Grímur apretó la mano sobre el vientre de la madre.
– No podéis ver un uniforme sin abriros de piernas.
Símon se levantó en silencio y se puso detrás de su padre.
– ¿Qué te parece si nos preparamos un café? -dijo Grímur a la madre-. ¿Qué te parece si nos preparamos un exquisito café bien caliente? Si Dave nos lo permite. ¿Crees que nos lo permitirá? -rió-. A lo mejor se toma una tacita con nosotros. ¿Le esperas? ¿Esperas que venga a salvarte?
– No hagas eso -dijo Símon a su espalda.
Grímur soltó a la madre y se volvió hacia Símon.
– No hagas eso -repitió Símon.
– ¡Símon! -exclamó la madre con aspereza-. ¡Basta ya!
– Deja a mamá -dijo Símon con voz temblorosa.
Grímur se volvió de nuevo hacia la madre. Mikkelína y Tómas les observaban desde el pasillo. Él se inclinó sobre ella y le murmuró al oído:
– ¡A lo mejor desapareces tú un día, igual que la chica de Benjamín!
La madre miró a Grímur, preparada para un ataque que sabía inevitable.
– ¿Qué sabes tú de eso?
– La gente desaparece. Toda clase de gente. También los finos. Así que una desgraciada como tú también puede desaparecer. ¿Quién iba a preguntar por ti? A lo mejor tu mamá, la del gasómetro, que anda buscándote. ¿No crees?
– Déjala -dijo Símon, que seguía al lado de la mesa de la cocina.
– ¿Símon? -dijo Grímur-. Pensaba que éramos amigos. Tómas, tú y yo.
– Déjala -repitió Símon-. Tienes que dejar de hacerle daño. Tienes que dejar de hacerle daño y marcharte. Márchate y no vuelvas más.
Grímur se había ido acercando a él y se quedó mirándole como si fuera alguien completamente desconocido.
– Ya me he ido. He estado fuera seis meses y así es como se me recibe: la vieja en estado, y ahora resulta que el pequeño Símon pretende echar a su padre. ¿Eres ya lo bastante grande para darle órdenes a tu papá, Símon? ¿Eso crees? ¿Crees que alguna vez llegarás a ser lo bastante grande para darme órdenes a mí?
– ¡Símon! -exclamó la madre-. Déjalo estar. Vete a Gufunes con Tómas y Mikkelína y esperadme allí. ¿Me oyes, Símon? Haz lo que te digo.
Grímur sonrió burlón a Símon.
– Y ahora la vieja se pone a dar órdenes. ¿Quién se cree que es? Vaya, sí que habéis cambiado todos en tan poco tiempo.
Grímur miró hacia el pasillo.
– ¿Y qué pasa con el bicho raro? ¿A lo mejor hasta la coja parlotea? La coja del de-de-de-de-demonio, tendría que haberla estrangulado hace muchos años. ¿Así me lo agradecéis? ¡¿Así me lo agradecéis?! -bramó hacia el pasillo.
Mikkelína desapareció del umbral y se ocultó en la oscuridad del pasillo. Tómas se quedó solo mirando a Grímur, que le sonrió.
– Pero Tómas y yo somos amigos -dijo Grímur-. Tómas nunca engañaría a su papá. Ven aquí, chiquillo. Ven con tu papá.
Tómas fue hacia él.
– Mamá llamó por teléfono -dijo.
Capítulo 25
– No creo que la intención de Tómas fuera ayudarle a él, sino a mamá, asustarle a él de alguna forma y así ayudar a mamá. Aunque creo que no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era tan pequeño, el buen niño.
Mikkelína calló y miró a Erlendur. Elinborg y él habían ido a su casa y escuchaban el relato de su madre y de Grímur, cómo se conocieron y cómo la golpeó la primera vez y cómo la violencia fue creciendo con el tiempo y cómo intentó ella por dos veces la huida, cómo la había amenazado con matar a los niños. Les habló de la vida en la colina, de los soldados y del campamento de intendencia y del robo, y de Dave que pescaba en el lago y del verano que su padre pasó en chirona y su madre se enamoró, de cómo sus hermanos la sacaban a tomar el sol y de la fría mañana de otoño en que regresó su padrastro.
Mikkelína se tomó todo el tiempo necesario para contarle aquellas cosas, sin pasar por alto nada que le pareciera importante en la historia de la familia. Erlendur y Elinborg estaban sentados escuchando y tomando el café y las galletas que Mikkelína les había preparado, pensando que Erlendur acudiría. Saludó a Elinborg con cariño y le preguntó si había muchas mujeres investigadoras en la policía.
– Casi ninguna -dijo Elinborg con una sonrisa.
– Pues qué pena -dijo Mikkelína, y les invitó a que se sentaran-. Las mujeres tendrían que estar en todas partes y en primera línea.
Elinborg miró a Erlendur, que sonrió débilmente. Había ido al despacho después del almuerzo, había estado en el hospital, y le pareció encontrarlo más abatido que de costumbre. Le preguntó por el estado de Eva Lind, pues pensó que debía de haber empeorado, pero no había cambios, y cuando le preguntó qué tal estaba él y si podía hacer algo, sacudió la cabeza y le dijo que lo único que se podía hacer era esperar. Elinborg pensó que la espera estaría resultando una prueba muy dura, pero no siguió insistiendo. Erlendur no solía hablar de sí mismo con los demás.
Mikkelína vivía en la planta baja de un pequeño bloque de pisos en Breidholt, un barrio del sur de la capital. Su hogar era pequeño pero acogedor y, mientras ella preparaba el café en la cocina, Erlendur paseó por el salón mirando fotos de su familia, o de personas que supuso podrían ser su familia. No eran muchas, y pensó que ninguna de las fotos podía estar hecha en la colina.
Empezó a hablarles un poco sobre sí misma mientras trasteaba en la cocina; su voz llegaba sin problemas al salón. Empezó tarde a ir al colegio, casi a los veinte años, e igualmente comenzó tarde la fisioterapia para su invalidez, pero enseguida empezó a hacer grandes progresos. Erlendur tuvo la sensación de que pasaba relativamente deprisa por la historia al hablar de sí misma, pero no hizo ningún comentario al respecto. Mikkelína consiguió terminar el bachillerato en los cursos para adultos, entró en la universidad y se licenció en Psicología. Por entonces tenía ya más de cuarenta años. Ahora, ya había dejado de trabajar.
Había adoptado al niño, al que dio el nombre de Símon, antes de empezar sus estudios universitarios. Formar una familia natural habría sido muy difícil, por circunstancias que quizá no necesitaba explicarles con mayor detalle. En sus labios se dibujó una sonrisa irónica.
Dijo que visitaba regularmente la colina en primavera y en verano, echaba un vistazo a los groselleros y en otoño recogía las bayas, y hacía mermelada. Aún le quedaba un poquito del otoño pasado, y les dio para que la probaran. Elinborg, que entendía de cocina, la alabó. Mikkelína se la regaló excusándose por la poca cantidad que quedaba.
Había visto crecer la ciudad a lo largo de los años, extendiéndose primero hacia Breidholt y luego por Grafarvogur a la velocidad del rayo, y luego a Mosfellsdalur y finalmente por la colina de Grafarholt, donde ella había vivido en tiempos y de donde procedían algunos de sus recuerdos más dolorosos.
– En realidad, de ese lugar sólo tengo recuerdos dolorosos -dijo-. Excepto por ese breve verano.
– ¿Naciste con esta discapacidad? -preguntó Elinborg.
Había intentado formular la pregunta con la máxima delicadeza, pero llegó a la conclusión de que en un tema de aquella índole no había delicadeza posible.
– No -dijo Mikkelína-. Enfermé a los tres años de edad. Me llevaron a un hospital. Entonces se prohibía a las madres permanecer con sus hijos en las salas de hospitalización. Mamá nunca consiguió comprender aquella norma odiosa y despiadada que le impedía estar junto a su hija, que se encontraba muy enferma y habría podido morir en el hospital. Más tarde pensó que yo podría llegar a recuperar lo que había perdido, pero mi padrastro no le permitió ocuparse de mí, ni llevarme al médico, ni que me trataran. Tengo algunos recuerdos anteriores a la enfermedad, aunque no sé si son sueño o realidad, pero brilla el sol y estoy en el patio de la casa, probablemente donde mi madre trabajaba de sirvienta, corriendo y chillando como si ella anduviera detrás de mí. Y no recuerdo nada más. Sólo que era capaz de correr.