Se oyó un crujido en la cama.
Grímur salió al pasillo y entró en la cocina. Miró a la madre, que tenía el niño recién nacido en las manos, y una expresión de repulsión se dibujó en su rostro. Miró a Tómas y las gachas esparcidas por el suelo.
– ¿Es posible? -dijo en voz baja, asombrado, como si por fin hubiera hallado la respuesta al enigma en el que llevaba debatiéndose tanto tiempo. Volvió a mirar a la madre, en el suelo-. ¿Me estás envenenando? -bramó.
La madre le miró. Mikkelína y Símon no se atrevían a alzar la vista. Tómas estaba inmóvil junto a las gachas del suelo.
– ¡Maldita sea si no había sospechado ya algo así! Esta debilidad. Estos dolores. La flojera…
Recorrió con los ojos la cocina de un lado a otro. Fue hasta los armarios y sacó los cajones. Estaba invadido por la furia. Arrojó al suelo el contenido de los armarios. Sacó una vieja bolsa de harina y la arrojó contra la pared, donde se rompió, y entonces se oyó caer al suelo un frasco de cristal.
– ¿Es esto? -gritó levantando el frasco.
Se inclinó de nuevo hacia la madre.
– ¿Desde cuándo me haces esto? -bramó, babeante de furia.
La madre le miró fijamente a los ojos. Una vela ardía en el suelo a su lado, y a toda prisa cogió unas tijeras grandes, las calentó a la llama de la vela, cortó el cordón umbilical y lo ató con manos temblorosas, mientras él buscaba el veneno.
– ¡Respóndeme! -gritó Grímur.
Ella no necesitaba responder. Él vio la respuesta en sus ojos. En su gesto. En su orgullo. De qué manera siempre, en lo más profundo, le había desafiado, indoblegable; daban igual las palizas, lo fuertes que fueran los golpes; lo vio en su callada protesta, en la mirada de desafío que le lanzaba sin apartar los ojos con el bastardo del soldado en los brazos.
Lo vio en el niño que tenía en sus brazos.
– Deja a mamá en paz -dijo Símon en voz baja.
– ¡Dámelo! -gritó Grímur-. ¡Dame ese niño, maldita víbora!
La madre sacudió la cabeza.
– No te lo daré -respondió en voz baja.
– Deja a mamá -dijo Símon en voz más alta.
– ¡Dámelo -gritó Grímur- u os mato a los dos! ¡Os mataré a todos! ¡Os mataré! ¡A todos! -Babeaba de rabia-. ¡Puta de mierda! ¡Querías matarme! ¡Te crees que podrías matarme a mí!
– ¡Basta ya! -gritó Símon.
La madre apretaba al niño contra su pecho con una mano, y con la otra buscaba las tijeras grandes, pero no las encontraba. Apartó los ojos de Grímur y miró a su alrededor, despavorida, ampliando su búsqueda, pero ya no estaban.
Erlendur miró a Mikkelína.
– ¿Quién cogió las tijeras?
Mikkelína se había puesto en pie y estaba delante de la ventana del salón. Erlendur y Elinborg intercambiaron miradas. Los dos pensaban lo mismo.
– ¿Eres tú la única que puede contar lo que sucedió? -preguntó Erlendur.
– Sí -dijo Mikkelína-. No hay nadie más.
– ¿Quién cogió las tijeras? -preguntó Elinborg.
Capítulo 28
– ¿No os apetece conocer a Símon? -preguntó Mikkelína. Sus ojos estaban empañados de lágrimas.
– ¿A Símon? -dijo Erlendur, que no sabía de qué les estaba hablando. Entonces se acordó. Recordó al hombre que había ido a recogerla a la colina-. ¿Te refieres a tu hijo?
– No, a mi hijo no, a mi hermano -precisó Mikkelína-. A mi hermano Símon.
– ¿Vive?
– Sí. Vive.
– Entonces tendremos que hablar con él -dijo Erlendur.
– No servirá de mucho -dijo Mikkelína con una sonrisa-. Pero iremos a verle. Le gustan las visitas.
– Pero ¿no piensas seguir con lo que nos estabas contando? -preguntó Elinborg-. ¿Qué clase de bestia era ese hombre? No puedo creer que alguien sea capaz de comportarse así.
Erlendur la miró
Mikkelína se levantó.
– Os lo contaré por el camino. Vamos a ver a Símon.
– ¡Símon! -gritó la madre.
– Deja a mamá en paz -chilló Símon con voz temblorosa, y antes de que pudieran darse cuenta le había clavado la tijera hasta el fondo a Grímur en el pecho.
Símon retiró la mano. El mango de las tijeras sobresalía del pecho. Grímur miró a su hijo con ojos de asombro, como si no acabara de entender lo que había sucedido. Se fijó en las tijeras y pareció incapaz de moverse. Miró de nuevo a Símon.
– ¿Me matas tú? -gimió, cayendo de rodillas.
La sangre empezó a salir por la herida y alcanzó el suelo, y él fue cayendo poco a poco hacia atrás hasta quedar tendido.
La madre apretaba al niño contra su pecho llena de silencioso espanto. Mikkelína estaba inmóvil a su lado. Tómas seguía quieto en el mismo sitio en que se le había caído el plato. Símon empezó a temblar, en pie al lado de su madre. Grímur no se movía.
Un silencio sepulcral se adueñó de la casa.
Hasta que la madre dejó escapar un lacerante grito de agonía.
Mikkelína calló.
– No sé si el niño nació muerto o si mamá lo había apretado con tanta fuerza que se asfixió en sus brazos. Lo parió mucho antes de que hubiera llegado a término. Lo esperaba para la primavera pero era todavía invierno. No le oímos hacer ruido alguno. Mamá no llegó a limpiarle la boca y la nariz y le enterró el rostro en su ropa manteniéndole abrazado, por miedo a que se lo quitara.
Erlendur torció hacia la entrada de una casa unifamiliar normal y corriente, siguiendo las indicaciones de Mikkelína.
– ¿No habría sobrevivido al invierno? -preguntó Erlendur-. Me refiero a su marido. ¿Ésos eran los planes que se había hecho ella?
– Quizá -dijo Mikkelína-. Llevaba tres meses envenenándole. No era suficiente.
Erlendur se detuvo en la entrada de la casa y apagó el motor.
– ¿Habéis oído hablar de la hebefrenia? -preguntó abriendo la puerta.
La madre miraba fijamente al niño muerto en sus brazos, meciéndose adelante y atrás con fuertes gemidos.
Símon no parecía darse cuenta de su presencia y tenía clavados los ojos en el cuerpo de su padre, incapaz de creer lo que estaba viendo. Un gran charco de sangre había empezado a formarse debajo de él. Símon temblaba como una hoja.
Mikkelína intentaba consolar a su madre, pero era de todo punto imposible. Tómas pasó por delante de ellos y entró en el dormitorio y cerró la puerta, todo sin decir una sola palabra. Sin mostrar reacción alguna.
Así pasó un buen rato.
Mikkelína consiguió calmar a su madre. Ésta volvió en sí, calló y miró a su alrededor. Vio a Grímur tumbado en medio de su sangre, junto a ella, a Símon, temblando como una hoja, y el gesto de angustia de Mikkelína. Entonces se puso a lavar al niño con el agua caliente a fondo, con mucho cuidado, con movimientos lentos y delicados, como si supiese lo que había que hacer sin necesidad de pensar en los detalles. Dejó al niño en el colchón, se puso en pie y abrazó a Símon, que seguía sin moverse del sitio, y el niño cesó de temblar y se echó a llorar con profundos sollozos. Lo llevó hasta una silla y le hizo sentarse de espaldas al cadáver. Fue hacia Grímur y sacó las tijeras de la herida y las echó al fregadero.
Luego se sentó en una silla, exhausta tras el parto.
Les explicó lo que tenían que hacer. Dieron la vuelta a Grímur, lo colocaron sobre una manta y arrastraron el cuerpo hacia la entrada. Se alejaron un buen trecho de la casa y Símon se aprestó a excavar un hoyo. Durante el día había aclarado el tiempo, pero ahora volvía a llover, una fría y espesa lluvia de invierno. La tierra no estaba demasiado helada. Símon utilizó un hacha para romper el hielo y a las dos horas de cavar arrastraron el cadáver hasta allí y lo dejaron al borde del agujero. Pasaron la manta por encima de la fosa, dejaron caer el cuerpo y tiraron de la manta. El cuerpo cayó en el agujero de tal forma que el brazo izquierdo se quedó levantado, pero ni Símon ni su madre tuvieron valor para tocarlo.