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Sigurdur Óli suspiró pesadamente y miró a Bergthóra, que estaba sentada a caballo encima de él, sudorosa y con el rostro enrojecido. Vio por la expresión de su rostro que no pensaba detenerse en ese momento. Cerró los ojos, se tumbó encima de él y dejó que sus muslos trabajaran lenta y rítmicamente hasta que llegó al orgasmo y relajó todos los músculos de su cuerpo.

Pero Sigurdur Óli tendría que esperar un momento mejor. En su vida, el busca llevaba siempre la iniciativa.

Se escurrió por debajo de Bergthóra, que se quedó sobre la almohada como inconsciente.

Erlendur estaba en el restaurante Skúlakaffi ante un plato de carne salada. Comía allí de vez en cuando porque el Skúlakaffi era el único sitio de Reykjavik que ofrecía comida casera islandesa como la prepararía el mismo Erlendur si tuviera ganas de cocinar. La decoración también le agradaba, todo era de sórdido plástico marrón, viejas sillas de cocina, algunas con la gomaespuma saliendo por el revestimiento de plástico rajado, y el suelo de linóleo desgastado por las pisadas de cajoneros, taxistas y gruístas, de jornaleros y obreros. Se sentaba solo a una mesa, en una esquina, enfrascado en degustar la grasienta carne salada acompañada de patatas cocidas, guisantes y zanahorias, todo ello cubierto por una espesa y dulzona salsa blanca.

La animación de la hora del almuerzo había terminado ya hacía tiempo, pero consiguió que el cocinero le preparase la carne salada. Cortaba un gran trozo de carne, lo cargaba de patata y zanahoria, lo cubría todo generosamente de salsa con ayuda del cuchillo y se lo llevaba a la boca.

Había acabado de colocar otro bocado igual sobre el tenedor y ya tenía la boca abierta para darle la bienvenida, cuando empezó a sonar el teléfono móvil, que había dejado sobre la mesa al lado del plato. Detuvo el tenedor en el aire y miró por un instante el teléfono, el tenedor bien cargado y otra vez el teléfono, y finalmente dejó el primero con mucho pesar.

– ¿Por qué no pueden dejarme en paz? -dijo antes de que Sigurdur Óli pudiera articular una palabra.

– Han encontrado unos huesos en el barrio del Milenario -dijo Sigurdur Óli-. Elinborg y yo vamos de camino para allá.

– ¿Cómo que han encontrado unos huesos?

– No sé. Llamó Elinborg y yo voy para allá. Ya he avisado a la brigada científica.

– Estoy comiendo -dijo Erlendur lentamente.

Sigurdur Óli estuvo a punto de explicarle lo que estaba haciendo él, pero se contuvo a tiempo.

– Entonces nos vemos allí arriba -dijo-. Es en la carretera de Reynisvatn, debajo del lado norte de los depósitos de agua. No lejos de la carretera de Vesturland.

– ¿Qué es un milenario? -preguntó Erlendur.

– ¿Cómo? -dijo Sigurdur Óli, aún molesto por haberse visto interrumpido en sus retozos con Bergthóra.

– ¿Son mil siglos o un siglo de mil años? ¿Qué clase de siglo es ése? ¿Los siglos no tienen sólo cien años? ¿A qué se refiere esa palabra? ¿Qué es eso?

– Dios mío -suspiró Sigurdur Óli, y colgó el teléfono.

Tres cuartos de hora más tarde, Erlendur entraba en la calle conduciendo su baqueteado utilitario japonés de doce años de antigüedad y se detenía en el solar de Grafarholt. La policía ya estaba allí y había delimitado el área con una cinta amarilla; Erlendur se escurrió por debajo. Elinborg y Sigurdur Óli habían bajado al hoyo y se encontraban junto al talud. El joven estudiante de medicina, que había dado el aviso del hallazgo de los huesos, seguía con ellos. La madre del cumpleañero había reunido a los niños y los había vuelto a meter en casa. El médico de distrito de Reykjavik, un hombre gordo de cincuenta y tantos años de edad, bajaba con grandes dificultades los tres escalones que habían dispuesto para acceder allí. Erlendur fue tras él.

Los medios de comunicación mostraron especial interés por aquel hallazgo de huesos. Periodistas de prensa y televisión se habían congregado en torno al hoyo, donde estaban apiñados los vecinos. Algunos ya vivían en el barrio, pero otros, que seguían trabajando en sus casas, que aún carecían de tejado, estaban allí con martillos y palancas en las manos admirando el revuelo. Estaban a finales de abril y reinaba un tiempo primaveral, hermoso y suave.

Los especialistas de la policía de investigación estaban atareados quitando con mucho cuidado la tierra de la pared. La retiraban con palas pequeñas y la metían en bolsas de plástico. La parte superior del esqueleto quedaba al descubierto dentro de la pared, dejando ver un brazo, parte de la caja torácica y la zona inferior de la mandíbula.

– ¿Es éste el Hombre del Milenario? -preguntó Erlendur, acercándose a la pared de tierra.

Elinborg miró con ojos interrogantes a Sigurdur Óli, que estaba detrás de Erlendur y que se señaló la cabeza con el dedo índice y lo hizo girar.

– He llamado al Museo Nacional -dijo Sigurdur Óli, que se puso a rascarse la cabeza cuando Erlendur se volvió hacia él de pronto y lo miró-. Un arqueólogo viene de camino. Quizás él pueda decirnos qué es esto.

– ¿No necesitaremos también un geólogo? -preguntó Elinborg-. Para que nos explique cual es el estado de los huesos, la edad de los estratos.

– ¿Y no puedes ayudarnos tú? -preguntó Sigurdur Óli-. ¿No estudiaste tú eso?

– No me acuerdo de nada -dijo Elinborg-. Sé que esa cosa marrón es tierra.

– No está ni a seis pies de profundidad -apreció Erlendur-. Como mucho hay un metro o metro y medio. Lo sepultaron a toda prisa. Y estoy seguro de que son restos mortales recientes. No llevan ahí demasiado tiempo. No es un esqueleto de tiempos de la colonización. No es ningún Ingólfur.

– ¿Ingólfur? -preguntó Sigurdur Óli.

– Ingólfur Arnarson -explicó Elinborg-. El primero que llegó a Islandia.

– ¿Por qué crees que se trata de él? -preguntó el médico de distrito.

– No, lo que creo es que no se trata de él -dijo Erlendur.

– Lo que quiero decir -repuso el médico- es que podría tratarse de una mujer. ¿Por qué estás tan seguro de que es un varón?

– O una mujer, da igual -dijo Erlendur-. Me da lo mismo. -Se encogió de hombros-. ¿Puedes decirnos algo sobre esos huesos?

– Apenas se ve nada -objetó el médico-. Lo mejor es no decir demasiado hasta que lo hayáis sacado de la pared.

– ¿Hombre o mujer? ¿Edad?

– Imposible decirlo.

Un hombre vestido con jersey de lana y pantalones vaqueros, estatura elevada, barba redonda y boca grande con dos colmillos amarillentos que asomaban bajo el bigote entrecano, se acercó hacia ellos y dijo ser arqueólogo. Miró las maniobras de los especialistas y les pidió con las palabras más complicadas posibles que se dejaran de aquellas tonterías. Los hombres de las palas vacilaron. Iban vestidos con batas blancas y llevaban guantes de goma y gafas protectoras. Erlendur pensó que así vestían los que trabajaban en una central nuclear. Ellos le miraron esperando instrucciones.

– Tenemos que excavar desde arriba, por Dios -protestó Colmillos Salientes, alzando las manos al cielo-. ¿Pensáis sacarlo con esas palitas? Pero ¿quién está a cargo de esto?

Erlendur se presentó.

– Esto no es un hallazgo arqueológico -continuó Colmillos Salientes dándole la mano-. Soy Skarphédinn, encantado; pero lo mejor es tratarlo como si lo fuera. ¿Comprendes?

– No sé de qué me estás hablando -dijo Erlendur.

– Los huesos no llevan demasiado tiempo en la tierra. Unos sesenta o setenta años, diría yo. Incluso menos. Aún tienen restos de ropa.

– ¿De ropa?

– Sí, eso de ahí -dijo Skarphédinn señalando con un dedo grueso-. Y sin duda habrá más.