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– ¿No los plantaste tú? ¿O Ellý, tu mujer?

– No, nosotros no los plantamos. Estaban allí cuando llegamos.

– ¿Tienes alguna idea de a quién pueden pertenecer los huesos que encontramos allí mismo? -preguntó Erlendur.

– ¿Es por lo que habéis venido? ¿Para saber si he matado a alguien?

– Pensamos que el cuerpo lo enterraron allí en los años de la guerra, más o menos -explicó Erlendur-. Tú no eres sospechoso de ningún crimen. En absoluto. ¿Hablaste alguna vez con Benjamín sobre las personas que vivieron antes que vosotros allí?

– Claro -dijo Höskuldur-. Le mencioné, al pagar la renta, lo bien que estaba la casa, y alabé a la gente que estuvo antes que nosotros. Él no se mostró muy interesado. Un hombre de lo más misterioso. Perdió a su mujer. Se tiró al mar, eso es lo que oí decir.

– Su novia. No estaban casados. ¿Recuerdas a los ingleses que había en la colina? -preguntó Erlendur-. ¿O a los yanquis más bien, a finales de la guerra?

– Estaba todo atestado de ingleses desde que llegaron aquí en 1940. Construyeron barracones al otro lado de la colina y dispusieron un cañón para defender Reykjavik de cualquier incursión. A mí siempre me pareció una broma, pero Ellý dijo que no había que reírse de esas cosas. Luego los ingleses se fueron y los relevaron los yanquis. Eran ellos los que estaban allí cuando me instalé yo. Los ingleses se habían ido hacía tiempo.

– ¿Tuviste trato con ellos?

– Marcaban unos límites muy claros. Ellos iban a lo suyo. No apestaban como los ingleses, según decía mi Ellý. Mucho más limpios y educados. Más simpáticos. Mucho más simpáticos. Como en las películas. Clark Gable. O Cary Grant.

Grant era inglés, pensó Erlendur, pero no se atrevió a corregir a aquel sabelotodo. Observó que Elinborg se contenía también.

– Y construyeron unos barracones mucho mejores -continuó Höskuldur tan tranquilo- que los que tenían los ingleses. Los yanquis echaban cemento en el suelo, en vez de usar maderas podridas como los tommies. Las vituallas eran mucho mejores. Tal como saben hacerlo los yanquis: mucho mejor y más limpio.

– ¿Sabes quiénes ocuparon la casa cuando Ellý y tú os marchasteis? -preguntó Erlendur.

– Sí, les enseñamos el lugar. Un trabajador de la granja de Gufunes con su esposa, dos hijos y un perro. Gente muy agradable aunque, por mucho que insistáis, no recuerdo sus nombres.

– ¿Sabes algo de las personas que estuvieron en la casa antes que tú, y que la dejaron en tan buen estado?

– Sólo lo que me contó Benjamín cuando fui a hablar con él de lo bien que estaba su casa, y que Ellý y yo no íbamos a ser menos.

Erlendur aguzó el oído y Elinborg se irguió en su silla. Höskuldur callaba.

– ¿Y? -dijo Erlendur.

– ¿Que qué me contó? Algo sobre la mujer.

Höskuldur calló de nuevo y tomó un sorbo de café. Erlendur esperó impaciente a que continuara su relato. La agitación de Erlendur no le había pasado inadvertida a Höskuldur, y sabía que tenía al policía a su merced. Era como si le hubiera puesto galletas en el hocico y él estuviera moviendo la cola, esperando la señal.

– Fue de lo más curioso, te lo aseguro -dijo Höskuldur.

Aquellos policías no se irían de su casa con las manos vacías. Nunca, de casa de Höskuldur. Volvió a sorber un poco de café y se tomó tiempo de sobra para hacerlo.

«Dios mío -pensó Elinborg-. ¿Este maldito viejo no piensa soltarlo de una vez?» Estaba ya harta de vejestorios que se le morían delante de los ojos o se hacían los importantes, con su vejez y su soledad.

– Pensaba que el marido la zurraba.

– ¿Que la zurraba? -repitió Erlendur.

– ¿Cómo se llama eso ahora? ¿Violencia doméstica?

– ¿Pegaba a su mujer? -dijo Erlendur.

– Eso decía Benjamín. Uno de esos malos bichos que zurran a su mujer, y hasta a los hijos. Yo jamás levanté un dedo contra mi buena Ellý.

– ¿Dijo cómo se llamaban?

– No, o si lo dijo, hace mucho lo olvidé. Pero me contó otra cosa en la que he pensado muchas veces desde entonces. Dijo que ella, la mujer de ese hombre, había sido engendrada donde el viejo gasómetro de Raudarárstígur. Ahí, en Hlemmur. O, por lo menos, eso era lo que decía la gente. Igual que decían que Benjamín había matado a su mujer. Bueno, a su novia.

– ¿Benjamín? ¿El gasómetro? ¿De qué estás hablando? -Erlendur no sabía de qué iba todo aquello-. ¿La gente decía que Benjamín había matado a su novia?

– Eso pensaban algunos en esa época. Él mismo me lo dijo.

– ¿Que la había matado?

– Se pensaba que le había hecho daño. No que la hubiera matado. Eso nunca me lo dijo. Yo no le conocía. Pero él estaba seguro de que la gente sospechaba de él, e incluso hablaban de celos.

– ¿Chismorreos?

– Todo chismorreos, claro. Vivíamos de ellos. Vivíamos de hablar mal del prójimo.

– Oye, por cierto, ¿qué es eso del gasómetro?

– Es el mejor chismorreo de todos. ¿No lo habéis oído nunca? La gente creía que iba a llegar el fin del mundo y se pasaron la noche haciendo guarradas donde el gasómetro, y dicen que de allí salieron varios niños, y que entre ellos estaba esa mujer, según el propio Benjamín. Los llamaron «los niños del fin del mundo».

Erlendur miró a Elinborg y luego otra vez a Höskuldur.

– ¿Me estás tomando el pelo? -preguntó.

Höskuldur sacudió la cabeza.

– Fue por el cometa. La gente creía que iba a chocar con la Tierra.

– ¿Qué cometa?

– ¡El Halley, hombre! -gritó el sabelotodo, indignado por la ignorancia de Erlendur-. ¡El cometa Halley! ¡La gente creía que caería sobre la Tierra y que la convertiría en cenizas!

Capítulo 15

Llegado el momento de la verdad, resultó que Höskuldur Thórarinsson no sabía mucho del asunto. Sólo lo que le habían contado pero, como suele suceder con los sabelotodos, aparentaba saber más, y dio vueltas y revueltas hasta que Erlendur se cansó de oírle y se despidió, de forma un tanto brusca.

Elinborg había localizado a la hermana de la novia de Benjamín y cuando salieron de casa de Höskuldur le dijo a Erlendur que iba a hablar con ella. Erlendur asintió y dijo que él iría a la Biblioteca Nacional e intentaría encontrar noticias de prensa sobre el cometa Halley.

– ¿Qué piensas de lo que nos contó Höskuldur? -preguntó Erlendur cuando estuvieron de nuevo sentados en el coche.

– Eso del gasómetro no tiene pies ni cabeza -respondió Elinborg-. Será interesante ver lo que encuentras al respecto. Lo que dijo sobre los chismorreos es totalmente cierto, en cambio. Tenemos una gran afición a hablar mal del prójimo. Pero no nos confirman si Benjamín fue o no un asesino.

– Sí, bueno, pero ¿cómo dice el refrán? Cuando el río suena, agua lleva.

– Un refrán -refunfuñó Elinborg-. Le preguntaré a la hermana. Dime otra cosa. ¿Cómo sigue Eva Lind?

– Está en la cama y parece plácidamente dormida. El médico dice que tengo que hablarle.

– ¿Hablarle?

– Cree que puede oír mi voz aunque esté en coma, y que es bueno para ella.

– ¿Y de qué le hablas?

– Todavía de nada -dijo Erlendur-. No tengo ni idea de qué decirle.

La hermana reconoció las habladurías pero rechazó con énfasis que cualquiera de ellas tuviese una pizca de verdad. Se llamaba Bára y era bastante más joven que la hermana desaparecida, vivía en una gran casa unifamiliar del elegante barrio de Grafarvogur, estaba casada con un comerciante al por mayor muy bien situado, y parecía muy rica, como dejaban ver los imponentes interiores, las espléndidas joyas y la arrogancia que mostraba hacia una desconocida como aquella inspectora de policía que había entrado hasta su salón. Elinborg, que le había contado por teléfono a grandes rasgos qué era lo que deseaba, pensó que aquella mujer nunca en su vida había tenido preocupaciones por culpa del dinero, que siempre habría podido permitirse lo que le apeteciera y que nunca había tenido que tratar con nadie que no perteneciera a su misma clase social. Probablemente hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparse por nada. Se le ocurrió pensar que aquélla también habría sido la existencia que se le presentaba a su hermana cuando desapareció.