– ¿Tú quién eres? -preguntó Alli con ojos estúpidos.
No hizo ningún intento de ocultar su gesto de estulticia.
– Estoy buscando a Eva Lind. Soy su padre y tengo prisa. Me llamó pidiendo ayuda.
– ¿Tú eres el poli? -preguntó Alli.
– Sí, yo soy el poli -dijo Erlendur.
Alli se incorporó en su silla y lanzó una mirada furtiva a su alrededor.
– ¿Y por qué me preguntas a mí?
– Sé que conoces a Eva Lind.
– ¿Cómo?
– ¿Sabes dónde está?
– ¿Me invitas a una cerveza?
Erlendur le miró y reflexionó un instante si estaba utilizando el procedimiento correcto, y decidió que sí, porque el tiempo le apremiaba demasiado. Se puso en pie y se acercó a la barra con paso rápido. El camarero levantó los ojos cansinamente de su novela, la dejó a un lado con pena y se levantó del taburete. Erlendur le pidió una cerveza. Estaba sacando la billetera cuando se dio cuenta de que Alli había desaparecido. Echó un rápido vistazo a su alrededor y vio que la puerta exterior se cerraba. Dejó al camarero con el vaso lleno, echó a correr y vio a Alli corriendo como un desesperado en dirección al Grjótathorp.
Alli no corría muy deprisa y tampoco sería capaz de resistir mucho tiempo corriendo. Miró hacia atrás, vio a Erlendur persiguiéndolo e intentó acelerar la marcha, pero no tenía fuerzas. Erlendur lo alcanzó enseguida y le dio tal empellón que el joven cayó al suelo con un gemido. Dos frascos de pastillas se escaparon de sus bolsillos y Erlendur los recogió. Parecían pastillas de éxtasis. Le arrancó la parka a Alli y oyó el tintineo de más frascos. Tras vaciarle los bolsillos de la parka, se encontró con una cantidad considerable de droga en las manos.
– Ellos… me… matarán -dijo Alli jadeando, y se levantó de la acera.
No había casi nadie. Un matrimonio de mediana edad al otro lado de la calle se había detenido a ver lo que sucedía, pero se apresuraron a marcharse en cuanto vieron a Erlendur sacar un frasco de pastillas tras otro.
– Me da igual -dijo Erlendur.
– No me lo quites. Tú no sabes cómo son…
– ¿Quiénes?
Alli se apoyó contra la pared de una casa y empezó a retorcerse.
– Es mi última oportunidad -dijo, con el moco cayéndole de la nariz.
– Me importa un carajo cuántas oportunidades te quedan. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Eva Lind?
Alli sorbió por la nariz y miró de pronto a Erlendur, con decisión, como si hubiera encontrado una escapatoria.
– Okay.
– ¿Qué?
– Si te hablo de Eva ¿me devuelves todo eso?
Erlendur reflexionó un momento.
– Si sabes algo de Eva te lo devolveré. Si me mientes, volveré otra vez y te utilizaré de trampolín.
– Okay, okay. Eva vino hoy a verme. Si la encuentras, me echará la culpa a mí. Se acabo. Me negué a darle más. No hago tratos con chicas embarazadas.
– Claro -dijo Erlendur-. Eres un hombre de principios.
– Apareció con el bombo en todo lo alto y me lloriqueó y se puso bastante furiosa cuando me negué a darle nada, y luego se marchó.
– ¿Sabes adónde?
– Ni idea.
– ¿Dónde vive?
– La tipa no tiene ni un céntimo. Necesito pasta, ¿comprendes? Si no, me matan.
– ¿Sabes dónde vive?
– ¿Dónde vive? En ningún sitio. Va de un lado para otro. Vagabundea por ahí y gorronea lo que puede. Se piensa que puede conseguir esto gratis, así, sin más -gruñó Alli, lleno de desprecio-. Como si uno pudiera regalarlo. Como si esto fuera para regalar.
Emitía un blando siseo al hablar por la parte de la boca que había perdido los dientes, y de pronto se convirtió en un niño grande con una parka asquerosa que intentaba comportarse como un hombre.
Los mocos le habían vuelto a caer.
– ¿Adónde puede haber ido?-pregunto Erlendur.
Alli le miró y sorbió por la nariz.
– ¿Me lo devuelves?
– ¿Dónde está?
– ¿Me lo das si te lo digo todo?
– ¿Sobre qué?
– Sobre Eva Lind.
– Si no me mientes. ¿Dónde está?
– Había una chica con ella.
– ¿Quién?
– Sé dónde vive.
Erlendur se acercó a él.
– Te lo devolveré todo. ¿Qué chica era ésa?
– Se llama Ragga. Vive aquí al lado. En Tryggvagata. Arriba, en la casa grande, enfrente del puente. -Alli extendió la mano temblorosa-. Okay? Me lo prometiste. Devuélvemelo. Lo prometiste.
– No te hagas la menor ilusión de que te lo deje otra vez, estúpido -dijo Erlendur-. Ninguna. Y si tuviera tiempo te llevaría a Hverfisgata y te metería en un calabozo. De modo que pese a todo, algo sí que sacas en limpio con esto.
– ¡No, me matarán! ¡No! Dámelo, please. ¡Dámelo!
Erlendur no lo escuchó, se marchó y dejó a Alli dándose cabezazos contra la pared, maldiciéndose a sí mismo con una furia desesperada. Erlendur oyó las maldiciones durante un buen rato, pero con asombro se dio cuenta de que no iban dirigidas a él, sino a sí mismo.
– Imbécil, eres un imbécil, imbécil, imbécil, imbécil, maldito imbécil…
Miró atrás y vio a Alli darse una bofetada.
Un muchachito, quizá de cuatro años, de torso desnudo y con pantalones de pijama, descalzo y con el pelo sucio, abrió la puerta y levantó la cabeza mirando a Erlendur. Éste se inclinó hacia él y cuando alargó la mano para acariciarle la mejilla, el muchachito apartó bruscamente la cabeza. Erlendur preguntó si estaba su mamá en casa, pero el niño lo miró con ojos interrogantes y no le respondió.
– ¿Está aquí Eva Lind, amigo? -preguntó al chico.
Enriendar tuvo la sensación de que el tiempo se le escapaba entre los dedos. Habían pasado dos horas desde la llamada de Eva Lind. Intentó apartar de su mente el pensamiento de que llegaría demasiado tarde para ayudarla. Intentó imaginar en qué clase de desgracia estaría metida pero enseguida dejó de torturarse y se concentró en la búsqueda.
El muchacho no le respondió. Echó a correr hacia el interior del apartamento y desapareció. Erlendur lo siguió pero no vio adónde iba. En el apartamento reinaba una oscuridad total y Erlendur buscó con la mano los interruptores de luz de las paredes. Encontró varios que no funcionaban, hasta que llego al interior de una habitación pequeña. Allí se encendió la luz de una bombilla solitaria que colgaba del techo. No había moqueta, tan sólo el frío cemento. Unos colchones sucios estaban repartidos por el suelo del apartamento y en uno de ellos había una chica tumbada, algo más joven que Eva Lind, con unos vaqueros harapientos y una camiseta roja sin mangas. Tenía una cajita metálica con dos agujas hipodérmicas abierta al lado. Un estrecho tubo de goma se retorcía por el suelo. Había dos hombres durmiendo en sendos colchones, uno a cada lado de ella.
Erlendur se puso en cuclillas al lado de la chica y le dio unos golpecitos, aunque no obtuvo ninguna reacción. Le levantó la cabeza poniéndole una mano debajo, la incorporó un poco y le dio unas palmaditas en la mejilla. Emitió un leve murmullo. Él se incorporó, la hizo levantarse e intentó hacerla caminar, y la mujer pareció volver en sí. Abrió los ojos. Erlendur vio una silla de cocina en la penumbra y la hizo sentarse. Ella lo miró y la cabeza se le dobló sobre el cuello. Él le dio unos golpecitos en el rostro y ella volvió a recuperar el sentido.
– ¿Dónde está Eva Lind? -preguntó Erlendur.
– Eva -murmuró la muchacha.
– Estuviste hoy con ella. ¿Adónde fue?
– Eva…
La cabeza le volvió a caer. Erlendur vio al niño de pie en la puerta del dormitorio. En una mano sostenía una muñeca y en la otra un biberón vacío que enseñó en alto. Luego se lo metió en la boca y se le oyó chupar aire. Erlendur lo miró, rechinó los dientes, descolgó el teléfono y llamó para pedir ayuda.