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Enriendar tenía también un hijo, Sindri Snaer, que tenía escasa relación con su padre. Eva Lind y él eran pequeños cuando Enriendar abandonó el hogar dejándolos con su madre. La esposa nunca perdonó a Erlendur y no le permitió que tuviera trato alguno con sus hijos. Él se resignó, aunque se arrepintió cada vez más de aquella decisión. Los dos lo buscaron cuando tuvieron edad para ello.

El frío anochecer de primavera se posaba sobre Reykjavik cuando Erlendur salió en su coche, a toda velocidad, del barrio del Milenario, entró en la carretera de Vesturland y llegó a la ciudad. Tuvo la precaución de llevar encendido el móvil y de ponerlo en el asiento delantero. Erlendur no sabía muchos detalles sobre la vida de su hija y no tenía ni idea de por dónde empezar a buscarla, hasta que recordó el sótano de Vogar donde Eva Lind había vivido un año antes.

Primero comprobó si había ido a su casa, pero no vio a Eva Lind por ningún sitio cerca del bloque de apartamentos donde él vivía. Dio una vuelta alrededor del bloque y luego entró en el portal. Eva tenía llave de su apartamento. Subió al piso y la llamó, pero no estaba. Pensó en llamar a su madre, pero no se decidió. Prácticamente no habían hablado en veinte años. Levantó el auricular y llamó a su hijo, pues sabía que él y su hermana mantenían relación, aunque fuera esporádica. Consiguió el número de Sindri en Información. Resultó que Sindri estaba trabajando en otra parte del país y no tenía ni idea del paradero de su hermana.

Erlendur vaciló.

– Maldita sea -suspiró.

Volvió a llamar a Información para pedir el número de su ex mujer.

– Soy Erlendur -dijo cuando ella respondió-. Creo que Eva Lind se ha metido en algún problema. ¿Sabes dónde puede estar?

Se produjo un silencio en el teléfono.

– Me llamó pidiéndome ayuda, pero se cortó la conexión y no sé dónde está. Creo que le pasa algo serio.

La mujer no respondió.

– ¿Halldóra?

– ¿Me llamas después de veinte años?

Sintió un frío odio en su voz tras todos aquellos años, y supo que había cometido un error.

– Eva Lind necesita ayuda y no sé dónde está -dijo.

– ¿Que necesita ayuda?

– Creo que le pasa algo serio.

– ¿Y es culpa mía?

– ¿Culpa tuya? No. No es…

– ¿Crees que yo no he necesitado ayuda? Sola con dos niños. A mí nunca me ayudaste.

– Hall…

– Y ahora tus hijos se han ido al demonio. ¡Los dos! ¿Empiezas a comprender ya lo que hiciste? ¿Lo que nos hiciste? ¿Lo que nos hiciste a mí y a tus hijos?

– Te negaste a permitirme el contac…

– ¿Crees que no he tenido que salvarla yo un millón de veces? ¿Crees que no he tenido que dar la cara por ella? ¿Dónde estabas tú entonces?

– Halldóra, yo…

– ¡Cabrón! -vociferó la mujer.

Le colgó. Erlendur se maldijo a sí mismo por llamarla. Se metió en el coche, fue al barrio de Vogar y se detuvo delante de un destartalado edificio de apartamentos con varias plantas bajas, medio enterradas en la tierra. Llamó al timbre que colgaba del marco de la puerta de uno de ellos, pero no oyó sonido alguno en el interior y golpeó la puerta con la mano. Esperó impaciente a que se oyera algún ruido y se abriera la puerta, pero no sucedió nada. Agarró el pomo. La llave no estaba echada y Erlendur dio un paso al interior, con prudencia. Entró primero a un pequeño vestíbulo y oyó un débil llanto de niño procedente de alguna otra habitación de la casa. Un fuerte olor a orina y excrementos le golpeó al acercarse al salón.

Había una niña que no tendría más de un año sentada en el suelo del salón, aletargada de tanto llorar. Se agitaba en profundos sollozos, con el trasero desnudo y una camiseta asquerosa como único atuendo. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza vacías y botellas de vodka igualmente vacías, y de envoltorios de comida rápida y productos lácteos echados a perder, cuyo violento olor acre se mezclaba con los aromas de la orina y los excrementos de la niña. En la sala había pocas cosas más, aparte de un sofá rajado sobre el que yacía una mujer desnuda de espaldas a Erlendur. La niña no le prestó atención alguna cuando se acercó al sofá. Él cogió la muñeca de la mujer y encontró el pulso. En el brazo tenía cicatrices de pinchazos.

La cocina estaba anexa al salón y a su lado había una pequeña habitación donde Erlendur encontró una manta, que echó encima de la mujer del sofá. En el interior del dormitorio había un pequeño cuarto de baño con ducha. Levantó a la niña del suelo y la llevó al baño, donde la lavó de pies a cabeza con agua caliente y la envolvió en una toalla. La criatura dejó de llorar. Tenía el interior de los muslos completamente irritado por la orina. Supuso que estaría muerta de hambre pero no encontró nada comestible, excepto un trozo de chocolate que llevaba en el bolsillo del abrigo. Cortó un pedazo y se lo dio a la niña mientras le hablaba con calma. Se dio cuenta de que tenía llagas en los brazos y la espalda, e hizo una mueca.

Encontró una cuna de barrotes, sacó de ella una lata de cerveza y envoltorios de hamburguesas y metió cuidadosamente a la niña. La furia le bullía por dentro cuando volvió al salón. No sabía si aquel bulto informe del sofá era la madre de la niña pero le daba igual. La levantó y la llevó en volandas al baño, la sentó en el suelo de la ducha y le dejó caer encima el agua helada. La mujer estaba como muerta pero despertó a la vida en cuanto notó el contacto del agua, dio un respingo, boqueó jadeante, gritó e intentó defenderse.

La dejó en el agua un rato y al cabo cerró el grifo, le dio la manta, la condujo de nuevo al salón y la hizo sentarse en el sofá. Estaba despierta pero desorientada y miró a Erlendur con ojos indolentes. Luego miró a su alrededor como si le faltara algo. De pronto, recordó quién era.

– ¿Dónde está Perla? -preguntó, tiritando.

– ¿Perla? -dijo Erlendur irritado-. ¿La criatura?

– ¿Dónde está mi niña? -repitió la mujer.

Debía de tener unos treinta años, llevaba el pelo muy corto y la boca pintada, aunque la pintura se le había corrido por todo el rostro. El labio superior estaba hinchado y tenía un gran chichón en la frente y el ojo derecho rodeado por un círculo azulado, señal de un golpe.

– No tienes ningún derecho a preguntar por ella -le espetó Erlendur.

– ¿Qué?

– ¡Apagas cigarrillos en la piel de tu hija!

– ¿Cómo? ¡No! ¿Quién…? ¿Quién eres tú?

– ¿Es el imbécil que te pega a ti también?

– ¿Que me pega? ¿Cómo? ¿Quién eres tú?

– Voy a quitarte a Perla -dijo Erlendur-. Y voy a meter entre rejas al hombre que le hace eso. Así que tienes que decirme dos cosas.

– ¿Quitármela?

– Hace cierto tiempo vivía aquí una chica, hace un año quizá, ¿sabes algo de ella? Se llama Eva Lind. Delgada, morena…

– Perla es un demonio. Todo el rato berreando. Sin parar.

– Vaya, pobrecita de ti…

– Eso le vuelve loco.

– Empecemos por Eva Lind. ¿La conoces?

– No me la quites. Please.

– ¿Sabes quién es Eva Lind?

– Eva se mudó hace muchos meses.

– ¿Sabes adónde?

– No. Estaba con Baddi.

– ¿Con Baddi?

– Es portero. Iré a los periódicos si te la llevas. ¿Eh? Iré a los periódicos.

– ¿Dónde trabaja de portero?

Al fin se lo dijo. Erlendur se puso en pie y llamó primero una ambulancia y luego al servicio de guardia de Asistencia a la Infancia de Reykjavik y explicó brevemente la situación.