El depósito de gas tenía una enorme capacidad, 1.500 metros cúbicos, y lo llamaban «reloj de gas» porque flotaba en agua, y subía o bajaba según la cantidad de fluido que contuviera. Reykjavik nunca había visto una maravilla semejante y la gente iba hasta aquella parte de la ciudad para ver cómo lo construían.
Estaba casi completamente terminado cuando algunos habitantes de la ciudad se reunieron allí la víspera del 18 de mayo. Pensaban que el depósito era el único lugar del país, que se supiera, capaz de proporcionar protección ante los gases tóxicos del cometa. Cuando se corrió la voz de que la alegría y la diversión reinaban en las proximidades del depósito esa noche, la gente acudió en gran número a gozar de la fiesta del fin del mundo.
Las noticias de lo sucedido en el gasómetro esa noche se extendieron como un reguero de pólvora por toda la ciudad en los días sucesivos. Decían que la gente se había emborrachado por completo y que habían estado practicando toda clase de actos sexuales hasta la mañana siguiente, o hasta que quedó claro que el mundo no se acababa, ni como consecuencia del cometa Halley ni por las infernales llamaradas de su cola.
Muchos estaban convencidos de que algunos niños fueron engendrados en el gasómetro aquella noche, y Erlendur pensó que a lo mejor era uno de ellos el que había podido llegar al fin de sus días en Grafarholt muchos años después, y estaba enterrado allí.
– La casa del director del gasómetro sigue en pie -le dijo a Eva Lind, sin saber si le oía o no-. Pero todos los demás recuerdos del gasómetro han desaparecido. A la hora de la verdad, el futuro no estaba en el gas, sino en la electricidad. El gasómetro estaba en Raudarárstígur, donde ahora se encuentra la estación de autobuses de Hlemmur, y cumplió más o menos su función aunque estuviera condenado por los tiempos; cuando había fuertes heladas o tormentas, la gente sin techo buscaba la protección del gas encendido, sobre todo en las noches largas de invierno, y muchas veces, cuando llegaba el día más corto del año, la zona estaba de lo más animada.
Eva Lind no se movió mientras Erlendur contaba su relato.
Tampoco es que él creyera que fuera a suceder otra cosa. No esperaba milagros.
– El depósito se construyó en un lugar que se llamaba Elsumýrarblettur -continuó, sonriendo por los caprichos del destino-. Elsumýrarblettur quedó convertido en un solar vacío durante muchos años, una vez que se derribó la construcción y se retiró el depósito. Luego construyeron en el solar un gran edificio, que es el que ahora alberga a la policía de Reykjavik. Allí está mi despacho. Exactamente donde en otros tiempos se encontraba el depósito.
Erlendur calló.
– Siempre estamos esperando el fin del mundo -apostilló entonces-. Adopte la forma de cometa o de cualquier otra cosa. Todos tenemos nuestro fin del mundo. Algunos lo conjuran, lo ansían. Otros lo rehúyen. La mayor parte de la gente lo teme. Le muestra respeto. Tú no. Tú no podrías mostrar respeto a nada. Y tú no temes a tu propio pequeño fin del mundo.
Erlendur estaba en silencio mirando a su hija y pensando si tenía algún sentido hablarle de aquel modo cuando ella no parecía oír nada de lo que le decía. Su mente le devolvió las palabras del médico, y se sintió un poco más aliviado al hablar con su hija de aquella forma. Casi nunca había mantenido una conversación con ella en paz y tranquilidad. Las discusiones habían teñido toda su relación, y no habían tenido muchas ocasiones de sentarse a charlar tranquilamente.
Pero lo que estaban haciendo ahora no era charlar. Erlendur sonrió débilmente. Él hablaba y ella no oía.
En ese sentido, nada había cambiado entre ellos.
Quizá no era eso lo que ella quería oír. Huesos y gasómetro, cometa y orgías. Quizá quería oírle hablar de algo completamente diferente. De ella misma. De ellos.
Se puso en pie, se inclinó sobre Eva Lind, la besó en la frente y salió de la habitación. Estaba sumido en negros pensamientos y en lugar de torcer a la derecha y salir al pasillo para abandonar la planta, fue en dirección contraria sin darse cuenta de por dónde iba, y entró en otra ala de cuidados intensivos, pasó por delante de habitaciones en penumbra, en las que había otros enfermos al borde de la muerte, conectados a los aparatos más modernos. No se percató de lo que hacía hasta que llegó al final del corredor. Iba a dar media vuelta cuando una mujer de pequeña estatura salió de la habitación del fondo del pasillo y avanzó directamente hacia él.
– Perdona -dijo con una voz un poco chillona.
– No, disculpa tú -dijo él confuso, mientras miraba a su alrededor-. No quería venir aquí. Mi intención era salir de la planta.
– A mí me han llamado aquí -dijo la mujer bajita.
Tenía el cabello exageradamente fino y era un tanto gruesa, con un pecho muy grande que destacaba bajo una camiseta sin mangas, de color azul claro, y un rostro redondeado y amistoso. Erlendur percibió el vello fino y oscuro de un bigote. Miró de reojo la habitación de la que había salido, y vio en la cama del enfermo a un hombre de edad avanzada cubierto por las sábanas, con rostro delgado y una palidez extrema. A su lado había una mujer sentada en una silla; llevaba puesto un carísimo abrigo de piel, y con una mano enguantada se sostenía un pañuelo sobre la boca.
– Aún hay personas que creen en los médiums -dijo la mujer en voz baja, como hablando consigo misma.
– Perdón, no he oído…
– Me pidieron que viniera -dijo ella, alejando a Erlendur prudentemente de la habitación-. Se está muriendo. No pueden hacer nada. Es su mujer la que está sentada a su lado. Ella me pidió que le dijera cómo establecer contacto con él. Su marido está en coma y dicen que no se puede hacer nada, pero él se niega a morir. Como si no quisiera despedirse. Ella me pidió que le buscase, pero no le encuentro por ningún sitio.
– ¿Que no le encuentras? -dijo Erlendur.
– En la otra vida.
– La otra… ¿Eres médium?
– Ella no comprende que su marido esté muriendo. Salió de casa hace un par de días y de repente recibió una llamada de la policía informándole de un accidente de tráfico en la carretera de Vesturland. Se dirigía a Borgarfjordur. Un camión le cortó el paso. Dicen que no hay esperanzas de salvarlo. Muerte cerebral.
Miró a Erlendur, que tenía los ojos fijos en ella, sin entender nada.
– Es amiga mía.
Erlendur no sabía de qué le estaba hablando, o por qué estaba contándole aquello en aquel corredor medio a oscuras, susurrando como si fueran dos conspiradores. Nunca había visto a aquella mujer, así que se despidió de forma un tanto brusca e iba a marcharse cuando ella le cogió la mano.
– Espera -dijo.
– ¿Cómo?
– Espera.
– Perdona, pero yo no tengo nada que ver con…
– Hay un niño en medio de la ventisca -dijo la mujer bajita.
Erlendur no oyó bien lo que decía.
– Hay un niño pequeño en la ventisca -repitió ella.
Erlendur la miró completamente confundido y apartó la mano, como si le hubiera dado un pinchazo.
– ¿De qué estás hablando? -dijo él.
– ¿Sabes quién es? -preguntó la mujer mirando a Erlendur.
– No tengo ni idea de lo que pretendes -dijo Erlendur con brusquedad, se dio la vuelta para alejarse de ella y echó a andar por el corredor en dirección a la luz que surgía de la puerta de salida.
– No debes tener miedo -objetó la mujer-. Está conforme. Está conforme con lo sucedido. Lo que sucedió no fue culpa de nadie.
Erlendur se quedó clavado en el lugar donde estaba, se dio la vuelta lentamente y la miró fijamente desde el fondo del pasillo. No comprendía su obstinación.
– ¿Quién es ese niño? -preguntó la mujer-. ¿Por qué va contigo?