– Soldados rasos. La mayoría. El de mayor graduación era el jefe del almacén. Y había por lo menos un islandés. Un hombre que vivía en la colina, allí mismo. Al otro lado del almacén.
– ¿Recuerdas cómo se llamaba?
– No. Vivía con su familia en una casucha sin pintar. Allí encontramos mucha mercancía procedente del almacén de intendencia. Según el diario tenía tres hijos, entre ellos una inválida, una niña. Los otros eran dos niños. Su madre…
Hunter calló.
– ¿Qué pasaba con la madre? -dijo Elinborg-. Ibas a decir algo sobre la madre.
– Creo que no tuvo ni una semana buena en su vida.
Hunter calló de nuevo y se quedó pensativo como si estuviera intentando despertar recuerdos de aquella época tan lejana, cuando estaba investigando unos robos y llegó a una casa islandesa en la colina y apareció una mujer que parecía ya harta de tanta violencia. Saltaba a la vista que estaba sometida a una violencia permanente y sistemática, una violencia tanto psicológica como física.
Apenas se dio cuenta de su presencia cuando entró en la casa con otros cuatro miembros de la policía militar. Enseguida vio a la niña inválida acostada en un catre miserable en la cocina, y a los dos niños de pie junto al catre, pegados uno al otro, sin moverse, mirando llenos de miedo a los militares que entraban en tromba allí. Vio al marido levantarse de un salto de la mesa de la cocina. No habían anunciado su visita y era evidente que no les esperaba. Pero se dieron cuenta de que no era un tipo duro. Aquel hombre no les causaría mayor problema.
Luego vio a la mujer. Aquello era muy a principios de la primavera y el interior de la casa estaba a oscuras, y necesitó un momento para acostumbrarse a la penumbra. La mujer estaba oculta en el pequeño zaguán de una habitación. Al principio creyó que se trataba de uno de los ladrones que intentaba escapar. Se dirigió velozmente al pasillo mientras sacaba su pistola de la funda que llevaba al costado. Gritó y apuntó con la pistola hacia la oscuridad. La niña inválida empezó a chillar. Los dos chicos corrieron hacia él gritando algo que no comprendió. Y de la oscuridad surgió aquella mujer, a la que no podría olvidar durante el resto de su vida.
Comprendió enseguida por qué estaba oculta. Tenía la cara tumefacta, el labio superior hinchado y uno de los ojos tan inflamado que no podía abrirlo del todo; le miraba muerta de miedo con el otro y se inclinaba sin querer. Como si pensara que iba a golpearla. Llevaba un vestido andrajoso encima de otro vestido, las piernas desnudas y los calcetines y los zapatos rotos. El pelo sucio le caía sobre los hombros en espesos mechones. Le pareció que cojeaba. Era el ser humano más desdichado que había visto en su vida.
La miró mientras ella intentaba calmar a los niños, y comprendió que intentaba ocultar su aspecto físico.
Estaba ocultando su vergüenza.
Los niños guardaban silencio. El mayor de los chicos se acurrucó junto a su madre. Él dirigió la mirada al marido, se dirigió hacia él y le asestó una estruendosa bofetada.
– Eso es lo que ocurrió -dijo Hunter cuando concluyó el relato-. No pude contenerme. No sé lo que pasó. No sé lo que me pasó. En realidad era algo incomprensible. Uno estaba entrenado, entendéis, para enfrentarse a cualquier cosa. Entrenado para conservar la calma, sucediera lo que sucediera. Era muy importante, en todo momento, no perder nunca el dominio de uno mismo, os lo podéis imaginar, con la guerra y todo eso. Pero cuando vi a aquella mujer…, cuando vi lo que había tenido que sufrir, me imaginé su vida en manos de ese hombre y algo se me rompió por dentro. Sucedió algo ante lo que fui incapaz de controlarme.
Hunter calló.
– Pasé dos años en la policía de Baltimore antes del comienzo de la guerra. Por entonces no se le llamaba violencia doméstica, pero era exactamente lo mismo. Allí lo conocí y siempre me ha parecido algo repugnante. Así que enseguida me di cuenta de lo que pasaba en aquella casa, y además él nos había estado robando… y, bueno, el hombre fue condenado de acuerdo con vuestras leyes -dijo como queriendo sacudirse de encima el recuerdo de la mujer de la colina-. Creo que la sentencia no fue dura. Al cabo de unos meses volvió a su casa para seguir pegándole a la pobre mujer.
– Así que consideras que se trataba de un caso muy grave de violencia doméstica -dijo Erlendur.
– De lo peor. Daba horror ver a aquella mujer -dijo Hunter-. Auténtico horror. Es como te lo cuento. Enseguida vi lo que pasaba allí. Intenté hablar con ella, pero no comprendía ni una palabra de inglés. Le hablé de ella a la policía islandesa, pero dijeron que no podían hacer mucho. Y no han cambiado demasiado las cosas al respecto, creo yo.
– No recordarás los nombres de esa gente, ¿verdad? -preguntó Elinborg-. ¿Los apuntaste en el diario?
– No, pero tendrían que estar en vuestros informes policiales. Y además, él trabajaba en el almacén. Naturalmente, tiene que haber listas de los empleados islandeses que trabajaron en la colina. Aunque a lo mejor hace ya demasiado tiempo.
– ¿Y qué pasó con los militares -preguntó Erlendur- que fueron juzgados por tus jueces?
– Tuvieron que pasar un tiempo en una prisión militar. El robo en intendencia era un delito común pero muy serio. Más tarde los enviaron a primera línea. Eso era una especie de condena a muerte.
– Y acabasteis con todos.
– De eso no tengo ni idea. Las mermas terminaron. El cuartel de intendencia volvió a marchar como tenía que marchar. El caso estaba solucionado.
– ¿Así que no crees que nada de esto guarde relación con los huesos?
– Sobre eso no puedo decir nada.
– ¿No recuerdas que hubiera desaparecido alguno de vuestros soldados, o de los ingleses?
– ¿Te refieres a deserciones?
– No. Desapariciones no resueltas. Por lo de los huesos. Por saber quién puede ser. Si tal vez sea un soldado americano del almacén de intendencia.
– Pues no tengo ni la menor idea. Ni idea.
Siguieron charlando con Hunter un buen rato más. Él parecía disfrutar de su conversación con ellos. Parecía pasarlo bien rememorando aquellos tiempos lejanos, armado siempre de su valioso diario, y enseguida se pusieron a hablar de los años de la guerra en Islandia y de la influencia que tuvo la presencia del ejército, hasta que Erlendur volvió a la realidad. No podían seguir perdiendo el tiempo de aquella forma. Se puso en pie y Elinborg lo imitó, y dio sus más encarecidas gracias en nombre de los dos.
Hunter se levantó también y los acompañó a la puerta.
– ¿Cómo descubristeis el robo? -preguntó Erlendur en la puerta.
– ¿Que cómo lo descubrimos? -repitió Hunter.
– ¿Qué os puso sobre la pista?
– Sí, te comprendo. Una llamada telefónica. Llamaron al cuartel general de la policía e informaron de un considerable robo de bienes del almacén.
– ¿Quién os dio el soplo?
– Nunca llegamos a saberlo, me temo. Nunca supimos quién había sido.
Símon estaba al lado de su madre mirando pasmado al militar, que se dio la vuelta con un extraño gesto de furia y asombro, atravesó la cocina y sin previo aviso le arreó a Grímur tal bofetada que lo hizo caer al suelo.
Los tres que había en la puerta no se movieron. Símon no podía creer a sus propios ojos. Miró a Tómas, que estaba atónito ante lo que sucedía, y luego a Mikkelína, muerta de miedo y con los ojos fijos en Grímur, que yacía en el suelo. Miró entonces a su madre y vio lágrimas en sus ojos.
Habían pillado a Grímur desprevenido. Habían oído dos jeeps acercándose a la casa, y la madre huyó al pasillo para que nadie la viera. Para que nadie viera su aspecto, su ojo hinchado y su labio roto. Grímur ni siquiera se levantó de la mesa, como si no tuviera la más mínima preocupación de que pudiera descubrirse su participación en los robos. Esperaba a sus amigos con un cargamento que pensaban esconder en la casa. Por la tarde irían a la ciudad a venderlo. Grímur acumulaba dinero y había empezado a hablar de irse de la colina, de comprar una casa, incluso un coche, cuando estaba de especial buen humor.