»Al final ha triunfado él.
»Porque ella está muerta. Muerta en vida.
La mujer calló y pasó la mano por las desnudas ramas del arbusto.
– Hasta esa primavera. Durante la guerra.
Erlendur calló.
– ¿Quién condena a un hombre por asesinar un alma? -continuó-. ¿Puedes decírmelo tú? ¿Cómo se puede acusar a un hombre de matar almas, y llevarlo ante los tribunales y hacer que le condenen?
– No lo sé -dijo Erlendur, que no comprendía cabalmente de lo que estaba hablando la mujer.
– ¿Habéis llegado a los huesos? -preguntó ella, cambiando de tema.
– Mañana -respondió Erlendur-. ¿Tienes idea de quién fue enterrado ahí?
– Resultó al final que ella era como estos arbustos -dijo la mujer suavemente.
– ¿Quién?
– Como los groselleros. No necesitan que los cuiden. Son especialmente recios, aguantan toda clase de inclemencias, incluso los inviernos más duros, pero se renuevan de verde al verano siguiente, y las grosellas que nos dan son siempre igual de rojas y llenas de zumo, como si no hubiera pasado nada. Como si nunca hubiera sido invierno.
– Perdona, pero ¿cómo te llamas? -preguntó Erlendur.
– El soldado la despertó de nuevo a la vida.
La mujer calló y miró fijamente los arbustos, como si hubiera volado en un instante a otro lugar y otro tiempo.
– ¿Quién eres? -preguntó Erlendur.
– A mamá le encantaba el color verde. Decía que el verde era el color de la esperanza. -Volvió en sí-. Me llamo Mikkelína -dijo. Entonces pareció vacilar-. Él era un monstruo -añadió-. Una bestia de odio y furia.
Capítulo 23
Iban a dar las diez y había empezado a refrescar en la colina, y Erlendur preguntó a Mikkelína si no deberían sentarse en su coche, o si prefería charlar por la mañana. Ya se había hecho tarde y…
– Vamos a sentarnos en el coche -dijo ella, y echó a andar.
Caminaba despacio y se inclinaba a la izquierda cada vez que pisaba sobre el pie deforme. Erlendur iba delante y la sostuvo para que llegara, abrió la puerta y la ayudó a sentarse. Luego se sentó él también, dando la vuelta por delante. No comprendía cómo había llegado Mikkelína a la colina. No parecía que tuviera coche.
– ¿Has venido en taxi? -le preguntó cuando estuvo sentado al volante.
Puso el motor en marcha. Éste estaba aún caliente y enseguida entraron en calor.
– Me trajo Símon -dijo ella-. Dentro de un ratito volverá a buscarme.
– Hemos intentado obtener información sobre las personas que vivieron aquí en la colina. Calculo que se trata de tu familia, y hemos oído de labios de ancianos unos relatos extraños, como aquel del gasómetro.
– Él se burlaba de ella por ese motivo -dijo Mikkelína-, pero yo no creo que la engendraran en la orgía del fin del mundo, tal y como él aseguraba. También podría haber sido engendrado allí él mismo. Creo que hubo un tiempo en que se lo restregaban por la nariz, y que se burlaban de él por eso, quizá cuando era más joven, o más tarde, y acabó endilgándoselo a ella.
– ¿De modo que crees que tu padre fue engendrado en el gasómetro?
– Él no era mi padre -dijo Mikkelína-. Mi padre falleció. Trabajaba de marinero en una barca de pesca y mi madre le quería. Aquél era mi único consuelo en la vida cuando era pequeña. Que él no fuera mi padre. Me odiaba de forma muy especial. La inválida. Por lo que me había pasado. Enfermé a los tres años de edad, me quedé inválida y perdí el habla. Él pensaba que era retrasada mental. Me llamaba idiota. Pero yo no era una retrasada. Nunca lo fui. No me proporcionaron la terapia conveniente. Y yo nunca dije nada porque vivía en permanente terror ante aquel hombre. No es ninguna novedad que los niños que se encuentran con experiencias muy negativas se vuelvan callados e incluso pierdan el habla. Supongo que es lo que me pasó a mí. Sólo mucho más tarde aprendí a caminar y empecé a hablar y a aprender. Tengo un título universitario. En Psicología.
Calló.
– Nunca pude averiguar quiénes eran los padres de él -continuó luego-. He procurado comprender lo que sucedió y por qué. Intenté escarbar algo en su infancia. Fue bracero en granjas de la comarca, aquí y allá, y finalmente en Kjós, al norte de aquí, cuando se conocieron mamá y él. Pero en un principio vivió en el distrito de Mýrar, en un pequeño pegujal llamado Melur. Ya no existe. El matrimonio que vivía allí tenía tres hijos y acogieron a otros niños, y recibían ayuda de las autoridades. Los trataban con mucha dureza. La gente de las granjas vecinas se hacía lenguas de ello. Uno de los niños murió a su cargo por desnutrición y malos tratos. Tenía ocho años. Se hizo la autopsia allí mismo, en la granja, en circunstancias primitivas, incluso para esos años. Sacaron una puerta de sus goznes e hicieron la autopsia en ella. Lavaron las vísceras en el arroyo. Se comprobó que le habían sometido a un trato innecesariamente duro, como se decía entonces, pero no se podía asegurar que ésa fuera la causa de la muerte. Él lo vio todo. A lo mejor eran amigos. Estaba acogido en Melur en esa misma época. Se le menciona en las actas del juicio, desnutrido y con heridas en la espalda y en las piernas.
Calló.
– No estoy buscando una justificación de lo que hizo ni del modo en que se comportó con nosotros -dijo luego-. Eso carece de toda posible justificación. Pero quería saber quién era.
Volvió a callar.
– ¿Y tu madre? -preguntó Erlendur.
Tenía la sensación de que Mikkelína estaba dispuesta a decirle todo lo que a ella le parecía importante, y además a su modo. Por ello no quería presionarla. Necesitaba su tiempo para hablar.
– Era muy desdichada -continuó Mikkelína bruscamente, como si fuera una conclusión razonable a la que se pudiera llegar con facilidad-. Tuvo la desgracia de caer en manos de ese hombre. Así de sencillo. No tenía a nadie, pero en Reykjavik había recibido una educación relativamente buena y trabajaba de sirvienta en una casa cuando sus caminos se encontraron. Nunca he podido saber tampoco quiénes eran sus padres. Si se anotó en algún registro, el papel ha desaparecido.
Mikkelína miró a Erlendur.
– Pero ciertamente conoció el amor antes de que fuera demasiado tarde. Él entró en su vida en el momento preciso.
– ¿Quién? ¿Quién entró en su vida?
– Y en la de Símon. Mi hermano. No sabíamos qué le pasaba por dentro, la cruz que había tenido que soportar todos esos años. Yo sentía en mí misma los golpes que mi padrastro le daba a mi madre y sufría por ella, pero yo era más fuerte que Símon. El pobre, el pobrecito Símon. Y luego Tómas. Se parecía a su padre. Tenía demasiado odio.
– Ya he perdido el hilo. ¿Quién entró en su vida, en la vida de tu madre?
– Era de Nueva York. Un estadounidense. De Brooklyn.
Erlendur asintió.
– Mamá ansiaba amor, reconocimiento de que existía, de que era un ser humano. Dave le devolvió la autoestima. Volvió a convertirla en una persona. Transcurrió mucho tiempo hasta que supimos por qué pasaba tanto tiempo con mamá. Qué era lo que veía en ella si nadie la miraba, a no ser mi padrastro, y sólo para golpearla. Pero un día le explicó por qué quería ayudarla. Dijo que lo había notado el momento mismo en que la vio por primera vez. Ya conocía las huellas de la violencia doméstica y las veía en mamá, reflejadas en sus ojos. En el rostro, en los movimientos. En un instante reconoció la historia de mi madre.
Mikkelína calló y paseó la mirada por la colina hasta el lugar donde se alzaban los groselleros.
– Dave había crecido en las mismas condiciones que Símon, Tómas y yo. Su padre nunca fue acusado ni condenado, y no le castigaron por pegar a su mujer hasta su muerte. Dave la vio morir. Eran pobres como ratas, y ella enfermó de tuberculosis y murió. Su padre le dio una paliza antes de que se muriera. Dave estaba ya en la adolescencia pero no podía enfrentarse a su padre. Se fue de casa el día en que murió su madre y nunca regresó. Entró en el ejército unos años después, antes de que estallara la guerra. Le enviaron aquí, a Reykjavik, durante la guerra, y a la colina, donde entró en una casucha y volvió a ver el rostro de su madre.