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– Y ahora a por lo otro -dijo Erlendur mientras esperaba la ambulancia-. ¿Quién es ese animal que te pega?

– Déjalo en paz -dijo ella.

– ¿Por qué? ¿Para que siga haciéndote lo mismo? ¿Eso es lo que quieres?

– No.

– Pues quién es.

– Es que…

– Bueno. ¿Qué? ¿Quién es?

– Si piensas ir a por él…

– Sí.

– Si piensas ir a por él, tendrás que matarlo; si no te matará él a tí -dijo dirigiendo a Erlendur una sonrisa fría.

Baddi trabajaba de portero en un local de striptease llamado Conde Rosso, situado en el centro de Reykjavik. No estaba en la puerta cuando llegó Erlendur; en su lugar había una montaña de músculos, de constitución corporal extraordinaria, que le indicó dónde encontrarlo.

– Está vigilando el show -dijo el portero.

Erlendur puso cara de no entender. Se quedó mirando al hombre.

– El show privado -dijo el portero-. El baile privado -añadió, y puso cara de desesperación.

Erlendur entró en el local, que estaba iluminado con bombillas rojas de luz mortecina. En el salón había una barra, mesas y sillas y unos cuantos hombres que miraban a una chica joven que se frotaba contra una barra de hierro en una pista de baile elevada, al ritmo de una monótona melodía pop. La joven miró a Erlendur y se puso a bailar delante de él como si se tratase de un cliente en potencia, y se soltó el diminuto sujetador. Erlendur la miró con una compasión tan profunda que la muchacha se quedó confusa, dio un paso en falso, recuperó el equilibrio y se fue alejando de él hasta que dejó caer el sujetador al suelo aparentando desenvoltura, en un intento por mantener la dignidad.

Intentó adivinar dónde podían tener lugar los shows privados; vislumbró un oscuro pasillo enfrente de la pista de baile, y fue hacia allá. El pasillo estaba pintado de negro y al final había una escalera que descendía al sótano. No se veía apenas, pero bajó dificultosamente la escalera y entró en otro pasillo pintado de negro. Una solitaria bombilla roja colgaba del techo, y al final del pasillo se alzaba una montaña de músculos coronada por una cabeza extraordinariamente pequeña, con los fuertes brazos cruzados sobre el pecho, mirando a Erlendur fijamente. En el pasillo que se extendía entre ambos había seis habitaciones, tres a cada lado. Oyó el sonido de un violín en alguno de los cuartos, una melodía nostálgica.

La montaña de músculos avanzó hacia Erlendur.

– ¿Eres Baddi? -preguntó éste.

– ¿Dónde está tu chica? -preguntó la montaña de cabeza pequeña, que se erguía como una verruga sobre el grueso cuello.

– Eso iba a preguntarte yo -dijo Erlendur, extrañado.

– ¿A mí? No, yo no organizo lo de las chicas. Tienes que subir a por ellas y luego vuelves a bajar.

– Ah, de modo que es eso -dijo Erlendur cuando se percató de la confusión-. Estoy buscando a Eva Lind.

– ¿A Eva? Lo dejó hace tiempo. ¿Estuviste con ella?

Erlendur se quedó mirando fijamente al hombre.

– ¿Que lo dejó? ¿A qué te refieres?

– Venía aquí a veces. ¿De qué la conoces?

Se abrió una puerta del pasillo y asomó un hombre joven subiéndose la cremallera de los pantalones. Erlendur vio a una chica desnuda inclinarse para recoger su ropa del suelo de la habitación. El hombre se escurrió entre ellos dos, le dio un golpecito a Baddi en el hombro y desapareció escaleras arriba.

– ¿Quieres decir aquí abajo? -dijo Erlendur anonadado-. ¿Eva Lind venía aquí abajo?

– Hace mucho. En esta habitación hay una que se le parece mucho -dijo Baddi servicial como un vendedor de coches, señalando una puerta-. Es una estudiante de medicina, de Lituania. La chica del violín. ¿La oyes? Está en alguna escuela famosa de Polonia. Vienen aquí a sacar dinero y luego se vuelven a seguir estudiando.

– ¿Sabes dónde puedo encontrar a Eva Lind?

– Nunca decimos dónde viven las chicas -dijo Baddi, poniendo un curioso gesto de santurrón.

– Yo no quiero saber dónde viven las chicas -dijo Erlendur con cansancio. No podía permitirse el lujo de perder el control de la situación, sabía que tendría que andar con cuidado, que tenía que buscar la información con prudencia aunque nada deseaba más que arrancarle aquella verruga del cuello-. Creo que Eva Lind tiene problemas y me pidió que la ayudara -dijo con toda la tranquilidad de que fue capaz.

– Y tú quién eres, ¿su papaíto? -dijo Baddi burlón, soltando un bufido.

Erlendur lo miró pensando si sería posible agarrar una cabeza tan pequeña. La sonrisa burlona se congeló en el rostro de Baddi al percatarse de que había dado en el blanco. Sin pretenderlo, como de costumbre. Dio un paso atrás.

– ¿Eres el poli? -preguntó.

Erlendur asintió con la cabeza.

– Éste es un local totalmente legal.

– Eso a mí no me atañe. ¿Sabes algo de Eva Lind?

– ¿Ha desaparecido?

– No lo sé -dijo Erlendur-. Ha desaparecido de mí. Habló conmigo hace un rato y me pidió que la ayudara, pero no sé dónde está. Me han dicho que tú la conocías.

– Estuve con ella una temporada, ¿te lo dijo ella?

Erlendur sacudió la cabeza.

– No hay forma de estar con ella por mucho tiempo. Está chiflada.

– ¿Puedes decirme dónde está?

– Hace mucho que no la veo. Te odia. ¿Lo sabías?

– Cuando estabas con ella, ¿quién le proporcionaba la droga?

– ¿Quieres decir quién era su camello?

– El camello, sí.

– ¿Vas a encerrarlo?

– No, no voy a encerrar a nadie. Tengo que encontrar a Eva Lind. ¿Puedes ayudarme, o no?

Baddi reflexionó un momento. No había motivo alguno para ayudar a aquel hombre, ni tampoco a Eva Lind. Si por él fuera, podía irse al demonio. Pero el poli tenía un gesto que le advertía de que más valía tenerlo de su lado que en su contra.

– No sé nada de Eva -dijo-. Había con Alli.

– ¿Alli?

– No le digas que te envío yo.

Capítulo 5

Erlendur se dirigió en su coche a la parte más antigua de la ciudad, al lado del puerto, pensando en Eva Lind y en Reykjavik. Él era forastero y se seguía considerando forastero aunque hubiese vivido allí la mayor parte de su vida y hubiera visto la ciudad extenderse por la bahía y por las colinas conforme aumentaba la población del país. La ciudad contemporánea, rebosante de gente que ya no quería vivir en el campo o en las aldeas de la costa, o que ya no podía seguir viviendo allí y emigraba a la ciudad para empezar una nueva vida, pero que perdía sus raíces y se quedaba sin pasado y con un futuro incierto. Nunca le había gustado aquella ciudad.

Se sentía extranjero.

Alli tenía veintitantos años, era esquelético, pelirrojo y pecoso, le faltaban los dientes de delante, tenía el rostro demacrado y lánguido, y una tos muy fea. Estaba donde Baddi pensaba que estaría, en el Kaffi Austurstraeti, sentado sin compañía alguna a una mesa, con un vaso de cerveza vacío delante. Parecía dormido, la cabeza colgando y las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba puesta una parka verde, sucísima, con cuello de piel. Baddi había hecho una buena descripción. Erlendur se sentó a la mesa.

– ¿Tú eres Alli? -preguntó sin obtener respuesta.

Miró a su alrededor. El bar estaba en penumbra y apenas había unas pocas personas sentadas en mesas desperdigadas por el local. Desde un altavoz situado encima de ellos sonaba un melancólico cantante country entonando una triste melodía sobre amores perdidos. Había un camarero de mediana edad sentado en un taburete alto junto a la barra del bar, leyendo una novelita de quiosco.

Repitió la pregunta y finalmente le dio un golpecito en el hombro al joven, que despertó y miró a Erlendur con los ojos pesados de sueño.

– ¿Otra cerveza? -preguntó Erlendur, esforzándose al máximo por sonreír. Una mueca se formó en su rostro.