– Mi hermana estaba tremendamente enamorada de Benjamín, lo que en realidad jamás logré comprender. Para mí, era de una sosez terrible. De buena familia, eso ni se discute. Los Knudsen son una de las familias más antiguas de Reykjavik. Pero él no era nada interesante.
Elinborg sonrió. No sabía a qué se refería. Bára se dio cuenta.
– Un soñador. Rara vez tenía los pies en la tierra, con sus grandes ideas sobre una revolución del comercio, que realmente acabó por producirse, y hace ya mucho tiempo, aunque a él no le resultara de ninguna utilidad. Y se llevaba bien con la gente vulgar. Sus sirvientas no tenían ni que tratarle de usted. Aunque ahora hace mucho que nadie se trata de usted en este país. Ya no quedan buenas maneras. Ni tampoco sirvientas.
Bára quitó con la mano el imaginario polvo de la mesa del salón. Elinborg observó los enormes cuadros colgados en un extremo del elegante salón, que representaban a los esposos en dos pinturas separadas. El hombre parecía un tanto abatido y cansado, incluso distraído. En cambio Bára aparecía con una sonrisita aduladora marcada en sus fuertes rasgos, y Elinborg no pudo menos que pensar que la triunfadora en aquel matrimonio era ella. Sintió lástima por él.
– Pero si piensas que fue él quien mató a mi hermana, estás completamente equivocada -dijo Bára-. Esos huesos de los que hablas no son de ella.
– ¿Cómo estás tan segura?
– Porque lo sé. Benjamín jamás le habría hecho daño a una mosca. Era así. Un autentico gallina. Un soñador, como he dicho. Se pudo comprobar también cuando desapareció ella. Se convirtió en nada, el pobre hombre. Dejo de atender a sus negocios. Dejo de asistir a fiestas. Dejo de hacerlo todo. Nunca se recuperó. Mamá le devolvió las cartas de amor que le había enviado a mi hermana. Había leído algunas, dijo que eran muy hermosas.
– ¿Estabas muy unida a tu hermana?
– No, no puedo decir que lo estuviera Que va. Yo era mucho más pequeña. Según recuerdo, ella era bastante mas adulta. Mi madre decía siempre que era como nuestro padre. Excéntrica y muy difícil. Melancólica. Hizo lo mismo que él.
Fue como si a Bára se le hubiera escapado la ultima frase sin querer.
– ¿Lo mismo? -dijo Elinborg.
– Sí -dijo Bára disgustada-. Lo mismo. Se suicidó -añadió como si fuera con ella-. Pero él no se limitó a desaparecer como ella. Que va. Se colgó en el comedor del gancho de la gran araña de cristal. A la vista de todos. No se preocupó ni lo más mínimo por la familia.
– Debió de ser difícil para vosotras -dijo Elinborg, por decir algo.
La señora Bára la miró con gesto de reproche, sentada como estaba enfrente de ella, como recriminándola por haber revivido aquel recuerdo.
– Sobre todo para ella. Se tenían mucho cariño. Eso marca, claro. Pobre chica.
Su voz pareció delatar compasión, pero tan sólo duró un instante.
– ¿Cuándo sucedió…?
– Unos años antes de que ella desapareciera -dijo Bára.
Y de pronto Elinborg tuvo la sensación de que estaba intentando ocultar algo. Que aquella frase estaba muy estudiada. Desprovista de cualquier sentimiento. Pero tal vez aquella mujer fuera así, y ya está. Presuntuosa, insensible y cargante.
– Hay que reconocer que Benjamín se portó bien con ella -continuó Bára-. Le escribía cartas de amor y cosas de ésas. En esa época, los novios acostumbraban a dar largos paseos a pie por Reykjavik. Lo suyo fue un cortejo habitual. Se conocieron en el hotel Borg, que por entonces era el lugar para las citas, y se visitaban en sus casas respectivas, daban paseos y hacían excursiones, y las cosas fueron sucediendo poco a poco, como sucede en todas partes con los jóvenes. Él pidió su mano y creo que faltaban algo más de dos semanas para la boda cuando ella desapareció.
– Tengo entendido que la gente decía que se había tirado al mar -dijo Elinborg.
– Sí, la gente insistía en eso. La buscaron por todo Reykjavik. Un montón de personas participaron en la búsqueda pero no encontraron ni rastro de ella, ni el menor rastro. Mi madre me lo contó. Mi hermana salió de nuestra casa por la mañana. Iba de compras y fue a varias tiendas, claro que no había tantas como ahora, pero no compró nada. Fue a ver a Benjamín a la tienda, salió y no se la volvió a ver. Él dijo que habían tenido una discusión. Por eso se culpaba a sí mismo de lo que pasó, y se lo tomó todo de una forma terrible.
– ¿Por qué en el mar?
– Algunos dijeron que habían visto a una mujer dirigirse a la playa, donde ahora termina la calle Tryggvagata. Llevaba un abrigo parecido al de mi hermana. Eran de estatura parecida. Y eso era todo.
– ¿Cuál fue el motivo de la discusión?
– Cualquier tontería. Algo relativo a los preparativos de la boda, según dijo Benjamín.
– Pero tú piensas que hubo algo más.
– No tengo ni idea.
– Y excluyes por completo que sean suyos los huesos de la colina.
– Lo excluyo. Sí. No tengo argumentos. No puedo demostrarlo. Pero me parece total y absolutamente absurdo. No puedo ni imaginarlo.
– ¿Sabes algo de la gente que alquiló la residencia de veraneo de Benjamín en Grafarholt? ¿De las personas que pudieron vivir allí durante los años de la guerra? Quizá se trate de una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos. ¿Tienes alguna idea?
– No, pero sé que durante todos los años de la guerra hubo gente en la casa, a consecuencia del problema de la vivienda que había por entonces.
– ¿Conservas algo de tu hermana, como un mechón de pelo, por ejemplo? ¿Tal vez en un guardapelos?
– No, pero Benjamín sí que tenía un mechón. Yo estaba delante cuando ella se lo cortó. Le había pedido un recuerdo antes de ir a pasar dos semanas de veraneo en el norte, en Fljót, donde tenemos parientes.
Elinborg telefoneó a Sigurdur Óli en cuanto entró en su coche. Éste acababa de salir del sótano de Benjamín tras un día largo y pesado, y ella le pidió que tuviera los ojos bien abiertos por si encontraba un mechón de pelo de la novia de Benjamín. Podría estar metido en un guardapelos bonito, añadió. Oyó suspirar a Sigurdur Óli.
– No seas así -dijo Elinborg-. Podemos aclarar el caso si encontramos el mechón de pelo. Así de simple.
Apagó el teléfono y se dispuso a marcharse, cuando una idea atravesó su cabeza y apagó el motor. Reflexionó un instante y se mordió el labio inferior, insegura. Y tomó la decisión.
Bára se extrañó al verla de nuevo cuando abrió la puerta.
– ¿Te has dejado algo? -preguntó.
– No, sólo una pregunta -dijo Elinborg vacilante-. Me marcho enseguida.
– Bueno, ¿de qué se trata? -preguntó Bára con impaciencia.
– Dijiste que tu hermana llevaba un abrigo el día que desapareció.
– Sí, ¿y qué?
– ¿Cómo era ese abrigo?
– ¿Cómo era? Un abrigo normal y corriente que le compró mi madre.
– Lo que quiero decir -aclaró Elinborg- es ¿de qué color era? ¿Lo sabes?
– ¿El abrigo?
– Sí.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, simple curiosidad -dijo Elinborg, que no quería entrar en más explicaciones.
– No lo recuerdo -dijo Bára.
– No, claro -dijo Elinborg-. Lo entiendo. Gracias y disculpa las molestias.
– Pero mi madre dijo que era verde.
Cambiaron muchas cosas en esos extraños tiempos.