Estaban sentados en silencio.
– Entonces ya era suficientemente mayor para hacer algo -dijo Mikkelína.
Un coche pasó lentamente a su lado y se detuvo junto al solar. Un hombre salió de él y miró en dirección a los groselleros.
– Ahí está Símon, que viene a recogerme -dijo Mikkelína-. Ya se ha hecho tarde. ¿No te importa que sigamos mañana? Ven a mi casa si quieres.
Abrió la portezuela del coche y llamó al hombre, que se dio la vuelta.
– ¿Sabes quién fue enterrado ahí? -preguntó Erlendur.
– Mañana -dijo Mikkelína-. Hablaremos mañana otra vez. No corre ninguna prisa -dijo luego-. Nada corre prisa.
Símon se había acercado al coche y la ayudó a salir.
– Muchas gracias, mi querido Símon -dijo ella finalmente, enderezándose.
Erlendur se estiró en el asiento para ver mejor al hombre. Luego abrió la puerta de su lado y salió.
– Pero éste no puede ser Símon -le dijo a Mikkelína mirando al hombre sobre el que se apoyaba; no tenía más de treinta y cinco años.
– ¿Cómo? -dijo Mikkelína.
– ¿Símon no era hermano tuyo? -preguntó Erlendur mirando al hombre.
– Sí -dijo Mikkelína, y luego pareció entender la extrañeza de Erlendur-. Éste no es aquel Símon -dijo con una débil sonrisa-. Éste es mi hijo, lo bauticé con su nombre.
Capítulo 24
A la mañana siguiente, Erlendur mantuvo una reunión con Elinborg y Sigurdur Óli en su despacho y les comunicó lo que le había contado Mikkelína, y que pensaba ir a visitarla algo más tarde. Estaba seguro de que le diría quién estaba enterrado en aquel lugar, quién le había colocado allí y por qué. Y el esqueleto lo sacarían por la tarde.
– ¿Por qué no se lo sacaste todo allí mismo? -preguntó Sigurdur Óli, que había despertado como nuevo después de una tranquila velada con Bergthóra. Habían hablado del futuro, también de tener hijos, y se habían puesto de acuerdo en cuál era la mejor manera de organizarlo todo; también del viaje a París y del coche deportivo que pensaban alquilar-. Así podríamos acabar con toda esta mierda -añadió-. Estoy ya harto de los huesos. Harto del sótano de Benjamín. Harto de vosotros dos.
– Te acompañaré a verla -dijo Elinborg-. ¿Crees que será ella la chica inválida que vio Hunter en la casa cuando detuvo a aquel hombre?
– Todo parece indicar que sí. Tenía dos hermanastros que mencionó por sus nombres. Símon y Tómas. Eso encaja con los dos muchachos a quienes vio también. Y había un militar estadounidense que acudió en su auxilio que se llamaba Dave. Se lo comentaré a Hunter, por si conoce su apellido. Me pareció conveniente andar con tacto con esa mujer. Nos dirá lo que necesitamos saber. No hace ninguna falta correr demasiado en este caso.
Miró a Sigurdur Óli.
– ¿Has acabado ya en el sótano de Benjamín?
– Sí, acabé ayer. No encontré nada.
– ¿Está excluido que sea su novia la que fue enterrada allí?
– Sí, o al menos eso creo; se tiró al mar.
– ¿Es posible confirmar la violación? -pensó Elinborg en voz alta.
– Creo que la confirmación está en el fondo del mar -dijo Sigurdur Óli.
– ¿Cómo lo expresó ella? ¿Veraneo en Fljót? -dijo Erlendur.
– El amor está en el campo -dijo Sigurdur Óli con una sonrisa.
– ¡Gilipollas! -exclamó Erlendur.
Hunter recibió a Erlendur y a Elinborg en la puerta de su casa y les indicó que pasaran al salón. La mesa del comedor estaba cubierta de documentos relacionados con el almacén de intendencia; había faxes y fotocopias esparcidos por el suelo, y por toda la sala se veían diarios y cuadernos, todos abiertos. Erlendur tuvo la sensación de estar metido en una investigación de mucha mayor enjundia. Hunter rebuscó en el montón de papeles de la mesa.
– Tengo por aquí en algún sitio una lista con la gente que trabajaba en el campamento, los islandeses -dijo-. Me la facilitó la embajada.
– Hemos encontrado a la gente de la casa en donde entraste -dijo Erlendur-. Creo que se trata de la niña inválida que viste.
– Estupendo -dijo Hunter pensando en otra cosa-. Estupendo. Aquí está.
Le pasó a Erlendur una lista manuscrita con los nombres de los nueve islandeses que trabajaban en el almacén. Erlendur la conocía. Jim se la había leído por teléfono e iba a enviarle una copia. Recordó de pronto que había olvidado preguntarle a Mikkelína el nombre de su padrastro.
– He descubierto quién dio el chivatazo, quien delató a los ladrones. Un compañero mío de la policía militar de Reykjavik vive ahora en Minneapolis. Hemos mantenido el contacto y le llamé por teléfono. Recordaba bien el caso y lo descubrió indagando.
– ¿Y quién era? -preguntó Erlendur.
– Se llamaba Dave, y era de Brooklyn. David Welch. Un soldado raso.
El mismo nombre que había mencionado Mikkelína, pensó Erlendur.
– ¿Sigue con vida? -preguntó.
– Lo ignoramos. Mi amigo está intentando averiguar algo más a través del Ministerio de Defensa. A lo mejor le enviaron al frente.
Elinborg se puso a trabajar con Sigurdur Óli en la lista para saber quiénes eran los que habían trabajado en el almacén y dónde se encontraban ellos y sus descendientes, pero Erlendur le pidió que se reuniera más tarde con él para ir a ver a Mikkelína. Primero pensaba ir al hospital a visitar a Eva Lind.
Entró al pasillo de la UCI y miró a su hija, que yacía inmóvil como hasta entonces, con los ojos cerrados. Con gran alivio comprobó que no se veía a Halldóra por ningún sitio. Miró hacia el pasillo de la UCI donde había entrado por error y donde había tenido aquella extraña conversación con la mujer bajita sobre el muchacho en medio de la tormenta de nieve. Caminó lentamente por el pasillo hasta la última habitación, y al llegar allí comprobó que estaba vacía. La mujer del abrigo de pieles se había ido, y la cama en la que yacía aquel hombre en algún lugar entre la vida y la muerte estaba vacía. La mujer que aseguró ser médium también se había ido, y Erlendur estuvo pensando si todo aquello realmente había sucedido alguna vez o si habría sido un sueño. Se detuvo unos instantes en la puerta, luego se dio media vuelta y entró en la habitación de su hija cerrando la puerta con cuidado. Habría querido cerrarla con cerrojo, pero no tenía. Se sentó al lado de Eva Lind y se quedó en silencio junto a su cama pensando en el niño de la tormenta.
Pasó un buen rato hasta que salió de su ensimismamiento y exhaló un profundo suspiro.
– Tenía ocho años -le dijo a Eva Lind-. Dos años menos que yo.
Pensó en las palabras de la médium: no había sido culpa de nadie. Aquellas palabras tan simples venidas de la nada no le decían mucho. Había pasado toda su vida en aquella tormenta y el tiempo no había hecho sino volverla aún peor.
– Se me escapó de la mano -le dijo a Eva Lind.
Oyó el grito en la tormenta.
– No podíamos vernos -dijo-. Íbamos cogidos de la mano sin dejar espacio entre los dos pero no le podía ver por culpa de la nieve. Y luego se me escapó de la mano.
Calló.
– No te vayas. Tienes que sobrevivir y regresar, y volver a estar sana. Sé que tu vida no es un camino de rosas, y que la estás echando a perder como si no valiera nada. Como si tú no valieras nada. Pero no tienes razón al pensar eso. Y no puedes seguir pensando así.
Erlendur miró a su hija a la pálida luz de la lamparita de la mesilla de noche.