Tómas había dejado de mojar las sábanas por la noche. Había dejado de enfurecer a su padre y por algún motivo que a Símon se le escapaba por completo, Grímur había comenzado a mostrar más atención que antes a su hermano pequeño. Quizá Grímur había cambiado desde que llegaron los soldados. O quizás era Tómas el que estaba cambiando.
Su madre nunca hablaba del gasómetro con el que Grímur la fastidiaba constantemente, hasta el punto de que ya casi se había aburrido de usarlo. Pobre bastarda, le decía, la llamaba «gasera», y hablaba del gran depósito donde se dedicaron a hacer toda clase de aberraciones la noche en que iba a ser destruida la Tierra, porque cuando el cometa chocara la haría pedazos. Símon no comprendía nada de todo aquello pero notaba que su madre se tomaba el asunto como algo muy personal. Aquellas palabras le dolían tanto como los golpes que le asestaba.
Una vez, al ir con Grímur a la ciudad, pasaron delante del gasómetro y Grímur señaló el gran depósito, rió y dijo que allí era donde habían engendrado a su madre. Y entonces rió todavía más. El gasómetro era uno de las mayores construcciones de Reykjavik y Símon se quedó extasiado. Decidió preguntarle a su madre sobre su relación con aquel gran depósito, que le despertaba una curiosidad incontrolable.
– No escuches las tonterías que dice -respondió ella-. Deberías saber cómo es. No hay que hacer caso de nada de lo que dice. No le hagas ni caso.
– Pero ¿qué sucedió en el gasómetro?
– Nada, que yo sepa. Es todo una invención suya. No sé dónde puede haber oído esas tonterías.
– Pero ¿dónde están tu madre y tu padre?
Ella calló y miró a su hijo. Durante toda su vida había luchado con aquella pregunta y ahora su hijo, en su inocencia, acababa de plantearla directamente y ella no tenía la menor idea de qué contestarle. No sabía quiénes eran sus padres, nunca lo había sabido. Cuando era más joven había hecho algunas indagaciones pero sin llegar a nada. Cuando intentaba recordar sus primeros años, se veía en una inclusa de Reykjavik, y cuando creció supo que no era hija ni hermana de nadie, y que estaba a cargo del municipio. Pensó muchas veces en aquellas palabras, pero hasta mucho más tarde no comprendió lo que significaban. Un día se la llevaron de la inclusa y fue a parar a casa de un matrimonio de edad, como una especie de asistenta domiciliaria, y cuando tuvo edad se colocó de sirvienta en casa del comerciante. Aquélla había sido toda su vida hasta que conoció a Grímur. Por eso siempre había echado de menos tener padres, un refugio, una familia, tíos y tías, y abuelos y abuelas, y hermanos y hermanas, y cuando paso de adolescente a mujer se preguntaba a menudo quienes serían sus padres. No sabía dónde buscar la respuesta.
Imaginó que habían perecido en un accidente. Aquello le servía de consuelo, porque no podía ni imaginar que hubieran abandonado a su hija. Se dijo que le habían salvado la vida pero ellos habían muerto. Incluso que habían sacrificado sus vidas por ella. Siempre pensó en ellos así. Como héroes que lucharon por sus propias vidas y por la de su hija. No podía ni imaginar que sus padres siguieran con vida. Era impensable.
Cuando conoció al marinero, el padre de Mikkelína, le convenció de que la ayudara a buscar la respuesta, y fueron de oficina en oficina pero en ningún sitio podía encontrarse dato alguno sobre ella excepto que era huérfana; su primera inscripción en el registro no mencionaba a los padres. La habían inscrito como huérfana. No hubo forma de encontrar su certificado de nacimiento. Fue con el marinero a ver a la familia de acogida y preguntaron a su madre adoptiva si recordaba algo, pero no fue capaz de darles una respuesta «Pagaron para que te acogiéramos -les dijo-. Un dinero que no nos venía nada mal.» Nunca había preguntado por el origen de la muchacha
Hacia ya muchos años que había dejado de hacerse preguntas sobre sus padres, cuando Grimur apareció un día asegurando que había descubierto quienes eran sus padres y como la habían engendrado, y ella le miró a los ojos cuando habló de la orgía del gasómetro.
Miro a Símon y todos aquellos pensamientos del pasado volvieron a su mente, estuvo a punto de decir algo importante pero se contuvo y le dijo que no estuviera siempre preguntando esas cosas.
La guerra rugía por el mundo y había llegado incluso a lo alto de la colina, al lado opuesto, donde los soldados ingleses habían empezado a construir casas con forma de pan que se llamaban barracones. Símon no comprendía la palabra. Se dedicaban a la «intendencia».
A veces iba con Tómas al otro lado de la colina a ver lo que hacían los soldados. Éstos llevaron allí maderas, grandes cabrios para los tejados, chapas de cinc y material para vallas, rollos de alambre de espino y sacos de cemento, y una hormigonera y un buldózer para socavar la tierra donde iban a levantar los barracones. Y construyeron un bunker de hormigón abierto hacia el oeste, hacia Grafarvogur, y un día los hermanos vieron a los ingleses subiendo un gran cañón colina arriba. El tubo del cañón se elevaba muchos metros en el aire; metieron el cañón en el bunker, y asomaba inmenso por una abertura, dispuesto a bombardear al enemigo, los alemanes, que habían empezado la guerra y mataban a todo el que pillaban, incluso a niños pequeños como ellos.
Los soldados levantaron una valla alrededor de los barracones, que eran ocho y se construyeron en un abrir y cerrar de ojos, y colocaron un portón y un cartel que decía, en islandés, que quedaba terminantemente prohibida la entrada a toda persona no autorizada. Al lado había una caseta en donde mañana y noche había un soldado con un fusil. Los soldados no prestaban ninguna atención a los chicos, que tenían la precaución de mantenerse a una distancia prudente. Cuando hacía buen tiempo y lucía el sol, Símon y Tómas llevaban a su hermana al otro lado de la colina y la tumbaban sobre el musgo para que viera lo que estaban construyendo los soldados y para enseñarle el cañón que sobresalía del bunker. Mikkelína miraba todo lo que se ofrecía a sus ojos en silencio y pensativa, y Símon tuvo la sensación de que lo que veía le daba miedo. Los soldados y el gran cañón.
Los soldados vestían uniformes de color verde musgo con correajes, y fuertes botas negras que se ataban hasta las pantorrillas, y a veces un casco en la cabeza, y fusiles y pistolas en fundas sujetas al cinturón. Cuando hacía calor, se quitaban las guerreras y las camisas y trabajan al sol, desnudos de cintura para arriba. A veces había maniobras en la colina, y entonces los soldados se escondían, salían corriendo y se tiraban al suelo disparando sus armas. Por las noches llegaban desde el campamento ruidos y música. A veces, la música salía de un aparato que chirriaba, y la canción tenía un sonido metálico. Otras veces eran ellos quienes entonaban en plena noche canciones de su patria, Inglaterra, y Grímur decía que era una gran potencia.
Le contaron a su madre todo lo que pasaba al otro lado de la colina, y no mostró demasiado interés en ello. Pero una vez la llevaron hasta lo alto de la colina, donde se pasó un buen rato mirando el campamento de los ingleses, y cuando volvió a casa habló de complicaciones y peligros y prohibió a los chicos que rondaran por donde estaban los soldados, porque nunca se sabía lo que podía pasar con gente armada, y no quería que les sucediera nada.
Al cabo de un tiempo, llegaron al campamento de intendencia los americanos, y casi todos los ingleses se fueron. Grímur dijo que los habían enviado a todos a la muerte, y que los yanquis se lo pasarían muy bien en Islandia y que no tenían de qué preocuparse.
Grímur dejó el transporte de carbón y empezó a trabajar para los yanquis de la colina, porque allí había dinero y trabajo de sobra. Un día iba caminando por la colina, preguntó si necesitaban a alguien en el campamento de intendencia y sin ningún problema le dieron un puesto en el almacén y la cantina. A partir de entonces cambió considerablemente la disponibilidad de alimentos en su casa. Grímur llevó un día una lata roja con una llavecita. Levantó el metal de la tapa con la llave y volcó cuidadosamente el contenido hasta que un pedazo de carne color rosa cayó sobre el plato, rodeado de una gelatina transparente que temblaba y estaba deliciosamente salada.