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– ¿Nunca entró en casa? -preguntó Grímur; su voz había cambiado, ya no era suave y melosa, sino dura y decidida.

– Sólo dos veces, o así.

– ¿Y qué hizo entonces?

– Pues nada.

– Ya, vaya. ¿Estás mintiendo otra vez? ¿Es eso? ¿Me estás mintiendo otra vez? Llego a casa después de aguantar muchos meses de humillaciones, y lo único que me encuentro son mentiras. ¿Vas a volver a mentirme?

Las preguntas herían a Símon como latigazos.

– ¿Qué hacías en la cárcel? -preguntó Símon vacilante, con la débil esperanza de poder hablar de otra cosa que no fuera de Dave y su madre.

¿Por qué no venía Dave? ¿No sabía que Grímur ya había salido de la cárcel? ¿No habían hablado de eso en sus encuentros ocultos, cuando Dave le acariciaba la mano y le arreglaba el pelo?

– ¿En la cárcel? -dijo Grímur, y su voz volvió a cambiar, volvió a ser suave y melosa-. En la cárcel escuchaba historias. Toda clase de historias. Se oyen tantas cosas y se desea oír tantas cosas, porque no va a verte nadie y uno nunca tiene noticias de su casa, pero llegan a la cárcel, porque en la cárcel siempre están entrando hombres y porque uno conoce bien a los guardias, que también le cuentan a uno algunas cosillas. Y uno tiene un montonazo de tiempo para darle vueltas y más vueltas a una historia.

En el pasillo se oyó un débil crujido de las maderas del suelo y Grímur calló, pero continuó como si no hubiera pasado nada.

– Claro que todavía eres muy pequeño; espera, ¿qué edad tienes exactamente, Símon?

– Tengo catorce años, y pronto cumpliré quince.

– De modo que ya estás haciéndote un adulto, así que quizá comprendas de lo que estoy hablando. Uno oye hablar de todas esas chicas islandesas que se dejan montar por los soldados. Es como si fueran incapaces de contenerse en cuanto ven a un hombre de uniforme, y además oye uno lo caballerosos que son, que les abren la puerta para que pasen ellas delante, que son de lo más amables, que les gusta bailar con ellas, que nunca se emborrachan, que tienen cigarrillos y café y quizá más cosas, y que vienen de ciudades a las que a ellas les encantaría ir. Y nosotros, Símon, nosotros no somos más que unos palurdos. Simples labriegos, Símon, que no interesan a las chicas. Por eso me apetece saber algo más de ese militar que pesca en el lago; porque tú, Símon, me has decepcionado.

Símon miró a Grímur y fue como si de pronto perdiera todas las fuerzas del cuerpo.

– He oído tantas cosas sobre ese militar de la colina, y tú dices que ni siquiera le conoces. A menos, naturalmente, que me estés mintiendo, y eso no me gusta ni un pelo; mentirle a tu padre cuando hay un soldado que viene por aquí todos los días y da paseos con mi mujer durante todo el verano. ¿No sabes nada de eso?

Símon calló.

– ¿No sabes nada de eso? -repitió Grímur.

– A veces se iban a dar un paseo -dijo Símon, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Vaya -dijo Grímur-. Sabía que seguíamos siendo amigos. ¿Y tú les acompañabas?

Aquello no acababa nunca. Grímur le miraba con su rostro quemado y con un ojo medio cerrado. Símon tuvo la sensación de que no podría seguir resistiendo mucho tiempo.

– A veces íbamos al lago y él llevaba comida. Como la que tenías tú a veces en las latas esas que se abren con una llavecita.

– ¿Y besaba a tu madre a la orilla del lago?

– No -dijo Símon, feliz por no tener que responder con una mentira: nunca había visto a Dave y a su madre besarse.

– ¿Y qué hacían, entonces? ¿Se cogían de la mano? ¿Y tú qué hacías? ¿Por qué le permitías a ese hombre que fuera a pasear con tu madre a la orilla del lago? ¿No se te pasó por la cabeza siquiera que a mí podría no gustarme? ¿Nunca se te pasó eso por la cabeza?

– No -respondió Símon.

– Nadie pensaba en mí en esos paseos. ¿No es eso?

– No -dijo Símon.

Grímur se inclinó hacia delante en el cono de luz y la roja quemadura se advirtió mucho mejor.

– ¿Y cómo se llama ese hombre que roba las familias a otros y a todos les parece tan bien y nadie hace nada?

Símon volvió a callar.

– El que me echó encima el café, Símon, el que me hizo esto en la cara, ¿sabes cómo se llama?

– No -dijo Símon tan bajo que casi no se le oyó.

– Él no fue a la cárcel aunque me quemó. ¿Qué te parece? Como si esos militares fueran intocables, todos-. ¿Tú crees que son intocables?

– No -dijo Símon.

– ¿Ha engordado tu madre este verano? -preguntó Grímur como si se le hubiera venido alguna idea nueva ¡i la cabeza-. No porque sea una vaca de la vaquería, Símon, sino por haber ido de excursión con el soldado de los barracones. ¿Tú crees que ha engordado algo este verano?

– No -respondió.

– Pues a mí me parece probable que sí. Pero ya lo veremos. Ese hombre que me tiró el café encima, ¿sabes cómo se llama?

– No -respondió Símon.

– Estaba equivocado, no sé de dónde habría sacado la idea, de que yo no era bueno con tu madre. Que le hacía cosas feas. Tú sabes que algunas veces no he tenido más remedio que escarmentarla. Ese hombre lo sabía, pero no lo comprendía. No comprendía que las tías como tu madre necesitan saber quién manda, con quién están casadas y cómo tienen que comportarse. Él era incapaz de comprender que a veces uno tiene que darles una buena torta. Me dijo cosas horribles. Gracias al trato con mis amigos de los barracones, comprendí lo que decía, y resulta que él estaba furioso conmigo por culpa de tu madre.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura.

– Ese hombre, Símon, se llama Dave. Ahora no me mientas más; ese militar que es tan bueno con tu madre que lleva siéndolo durante la primavera y el verano entero y hasta bien entrado el otoño, ¿a lo mejor se llama Dave?

Símon se quedó pensativo sin apartar sus ojos de la cicatriz.

– Ellos se encargarán de él -dijo Grímur.

– ¿Ellos se encargarán de él? -Símon no sabía a qué se refería Grímur, pero no podía ser nada bueno.

– ¿Está la rata en el pasillo? -preguntó Grímur señalando con la cabeza en dirección a la puerta del pasillo.

– ¿Qué? -Símon no acababa de entender a qué se refería.

– La tonta. ¿Crees que nos está escuchando?

– No sé dónde está Mikkelína -dijo Símon; era una verdad a medias.

– ¿Se llama Dave, Símon?

– Puede que sí -dijo Símon con prudencia.

– ¿Puede que sí? No estás seguro. ¿Cómo le llamas, Símon? Cuando hablas con él o quizá cuando te acaricia y te mima, ¿cómo le llamas entonces?

– Pero no me acaricia…

– ¿Cómo se llama?

– Dave -dijo Símon.

– ¡Dave! Muchas gracias, Símon.

Grímur se echó hacia atrás y desapareció de la luz. Su voz volvió a enronquecerse.

– Porque he oído decir que se tiraba a tu madre.

En ese momento se abrió la puerta y la madre entró con Tómas a rastras, y la fría corriente de aire que entró con ellos le provocó a Símon un escalofrío por la sudorosa espalda.

Capítulo 22

Erlendur llegó a la colina quince minutos después de hablar con Skarphédinn.

No llevaba su móvil. Si lo hubiera cogido habría llamado durante el camino a Skarphédinn para pedirle que retuviera a la mujer hasta que él llegara. Tenía que tratarse de la mujer que había visto el viejo Róbert en los groselleros: una mujer torcida y vestida de verde.

Había poco tráfico en Miklubraut y subió la ladera de Ártúnsbrekka tan rápido como podía correr su coche, y fue luego al este por la carretera de Vesturland y giró a la derecha por el desvío de la colina. Dejó el coche en el solar, a poca distancia de la excavación. Skarphédinn se estaba marchando del solar en su coche, pero se detuvo. Erlendur descendió del suyo y el arqueólogo abrió la ventanilla del vehículo.