– Ten un poco de paciencia -dijo el arqueólogo- y deja de llamar constantemente. Te informaremos en cuanto lleguemos al esqueleto.
Todo parecía indicar que Skarphédinn era quien se había hecho cargo del caso, pues se volvía más engreído con el tiempo.
– ¿Y eso cuándo será?
– No es fácil decirlo -respondió.
Erlendur vio ante él los dientes amarillentos debajo del bigote.
– Ya se verá. Déjanos trabajar en paz.
– Hay algo que sí podrás decirme. ¿Es un varón? ¿Una mujer?
– Con paciencia todo llega…
Erlendur cortó la comunicación. Se estaba encendiendo otro cigarrillo cuando sonó el teléfono. Era Jim, de la embajada británica. Edward Hunter y el embajador norteamericano habían encontrado una lista con nombres de trabajadores islandeses del almacén, y acababa de llegarle por fax. Él personalmente no había encontrado nada sobre islandeses que trabajaran allí mientras los ingleses ocupaban los almacenes. La lista tenía nueve nombres, y Jim se los leyó a Erlendur por el teléfono. A Erlendur ninguno le decía nada y le dio a Jim el número de fax de la comisaría para poder echarle un vistazo a la lista más tarde.
Fue al barrio de Vogar y volvió a aparcar, como la otra vez, a cierta distancia del apartamento del sótano en el que había entrado sin ser invitado unos días antes, en busca de Eva Lind. Esperó, reflexionando sobre qué podía haber en los hombres que les empujara a comportarse como aquel hombre con la mujer y el niño, pero no llegó a ninguna conclusión, excepto a la habitual de que estaban completamente trastornados. No sabía por qué quería ver a aquel hombre, ni si haría algo aparte de espiarle desde su coche. No podía quitarse de la cabeza las quemaduras en la espalda de la niña. Él había negado haberle hecho absolutamente nada a la criatura y la madre apoyó su declaración, de modo que era poco lo que podían hacer las autoridades, aparte de quitarles a la niña. El caso estaba en manos del fiscal. A lo mejor le imputaban. A lo mejor no.
Erlendur pensó en las opciones que tenía. Eran pocas, y todas malas. Si aquel hombre hubiera entrado en el apartamento la noche que estaba buscando a Eva Lind, cuando la niña estaba en el suelo con la espalda llena de quemaduras, se habría arrojado al instante sobre el muy sádico. Desde entonces habían pasado varios días y ahora, en frío, sería incapaz de tocarle, aunque no hubiera nada que deseara más en el mundo. Y no serviría de nada hablar con él. Esos tipos se reían de las amenazas. Se le reiría en plena cara.
Erlendur no vio a nadie entrar o salir de la casa en las dos horas que estuvo en el coche, fumando.
Por fin renunció y fue al hospital a ver a su hija. Intentó olvidar aquello como tantas otras cosas que había tenido que ir olvidando en el transcurso del tiempo.
Capítulo 20
Sigurdur Óli le comentó a Elinborg, al salir del Tribunal de Distrito, que probablemente Benjamín no era el padre del niño que llevaba en su seno su novia Sólveig, y que aquella habría sido la causa de que se rompiera el compromiso. Igualmente, le contó que el padre de Sólveig se había ahorcado después de la desaparición de su hija, y no antes, como había dicho su hermana Bára.
Elinborg acudió al registro y estudió viejos certificados de defunción antes de volver a Grafarvogur. No le gustaba nada que le mintieran, especialmente en el caso de unas ancianas de lo más honorable que consideraban estar en posesión de todos los privilegios y despreciaban a los demás.
Bára le oyó contar la historia de Elsa acerca del padre desconocido y no cambió el gesto más de lo que lo había hecho el día anterior.
– ¿Nunca lo habías oído? -preguntó Elinborg.
– ¿Que mi hermana fuera una pelandusca? No, jamás había oído tal cosa, y no acabo de entender por qué sigues importunándome con esto. Después de todos estos años. No lo comprendo. Deberías dejar en paz a mi hermana. No hizo nada para que la hicieran objeto de chismorreos. ¿De dónde ha sacado eso la tal… la tal Elsa?
– Se lo contó su madre -dijo Elinborg.
– ¿A quien se lo había contado Benjamín?
– Sí. Él no habló de eso con nadie hasta que estuvo en el lecho de muerte.
– ¿Encontrasteis un mechón de pelo en su casa?
– Sí, ciertamente.
– ¿Y pensáis analizarlo junto con los huesos?
– Supongo que sí.
– De modo que pensáis que él la mató. Que Benjamín, el muy gallina, asesinó a su novia. Me resulta absurdo. Totalmente absurdo. No comprendo que podáis mantener una idea así.
Bára calló y se quedó pensativa.
– ¿Saldrá el caso en los periódicos? -preguntó.
– De eso no tengo ni idea -dijo Elinborg-. Los huesos han despertado mucho revuelo.
– ¿El asesinato de mi hermana?
– Si es ése el caso. ¿Sabes tú quién habría podido ser el padre del niño?
– El único que se me ocurre es Benjamín.
– ¿Nunca se mencionó a ningún otro? ¿Ella no te comentó algo?
Bára sacudió la cabeza.
– Mi hermana no era ninguna pelandusca.
Elinborg carraspeó.
– Me dijiste que vuestro padre se había suicidado unos años antes que tu hermana.
Se miraron un instante a los ojos.
– Será mejor que te vayas.
– No fui yo quien empezó a hablar de tu padre. He comprobado los certificados de defunción del registro. El registro no suele mentir, a diferencia de muchas personas.
– No tengo nada más que decirte -repuso Bára, pero ya no tenía la misma cara de póquer.
– No creo que lo mencionaras a no ser que quisieras hablar de él. En el fondo.
– ¡Menuda estupidez! -exclamó Bára sin poder contenerse-. ¿Ahora te has vuelto psicóloga?
– Murió seis meses después de la desaparición de tu hermana. En el certificado no consta que fuera suicidio, ni siquiera la causa de la muerte. Probablemente erais una familia demasiado fina para mencionar la palabra «suicidio». «Muerte repentina en su hogar», dice.
Bára le dio la espalda.
– ¿Existe alguna posibilidad de que empieces a decirme la verdad? -dijo Elinborg, que también se había puesto en pie-. ¿Qué papel tiene tu padre en todo esto? ¿Por qué lo mencionaste? ¿Quién era el padre del hijo de Sólveig? ¿Era él?
No obtuvo reacción alguna. Estaban las dos de pie en el salón y el silencio entre ambas se podía cortar. Elinborg paseó la vista a su alrededor: todos aquellos objetos preciosos, los cuadros de ambos esposos, los costosos muebles, el negro piano de cola, una foto de Bára con el presidente del Partido del Progreso en un lugar destacado. «La muerte está en todos esos objetos», pensó.
– ¿No tienen su secreto todas las familias? -dijo Bára por fin, aún de espaldas a Elinborg.
– Supongo que sí -contestó ella.
– No fue mi padre -dijo Bára a regañadientes-. No sé por qué te mentí sobre su muerte. Se me escapó. Si quieres hacer de psicóloga, dirás que en lo más profundo estaba deseando poder soltártelo todo. Que he callado siempre pero que cuando empezaste a hablar de Sólveig, se rompió el dique que contenía mis deseos. No sé.
– ¿Y quién fue entonces?
– Su primo, el hijo de su tío paterno -dijo Bára-. En Fljót. Sucedió en una de las visitas veraniegas.
– ¿Cómo os enterasteis?
– Ella estaba completamente transformada cuando volvió. Mamá… nuestra madre se dio cuenta enseguida, y claro, no se podía seguir ocultando en cuanto pasara algo de tiempo.
– ¿Os contó vuestra madre lo sucedido?
– Sí. Nuestro padre se fue al norte, no sé para qué. Cuando volvió, al muchacho le hicieron marcharse al extranjero. Debió de haber sido un buen tema de conversación en la comarca. El abuelo tenía una finca muy grande. Eran sólo dos hermanos. Mi padre se fue a la capital y fundó una empresa y se hizo rico. Ayudó a su hermano Jónas, que siguió viviendo en la granja de Hrifla. Le adoraba.