Ruth Rendell
Simisola
Simisola, 1994
Para Marie
Agradecimiento
La autora agradece a Bridget Anderson el permiso para citar en esta novela pasajes de su libro Britain’s Secret Slaves publicado por Anti-Slavery International y Kalayaan.
1
Había cuatro personas además de él mismo en la sala de espera y ninguna parecía enferma. La rubia de piel morena con el chándal de diseño rebosaba salud, su cuerpo era puro músculo, sus manos puros tendones dorados, excepto las uñas pintadas de rojo y las manchas de nicotina en el índice derecho. La mujer cambió de asiento cuando una niña de dos años llegó con su madre y se sentó en la silla a su lado. Ahora la mujer rubia con el chándal estaba lo más lejos posible, a dos sillas de él y a tres del anciano sentado con las rodillas juntas, las manos aferradas a la gorra a cuadros apoyada sobre los muslos y la mirada fija en el tablero donde aparecían los nombres de los médicos.
Cada uno de los doctores tenía una luz encima del nombre y un gancho debajo en el que colgaban aros de colores: luz y aros rojos para el doctor Moss, verde para el doctor Akande, azul para el doctor Wolf. Wexford vio que el viejo tenía un aro rojo, la madre de la niña uno azul, cosa que él ya esperaba, la preferencia por el hombre anciano en un caso, por la mujer en el otro. La mujer del chándal no tenía ninguno. O bien no sabía que debías presentarte en recepción o no se había querido molestar. Wexford se preguntó por qué la mujer no había preferido venir como paciente privada con una hora de visita en lugar de verse obligada a esperar inquieta e impaciente.
La niña, cansada de corretear por la hilera de sillas, dedicó su atención a las revistas sobre la mesa de centro y comenzó a arrancarles las tapas. ¿Cuál de las dos era la enferma, la niña o su pálida y obesa madre? Nadie dijo una palabra para detener los destrozos, aunque el anciano miró enfadado y la mujer del chándal hizo una cosa imperdonable, escandalosa. Metió la mano en el bolso de piel de cocodrilo, sacó una caja plana de oro, cuya función hubiese sido un misterio para la mayoría de personas menores de treinta años, cogió un cigarrillo y lo encendió con un mechero de oro.
Wexford, que disfrutaba de la distracción que le hacía olvidar su ansiedad, se quedó fascinado. Al menos tres carteles, entre las recomendaciones a usar condones, vacunar a los niños y a controlar el peso, prohibían fumar. ¿Qué pasaría? ¿Había algún sistema que permitiera detectar en la recepción o en el dispensario el humo en la sala de espera?
La madre de la niña reaccionó, no con una palabra a la mujer del chándal sino olisqueando, mientras le daba un violento tirón a su hija y le propinaba un bofetón. La niña comenzó a llorar a gritos. El anciano meneó la cabeza apesadumbrado. Para asombro de Wexford, la fumadora se volvió hacia él y le habló sin preámbulos.
– Llamé al doctor pero se negó a venir. ¿No es sorprendente? Me vi obligada a venir aquí en persona.
Wexford comentó algo sobre los médicos que no hacen visitas a domicilio excepto en casos graves.
– ¿Cómo puede saber si es grave sin venir? -La mujer interpretó correctamente la mirada incrédula de Wexford-. Oh, no es para mí -dijo, después añadió algo más increíble-, es para uno de mis sirvientes.
Deseó saber algo más pero perdió la ocasión. Ocurrieron dos cosas en el mismo momento. Se encendió la luz azul del doctor Wolf y entró la enfermera.
– Por favor, apague el cigarrillo -dijo con voz firme-. ¿No ha visto el cartel?
La mujer del chándal había agravado el delito tirando la ceniza al suelo. Sin duda habría tirado la colilla en el mismo lugar de no haber sido por la enfermera que se la quitó con un gruñido de asco y se la llevó a otra región impoluta. La culpable, sin avergonzarse por lo ocurrido, alzó los hombros y obsequió a Wexford con una sonrisa radiante. Madre e hija abandonaron la sala de espera en busca del doctor Wolf en el instante que entraban dos pacientes masculinos y se encendía la luz del doctor Akande. «Ya está -pensó Wexford, dominado otra vez por el miedo-, ahora lo sabré.» Colgó el anillo verde y salió sin mirar atrás. En el acto fue como si aquellas personas no hubiesen existido, como si ninguna de aquellas cosas hubiera sucedido.
¿Supongamos que se caía mientras recoma el corto pasillo hasta el consultorio del doctor Akande? Ya se había caído dos veces esta mañana. «Estoy en el lugar adecuado -pensó-, la consulta de un médico. No -se corrigió a sí mismo- no seas anticuado, el centro médico. El mejor lugar para ponerse enfermo. Si es algo en el cerebro, un tumor, un coágulo…» Llamó a la puerta, aunque la mayoría de los pacientes no lo hacían.
– Pase -dijo Raymond Akande.
Esta era la segunda vez que Wexford le visitaba desde que Akande se hizo cargo de la consulta tras la jubilación del doctor Crocker, y la primera visita había sido para que le pusieran la inyección antitetánica cuando se cortó en el jardín. Quería creer que había una especie de afinidad entre ellos, que se caían bien el uno al otro. Y entonces se reprochó a sí mismo por pensar de esta manera, por darle importancia, porque sabía muy bien que no se habría preocupado de no haber sido Akande quien era.
Sin embargo, esta mañana se olvidó de todo lo demás. Sólo se preocupaba de sí mismo, del miedo, de los espantosos síntomas. Mantuvo la calma, e intentó ser objetivo mientras los describía, la forma como se había caído de bruces al levantarse de la cama, la pérdida de equilibrio, ver cómo se desplomaba.
– ¿Dolor de cabeza? -preguntó el doctor Akande-. ¿Náuseas?
No, nada de eso, contestó Wexford, atento al rayo de esperanza que se colaba por la puerta que abría Akande. Sí, había tenido un amago de resfriado. Pero, verá, hace unos años sufrí una trombosis en el ojo y desde entonces… Bueno, le había preocupado que pudiera repetirse algo parecido, quizá. Dios no quiera, una apoplejía.
– Pensé en el síndrome de Ménière -comentó imprudente.
– No soy partidario de prohibir los libros -afirmó el doctor-, pero yo mismo me encargaría de quemar todos los diccionarios médicos.
– Vaya, reconozco que consulté uno -admitió Wexford-. Por lo que leí no tengo los mismos síntomas, aparte de las caídas.
– ¿Por qué no se limita a lo suyo y me deja a mí el diagnóstico?
Él estaba más que dispuesto. Akande le examinó la cabeza, el pecho y le probó los reflejos.
– ¿Condujo el coche hasta aquí?
Wexford asintió con el corazón en la boca.
– Bueno, no conduzca. Al menos por unos días. Desde luego que ahora puede volver a casa en su coche. La mitad de la gente de Kingsmarkham tiene este virus. Yo también.
– ¿Un virus?
– Así es. Es divertido, al parecer afecta a los canales semicirculares de los oídos y ahí está el control del equilibrio.
– ¿Es sólo un virus? ¿Un virus te puede hacer caer así, sin más? Ayer me quedé tumbado en el jardín.
– Supongo que no ha tenido visiones. ¿Nadie diciéndole que deje en paz a los pelmazos?
– ¿Quiere decir que las visiones son otro de los síntomas? Ah, no, ya le entiendo. Como en el camino a Damasco. ¿No me irá a decir que Pablo también tenía un virus?
– La opinión general es que era epiléptico -contestó Akande con una carcajada-. No, no se confunda. Esto es un virus, se lo juro, no un caso de epilepsia espontánea. No le recetaré nada. Se le pasará en un par de días. De hecho, me sorprendería si me dice que ahora mismo ya no se siente mejor después de saber que no tiene un tumor cerebral.
– ¿Cómo sabe…? Vaya, supongo que conoce muy bien los terrores irracionales de los pacientes.
– Es comprensible. Si no son los libros de medicina, son los periódicos los que les impiden olvidarse de su salud aunque sólo fueran cinco minutos.