respiraba muy deprisa. La pequeña caja torácica subía y bajaba y emitía un silbido por la nariz. Tenía el rostro rojo. Intentó despertar a Mikkelína pero ésta no reaccionó.

Dejó escapar un gemido.

La niña estaba muy enferma.

Capítulo 2

Fue Elinborg quien recibió la notificación del hallazgo de unos huesos en el barrio del Milenario. Era la única que quedaba en la oficina, y estaba a punto de marcharse cuando sonó el teléfono. Vaciló un instante, miró al reloj, luego otra vez al teléfono. Tenía invitados a cenar esa noche, había tenido todo el día un pollo macerándose en tandoori. Dejó escapar un profundo suspiro y cogió el teléfono.

Elinborg tenía una edad indefinible, en algún lugar entre los cuarenta y los cincuenta, entrada en carnes aunque sin ser gruesa, y era muy glotona. Estaba divorciada y tenía cuatro hijos, entre ellos uno adoptivo que ya no vivía en casa. Se había vuelto a casar con un mecánico de automóviles que compartía con ella el amor por la comida, y vivía con él y sus tres hijos en un adosado en Grafarvogur. Tenía un viejo título de licenciada en Geología pero nunca se había dedicado a esa profesión. Empezó a trabajar en la policía de Reykjavik durante los veranos como sustituta, y acabó por quedarse allí. Era una de las pocas mujeres de la brigada de investigación.

Sigurdur Óli estaba en medio de una desenfrenada relación sexual con su compañera, Bergthóra, cuando empezó a sonar su busca. Lo llevaba sujeto al cinturón de sus pantalones, y los pantalones estaban en el suelo de la cocina, de donde surgía el insoportable pitido. Seguro que no se detendría hasta que se levantara de la cama. Había salido pronto del trabajo. Bergthóra había llegado a casa antes que él y lo había recibido con un profundo y apasionado beso. Una cosa llevó a la otra y dejó los pantalones en la cocina, desconectó el teléfono y apagó el móvil. Se olvidó del busca.