– ¿Hay algo que fuera propiedad de su novia en el sótano?
– ¿Para qué queréis un mechón de pelo suyo? -preguntó Elsa en lugar de responder, mirándolo con ojos interrogantes.
Sigurdur Óli titubeó. No sabía lo que le había podido decir Erlendur. Ella misma le solucionó el problema.
– Así podréis comprobar si es ella la que está enterrada en la colina -dijo-. Necesitáis algo suyo. Así podríais hacer pruebas de ADN y comprobar si es ella la que está allí enterrada y, si es ella, entonces pensaréis que fue mi tío quien la metió allí, y que él fue su asesino. ¿No es eso?
– Estamos comprobando todas las posibilidades -dijo Sigurdur Óli, que bajo ninguna circunstancia quería hacer enfadar a Elsa, como había hecho con Bergthóra apenas media hora antes. Aquel día no empezaba bien. Nada bien.
– El otro día vino por aquí el otro policía, ese tan triste, y dio a entender que Benjamín podía ser culpable de la muerte de su novia. Y ahora queréis comprobarlo con un mechón de pelo. No entiendo que se os ocurra pensar que Benjamín pudiera matar a esa mujer. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué motivos tenía para una cosa así? Ninguno. Ninguno en absoluto.
– No, claro que no -dijo Sigurdur Óli para calmarla-. Pero tenemos que averiguar de quién son los huesos y por qué están allí enterrados, y hasta el momento disponemos de muy pocas pistas, aparte de que Benjamín tenía una casa allí y de que su novia desapareció. Tú misma debes de sentir curiosidad. Tú misma tienes que desear saber de quién son los huesos.
– Yo no estoy tan segura -dijo Elsa, que parecía haberse tranquilizado.
– Pero tengo que seguir buscando en el sótano -dijo Sigurdur Óli.
– Sí, sí, naturalmente. No tengo ninguna intención de impedirlo.
Sigurdur Óli terminó su té y descendió al sótano pensando en Bergthóra. Él no tenía guardado ningún mechón de pelo suyo en un guardapelo, porque estaba convencido de que no necesitaba nada para recordarla. Ni siquiera llevaba una foto suya en la cartera, como otros hombres que conocía, que iban siempre con fotos de la esposa y los hijos. No se sentía bien. Tenía que hablar calmadamente con Bergthóra. Aclarar las cosas.
No quería acabar como Erlendur.
Sigurdur Óli estuvo buscando entre las pertenencias de Benjamín Knudsen hasta avanzado el día, y luego se pasó un momento por un local de comida rápida, compró una hamburguesa y se la comió mientras leía los periódicos y se tomaba un café. Regresó al sótano hacia las dos y maldijo la obcecación de Erlendur. No había encontrado ni la más mínima cosa que pudiera explicar la desaparición de la novia de Benjamín, ni quiénes más habían alquilado su casa durante los años de la guerra. No había encontrado el mechón de pelo de cuya existencia estaba Elinborg tan segura, merced a su lectura de novelas rosas. Era el segundo día que Sigurdur Óli se pasaba en el sótano, y estaba decidido a negarse a continuar con aquella estupidez.
Elsa le esperaba y le invitó a sentarse. Él buscó rápidamente alguna excusa, pero no fue suficientemente hábil para rechazar la invitación sin mostrarse desconsiderado, así que la acompañó al salón.
– ¿Encontraste algo ahí abajo? -preguntó ella.
Sigurdur Óli sabía que en realidad no era simple amabilidad, como intentaba aparentar la mujer, sino que pretendía sonsacarle información. Pensó por un instante que podía sentirse sola, según la sensación que había tenido a los pocos minutos de poner el pie en aquella tétrica casa.
– No he encontrado el mechón -dijo Sigurdur Óli dando un sorbo de té, que estaba ya frío.
Le había estado esperando. La miró e intentó imaginar qué estaba pasando.
– ¿Estás casado? Perdona, naturalmente eso no es asunto mío.
– No, o sea, sí, no, casado no, pero vivo con una persona -dijo Sigurdur Óli con cierta inseguridad.
– ¿Y tienes hijos?
– No, no tengo hijos -dijo Sigurdur Óli-. Todavía no.
– ¿Por qué no?
– ¿Cómo?
– ¿Por qué no habéis tenido hijos todavía?
«¿Qué está pasando aquí?», pensó Sigurdur Óli, y dio un sorbo de té frío para ganar tiempo.
– El estrés, supongo. Siempre con montones de cosas que hacer. Los dos tenemos trabajos muy exigentes, no tenemos tiempo.
– ¿No tenéis tiempo para tener hijos? ¿Tenéis algo mejor que hacer? ¿A qué se dedica tu compañera?
– Es copropietaria de una empresa de informática -dijo Sigurdur Óli, con intención de darle las gracias por el té y decir que tenía que ponerse a trabajar.
No estaba dispuesto a seguir allí sentado por más tiempo para ser sometido a un interrogatorio sobre su vida privada por una solterona de Vesturbaer a la que seguramente la soledad debía de haber vuelto un poco rara, como a todas, que acababan metiendo las narices en la vida de cualquiera que se les pusiera a tiro.
– ¿Es una buena mujer? -preguntó ella.
– Se llama Bergthóra -dijo Sigurdur Óli, esforzándose por comportarse con cortesía-. Es una mujer estupenda -sonrió-. ¿Por qué me…?
– Yo nunca he tenido familia -dijo Elsa-. Nunca he tenido hijos. Ni tampoco un esposo. Eso no me importa mucho, pero sí que me habría gustado tener hijos. Ahora quizá tendrían treinta años. Se irían acercando a los cuarenta. A veces lo pienso. Adultos. Con sus propios hijos. En realidad, no sé lo que pasó. De pronto, una se encuentra en la mediana edad. Soy médico. Cuando empecé la carrera no había tantas mujeres estudiando medicina. Yo era igual que tú, no tenía tiempo. No tenía tiempo para mi propia vida. Lo que haces tú ahora no es tu vida. Tu propia vida. No es más que tu trabajo.
– Sí, bueno, creo que debería ponerme a…
– Benjamín tampoco tuvo su propia familia -continuó Elsa-. Una familia era lo único que quería. Con esa mujer.
Elsa se levantó, y Sigurdur Óli la imitó. Pensó que iban a despedirse, pero ella se dirigió a un gran armario de madera de roble con preciosas puertas de cristal y cajones tallados, abrió uno de ellos, sacó una cajita china y la abrió, y de ella extrajo un guardapelo de plata sujeto a una fina cadenita.
– Él tenía guardado esto de su novia -dijo-. En el guardapelo también hay una foto suya. Se llamaba Sólveig -Elsa dibujó una débil sonrisa-. La flor de Benjamín. No creo que ella sea la persona enterrada en la colina. La simple idea me resulta insoportable. Eso querría decir que Benjamín le hizo daño. Él no fue. No podría haber hecho una cosa así. Estoy convencida. Este mechón lo demostrará.
Entregó el guardapelo a Sigurdur Óli. Él volvió a sentarse, lo abrió con cuidado y vio un pequeño mechón de pelo negro encima de una fotografía de su dueña. Sin tocar el mechón, lo dejó caer sobre la tapa para ver la foto. Era de un rostro pequeño, una muchacha de unos veinte años de edad, de cabello oscuro con lindas cejas arqueadas sobre unos grandes ojos que miraban directamente a la cámara. El gesto de la boca, decidido, el cuello, descubierto, delgado y hermoso. La novia de Benjamín. Sólveig.
– Perdona mis dudas -dijo Elsa-. He reflexionado sobre el asunto y le he dado muchas vueltas, y no me sentí capaz de destruir ese mechón. Sea cual sea el resultado de la investigación.
– ¿Por qué lo ocultaste?
– Tenía que reflexionar.
– Sí, pero…
– Casi me dió un ataque cuando tu colega…, se llama Erlendur, ¿no?, empezó a insinuar que ella pudiera estar enterrada allí arriba; pero cuando pensé mejor las cosas… -Elsa se encogió de hombros para mostrar su rendición.
– Aunque el análisis de ADN fuera positivo -dijo Sigurdur Óli-, eso no tendría por qué significar que el asesino fuera Benjamín. El análisis no puede determinar eso. Si es la novia de Benjamín la que está enterrada en la colina, puede haber otros motivos que lo expliquen, no sólo que Benjamín…
Elsa le interrumpió.