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Abrieron la puerta con mucho cuidado y entraron, Símon delante y Tómas detrás, muy pegado a él y cogido de la mano. Entraron en la cocina y lo vieron de pie al lado del fregadero. Les daba la espalda. Sorbió por la nariz y escupió en la pila. Había encendido la lámpara que había sobre la mesa y sólo se distinguía su silueta.

– ¿Dónde está vuestra madre? -preguntó sin volverse.

Símon concluyó que se había dado cuenta de su presencia desde el camino de la colina y les había oído entrar.

– Está trabajando -dijo Símon.

– ¿Trabajando? ¿Dónde? ¿Dónde está trabajando? -preguntó de nuevo Grímur.

– En la vaquería de Gufunes -dijo Símon.

– ¿No sabía que yo volvía hoy?

Grímur se volvió hacia ellos y entró en el cono de luz. Los hermanos le miraron fijamente al salir de la penumbra después de todo aquel largo tiempo, desde la primavera pasada, y abrieron los ojos como platos al ver su rostro a la pálida luz. Algo le había pasado. Tenía una mejilla totalmente cubierta por una quemadura que le llegaba hasta el ojo, que estaba medio cerrado porque el párpado se había pegado a la piel.

Grímur sonrió.

– ¿No está guapo vuestro padre?

Los hermanos miraron fijamente aquel rostro deformado.

– Preparan café y luego te lo echan encima.

Fue hacia ellos.

– No porque quieran que hables. Lo saben todo, porque alguien se lo ha contado. No es por eso por lo que te echan encima el café hirviendo. No es por eso por lo que te destruyen el rostro.

Los muchachos no comprendían lo que pasaba.

– Vete a buscar a tu madre -ordenó Grímur mirando a Tómas, que se protegía detrás de su hermano-. Ve a la maldita granja y tráete a la vaca esa.

Símon notó un movimiento en la entrada del dormitorio pero no se atrevió a mirar directamente. Mikkelína se había levantado. Ya había empezado a apoyarse en una pierna y a avanzar, pero no se atrevía a entrar a la cocina.

– ¡Fuera! -gritó Grímur-. ¡Ya!

Tómas se hizo un ovillo. Símon no sabía a ciencia cierta si su hermano conocía el camino. Tómas había acompañado a su madre a la vaquería una o dos veces a lo largo del verano, pero ahora no había buena luz y hacia frío, y aún era muy pequeño.

– Iré yo -dijo Símon.

– Tú no te mueves de aquí -bramó Grímur furioso-. ¡Lárgate ya! -le gritó a Tómas.

El pequeño se apartó de Símon y abrió la puerta y salió al frío, cerrando con mucho cuidado.

– Ven, mi querido Símon, siéntate aquí a mi lado -dijo Grímur; su furia parecía haberse esfumado.

Símon entró temeroso en la cocina y se sentó en una silla. Volvió a notar movimiento en el pasillo del dormitorio. Confiaba en que Mikkelína no asomase por allí. Había un cuartito en el pasillo, y pensó que podría llegar hasta allí sin que Grímur se percatara de su presencia.

– ¿No has echado de menos a tu papaíto? -dijo Grímur, sentándose delante de Símon.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura. Dijo que sí con la cabeza.

– ¿A qué os habéis dedicado este verano? -preguntó Grímur.

Símon le miró fijamente sin decir una sola palabra. No sabía cuándo tenía que empezar a mentir. No podía hablar de Dave; sus visitas y sus misteriosos encuentros con su madre, los paseos, los picnics. No podía contar que todos dormían juntos en la cama grande, ni los grandes cambios que había experimentado su madre desde la marcha de Grímur, y todo gracias a Dave. Le había insuflado nuevas ganas de vivir. No podía decirle que su madre se acicalaba por las mañanas. Ni de cómo había cambiado su aspecto. Cómo su gesto se había ido volviendo más bello con cada día que pasaba con Dave.

– Bueno, ¿nada? -dijo Grímur-. ¿No ha pasado nada en todo el verano?

– El, el… el tiempo ha sido estupendo -dijo Símon desconcertado, sin apartar los ojos de la quemadura.

– Así que buen tiempo, Símon. Hizo buen tiempo -dijo Grímur-. Y tú estuviste jugando en la colina y donde los barracones. ¿Conociste a alguien de los barracones?

– No -respondió Símon a toda prisa-. A nadie.

Grímur sonrió.

– Este verano has aprendido a mentir. Hay que ver lo deprisa que se aprende a mentir. ¿Aprendiste a mentir este verano, Símon?

El labio inferior de Símon se había puesto a temblar. Un movimiento involuntario que era incapaz de dominar.

– Sólo a uno -dijo-. Pero no le conozco bien.

– Así que conoces sólo a uno. Vaya, hombre. No se debe mentir nunca, Símon. Si uno miente como tú, se encontrará en dificultades y hasta puede acarrear problemas a los demás.

– Sí -dijo Símon confiando que aquello acabara ya, confiando en que Mikkelína asomase por allí y les interrumpiera.

Pensó en decirle a Grímur que Mikkelína estaba en el pasillo y que había dormido en su cama.

– ¿A quién conociste en los barracones? -preguntó Grímur.

Símon notó que las cosas se iban poniendo cada vez peor.

– Sólo a uno -respondió.

– Sólo a uno -repitió Grímur pasándose la mano por la mejilla y rascándose suavemente la herida con el dedo índice-. ¿Y quién es? Me alegro de que no sea más que uno.

– No lo sé. A veces va a pescar al lago. A veces nos da las truchas.

– ¿Y es bueno contigo y con tu hermano?

– No lo sé -dijo Símon, aunque Dave era el mejor hombre que había conocido nunca.

En comparación con Grímur, Dave era un ángel enviado por el cielo para salvar a su madre. ¿Dónde estaría Dave? Ojalá Dave estuviera allí. Pensó en Tómas, pasando frío camino de Gufunes, y en su madre que ni siquiera sabía que Grímur había regresado a la colina. Y pensó en Mikkelína, en el pasillo.

– ¿Venía mucho por aquí?

– No, sólo de vez en cuando.

– ¿Venía por aquí antes de que rne metieran en chirona? Chirona, Símon, significa «cárcel». Y que te metan en la cárcel no quiere decir que seas culpable de nada feo, es sencillamente que te meten en la cárcel. En chirona. Y no se lo pensaron dos veces. Hablaron muchísimo de dar un escarmiento. Los islandeses no deben robar al ejército. Qué cosa tan terrible. Así que tenían que condenarme a algo gordo, y a toda prisa. Para que a los otros no se les ocurriera imitarme y ponerse a robar ellos también. ¿Comprendes? Todos tenían que aprender de mis errores. Pero todos roban. No sólo yo. Todos hacen lo mismo y todos están sacándose sus buenos dineros. ¿Venía ése por aquí antes de que me metieran en chirona?

– ¿Quién?

– El militar ese. ¿Venía por aquí antes de que me metieran en chirona? Ese que es el único que conoces.

– A veces pescaba en el lago antes de que te fueras.

– ¿Y le regalaba a vuestra madre las truchas que pescaba?

– Sí.

– ¿Pescaba muchas truchas?

– A veces. Pero no era un buen pescador. Se quedaba fumando en la orilla del lago. Tú pescas mucho más. También con red. Tú pescas muchísimo con red.

– Y cuando le regalaba las truchas a tu madre, ¿se quedaba un rato por aquí? ¿Entraba a tomar café? ¿Se sentaba aquí, a la mesa?

– No -dijo Símon, pensando si la mentira que estaba contando era una mentira demasiado evidente, pero no lo sabía.

Estaba asustado y nervioso y el labio le temblaba aunque se había puesto un dedo encima e intentaba contestar como creía que Grímur querría que contestara, pero al mismo tiempo procurando no perjudicar a su madre diciendo algo que a lo mejor Grímur prefiriera no saber. Símon estaba conociendo una nueva faceta de Grímur. Nunca había hablado con él tanto tiempo hasta entonces, y aquello le había cogido completamente desprevenido. Símon estaba en dificultades. No sabía exactamente qué era lo que Grímur quería saber, pero él haría todo lo posible por proteger a su madre.