La madre regresó a la casa arrastrando los pies y cogió al niño, lo sacó a la fría lluvia y lo puso encima del cadáver.
Estaba a punto de hacer la señal de la cruz sobre la tumba, pero se detuvo.
– No existe -dijo.
Luego empezó a echar paletadas de tierra al agujero. Símon estaba al lado de la tumba viendo caer la húmeda tierra negra sobre los cuerpos, que desaparecían poco a poco. Mikkelína se había puesto a ordenar la cocina. A Tómas no se le veía por ningún sitio.
Había ya una gruesa capa de tierra en la tumba cuando Símon creyó ver, de pronto, que Grímur se movía. Se sobresaltó y miró a su madre, que no se había percatado de nada, y luego miró fijamente la tumba y vio con insoportable espanto que él, con el rostro medio cubierto de tierra, se movía.
Abrió los ojos.
Símon era incapaz de moverse.
Grímur le miraba fijamente desde la tumba.
Símon gritó tan fuerte que su madre dejó de echar tierra. Miró a Símon y luego a la tumba, y vio que Grímur seguía con vida. Estaba en el borde mismo de la fosa. La lluvia caía sobre ellos con violencia y le limpiaba a Grímur la tierra del rostro. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, hasta que Grímur movió los labios.
– ¡Hazlo!
Y volvió a cerrar los ojos.
La madre miró a Símon, luego a la tumba. Cogió la pala y siguió echando tierra como si nada hubiera pasado.
– Mamá -gimió Símon.
– Vete a casa, Símon -dijo la madre-. Ya se acabó. Vete a casa a ayudar a Mikkelína. Por favor, Símon. Vete a casa.
Símon miró a su madre doblada sobre la pala, empapada de la fría lluvia, acabando de llenar la fosa. Y se dirigió a la casa en silencio.
– Es posible que Tómas pensara que todo era culpa suya -dijo Mikkelína-. Nunca habló de ello, no quiso hablar con nosotros. Se encerró en sí mismo por completo. En el momento en que mamá le gritó y él dejó caer el cuenco al suelo, se puso en marcha una serie de acontecimientos que transformó nuestra vida y causó la muerte de su padre.
Estaban sentados en una limpia salita aguardando a Símon. Les habían dicho que estaba dando un paseo por el barrio pero le esperaban de un momento a otro.
– Una gente de lo más amable -dijo Mikkelína-. No podría estar en un sitio mejor.
– ¿Nadie echó de menos a Grímur, o…? -dijo Elinborg.
– Mamá limpió la casa de arriba abajo y cuatro días después denunció que su marido se había ido a pie a Selfoss, por el páramo de Hellisheidi, y no había vuelto a saber nada de él desde entonces. Nadie sabía de su embarazo, o al menos nunca le preguntaron. Enviaron equipos de búsqueda al páramo pero, naturalmente, no le encontraron.
– ¿Qué iba a hacer él en Selfoss?
– Mamá nunca tuvo que dar más explicaciones -dijo Mikkelína-. Nadie pidió que explicara el motivo de los viajes de su marido. Era un ex presidiario. Un ladrón. ¿Qué les importaba lo que fuera a hacer en Selfoss? A nadie le importaba lo más mínimo. Ni lo más mínimo. Había muchas otras cosas en las que pensar. El mismo día que mamá denunció la desaparición, los soldados americanos mataron a un islandés a tiros.
Mikkelína sonrió débilmente.
– Pasaron varios días. Luego, semanas. Nunca apareció. Se le declaró muerto. Perdido. Una desaparición de lo más habitual en Islandia.
Suspiró.
– Fue por Símon por quien más lloró mamá.
Cuando todo hubo terminado, en la casa reinaba un silencio extraño.
La madre estaba sentada a la mesa de la cocina, aún empapada por aquel diluvio, con los ojos perdidos en el infinito, las manos llenas de tierra sobre la mesa, sin prestar atención alguna a los niños. Mikkelína estaba sentada junto a ella y le acariciaba los brazos. Tómas seguía en el dormitorio y no apareció. Símon estaba en mitad de la cocina mirando hacia la lluvia, y las lágrimas le corrían por las mejillas. Miró luego a su madre y a Mikkelína y de nuevo por la ventana, desde donde se veían los groselleros. Luego salió.
Estaba mojado y helado y temblando en medio de la lluvia cuando llegó hasta el arbusto, se detuvo a su lado y acarició sus ramas desnudas. Después miró hacia el cielo, enfrentándose a la lluvia. El firmamento estaba negro y en la distancia se oían truenos.
– Lo sé -dijo Símon-. No se podía hacer otra cosa.
Calló y bajó la cabeza y la lluvia chorreó sobre él.
– Ha sido tan difícil. Ha sido tan difícil y tan horrible, tanto tiempo. No sé por qué era así. No sé por qué tuve que matarle.
– ¿Con quién hablas, Símon? -preguntó su madre, que había salido y había llegado hasta él y le abrazaba.
– Soy un asesino -dijo Símon-. Yo le maté.
– No a mis ojos, Símon. Tú nunca podrás ser un asesino a mis ojos. No más que yo. A lo mejor se trata del destino que se labró él mismo. Lo peor que puede suceder es que te eches la culpa a ti en su lugar, una vez que está muerto.
– Pero yo le maté, mamá.
– Porque no podías hacer ninguna otra cosa. Tienes que entenderlo, Símon.
– Pero me siento tan mal.
– Lo sé, Símon. Lo sé.
– Me siento tan mal.
Ella miró los arbustos.
– En otoño, estos arbustos volverán a dar grosellas, y todo irá bien. Créeme, Símon. Todo irá bien.
Capítulo 29
Miraron hacia la entrada cuando se abrió la puerta, y entró un hombre de unos setenta años, de hombros caídos, ralos cabellos blancos y rostro afable y sonriente, vestido con un bonito jersey grueso y pantalones grises. Le acompañaba un empleado al que habían informado de que el paciente tenía visita. Le condujeron a la salita.
Erlendur y Elinborg se pusieron en pie. Mikkelína fue hacia él y le abrazó, y el hombre le sonrió, su rostro se puso radiante como el de un niño.
– Mikkelína -dijo el hombre con una voz extrañamente juvenil.
– Hola, Símon -dijo Mikkelína-. He venido de visita con unas personas que querían conocerte. Ésta es Elinborg y este señor se llama Erlendur.
– Me llamo Símon -dijo el hombre, dándoles la mano-. Mikkelína es mi hermana.
Erlendur y Elinborg asintieron con la cabeza.
– Símon es de lo más feliz -dijo Mikkelína-. Aunque nosotros no lo seamos ni lo hayamos sido nunca, Símon es feliz, y eso es muy importante.
Símon se sentó junto a ellos, tomó de la mano a Mikkelína y le sonrió, le acarició la cara y sonrió a Erlendur y Elinborg.
– ¿Quién es esta gente? -preguntó.
– Amigos míos -dijo Mikkelína.
– ¿Te encuentras bien aquí? -preguntó Erlendur.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Símon.
– Me llamo Erlendur.
Símon reflexionó un momento.
– ¿Eres extranjero? -preguntó.
– No, soy islandés -respondió Erlendur.
Símon sonrió.
– Soy el hermano de Mikkelína.
Mikkelína le acarició la mano.
– Son policías, Símon.
Símon miró a Erlendur y luego a Elinborg.
– Saben todo lo que pasó -dijo Mikkelína.
– Mamá está muerta -dijo Símon.
– Sí, mamá está muerta -dijo Mikkelína.
– Habla tú -dijo Símon con gesto de súplica-. Habla tú con ellos.
Miró a su hermana y evitó mirarles a ellos.
– Todo está bien, Símon -dijo Mikkelína-. Vendré a verte otro rato.
Símon sonrió y se puso en pie, fue hacia la puerta y desapareció con pasitos cortos por el pasillo al que se abrían las habitaciones.
– Hebefrenia -dijo Mikkelína.
– ¿Hebefrenia? -preguntó Erlendur con extrañeza.
– No sabíamos lo que era -respondió Mikkelína-. De alguna forma, dejó de madurar. Siguió siendo el mismo chico alegre y bueno, pero la maduración psicológica no iba al mismo ritmo que la física. La hebefrenia es un tipo de esquizofrenia. Símon es una especie de Peter Pan. A veces tiene que ver con la adolescencia. A lo mejor estaba ya predestinado a la enfermedad. Siempre había sido muy sensible, y cuando tuvieron lugar estos espantosos sucesos, fue como si perdiera totalmente el control. Siempre había vivido con miedo y sintiéndose responsable. Pensaba que le tocaba a él defender a nuestra madre, sencillamente porque no había nadie más que pudiera hacerlo. Era el mayor y el más fuerte, aunque quizá fuera en realidad el más pequeño y más débil.