– Sí, pero ¿dónde? No en la casa de Sheena. Y los jóvenes de su edad no van a un hotel, ¿o sí?
– No si viven del SS -señaló Wexford con una carcajada.
– ¿Del qué?
– Del salario social. Si Melanie llegó a pensar en eso supongo que creyó que irían a la casa de la madre de Euan en Bow. Es probable que ya hubiera estado antes allí. Y al día siguiente regresaría a casa.
– Sorprendente, ¿no? -exclamó Burden-. No tienen trabajo, viven de lo que usted, del ¿cómo lo llamó?, el SS, y encima gastan en copas, en salir con chicas y vaya a saber cuánto en pasajes de tren.
– Todo eso no tiene importancia, Mike, porque sabemos que ella no fue a Londres. Ni siquiera fue a Myringham. No se encontró con Euan porque Euan -Wexford echó otra mirada al último informe de Vine- pasó el resto del día con alguien llamado John Varcava en el Wig y Ribbon, en el Wild Goose y en el Silk’s Club antes de regresar a la habitación alquilada de Varcava en Myringham a las tres de la madrugada. Lo han confirmado un barman, una camarera, el encargado del Silk’s y la casera de Varcava, que casi llegó a las manos con Varcava y Euan Sinclair por el escándalo que montaron en su casa en plena madrugada.
– Entonces ¿qué le pasó a Melanie en los pocos minutos transcurridos después de salir de la oficina del paro? La última persona que la vio, según usted, fue la tal Annette Bystock, la consejera de nuevas solicitudes. ¿Hay necesidad de hablar con ella?
– Está de baja por enfermedad -contestó Wexford-. Quizá ya ha vuelto al trabajo, aunque por lo general la gente no pide el alta el viernes, se toma toda la semana. Pero ¿qué estamos diciendo, Mike? ¿Que Melanie Akande le confió los detalles de una cita secreta a una completa desconocida? ¿A una mujer con la que habló durante quince minutos y con la cual seguramente sólo discutió sobre cómo rellenar un formulario y de las perspectivas de trabajo? Y puestos en el caso, ¿qué cita secreta? Ya tenía una con Euan. ¿Ahora resulta que tenía otra con algún otro tipo una hora antes de encontrarse con Euan?
– Bueno, es usted el que lo dice, yo no. -Burden encogió los hombros-. Mi imaginación no llega tan lejos. Lo único que digo es que debemos hablar con Annette Bystock, exclusivamente porque ella fue la última persona que vio a Melanie… -Burden vaciló.
– Iba a decir «viva», ¿verdad?
Aquí estoy yo, gracias a Dios, era una reflexión que Michael Burden difícilmente se daría. Nunca se le ocurría cuando veía a las víctimas de las hambrunas en la televisión, o cuando pasaban por delante de la media docena de desamparados que dormían en las calles de Myringham. Tampoco se le ocurrió ahora, al entrar en la oficina de la Seguridad Social y ver a los parados que esperaban en las sillas grises.
A su juicio, el hecho de no estar entre ellos no tenía nada que ver con la voluntad divina, sino con su propia diligencia, decisión y voluntad de trabajo. Era uno de aquéllos que les preguntaba a los parados por qué no buscaban trabajo y a los desamparados por qué no se buscaban una casa. Si hubiese estado en París durante la Revolución Francesa le hubiera contestado a los hambrientos que pedían pan que comieran pastel. [1] Ahora, vestido con sus pantalones beige impecables y su nueva americana de lino beige con trazas azules -Wexford solía comentar que nadie le confundiría nunca con un policía-, miró a los parados y pensó qué horrible quedaba el mono como prenda de vestir. Incluso peor que el chándal. Nunca había considerado que estas prendas eran baratas, calientes en invierno y frescas en verano, fáciles de lavar, inarrugables y muy cómodas, y tampoco lo hizo ahora. Volvió su atención hacia los empleados para decidir con cuál de ellos tenía que hablar.
Jenny Burden decía de su marido que si pudiese escoger, siempre le preguntaría a un hombre y no a una mujer, le preguntaría a un hombre por una calle, buscaría al vendedor de la tienda, se sentaría al lado de un hombre en el tren. A él le molestaba, afirmaba, que le hacía parecer como un homosexual, pero era eso lo que ella quería decir. En la oficina de la Seguridad Social podía escoger porque en las mesas había un hombre y tres mujeres. Sin embargo, el hombre tenía la piel marrón y llevaba una placa con el nombre de Sr. O. Messaoud. Burden, que negaba con vehemencia ser racista en ningún sentido, rechazó a Osman Messaoud (de forma inconsciente) por el color de piel y el apellido, y se dirigió a la pecosa y rubia Wendy Stowlap. En aquel momento estaba desocupada y Burden hubiese dado esa razón para elegirla.
– ¿Se trata de la chica desaparecida? -quiso saber ella después de que Burden le preguntara por Annette Bystock.
– Sólo son investigaciones de rutina -respondió Burden, sin comprometerse-. ¿Ha regresado la señorita Bystock?
– Todavía está de baja.
Burden al darse la vuelta, casi chocó contra la siguiente clienta de Wendy Stowlap, una mujerona de mono rojo. Apestaba a tabaco. Siempre se pueden permitir fumar, pensó Burden. Dos de los muchachos sentados en la balaustrada de piedra también fumaban, con los pies rodeados de cenizas y colillas. Burden les miró severo, frunciendo el entrecejo. Su mirada se demoró en el muchacho negro con el pelo a lo rasta, una montaña de trenzas apelotonadas, sobre la que descansaba una gorra de lana, tejida en círculos concéntricos de color. Era el tipo de gorra que él llamaba boina escocesa, como la había denominado su padre y su abuelo antes que él.
Los muchachos ni siquiera se fijaron en él. Era como si su cuerpo fuese transparente y sus ojos lo atravesaran para mirar la piedra, la calle, la esquina donde Brook Road cruzaba la calle Mayor. Le hacían sentirse invisible. Encogió los hombros furioso y se encaminó hacia su coche estacionado en el aparcamiento «estrictamente privado» del personal de la Seguridad Social.
La dirección que le había dado Wexford estaba en Kingsmarkham sur. En otra época había sido una de las mejores zonas de la ciudad donde, a finales del siglo xix, los ciudadanos más prósperos habían edificado grandes mansiones, cada una con algunos metros de jardín. La mayoría de casas seguían en pie pero ahora subdivididas, y los jardines aparecían ocupados con nuevas viviendas y garajes. Ladyhall Gardens había sufrido esta transformación, pero las reliquias victorianas eran más pequeñas y cada una estaba dividida en dos o tres pisos.
Alguien le había dado al número quince el pomposo nombre de Ladyhall Court. Era una casa con tejado de dos aguas, construida con ladrillo «blanco», que era el material de moda en el 1890. Una hilera de sicómoros dorados impedía ver la planta baja desde la calle. Burden estimó que había dos apartamentos por planta, y que a los dos de atrás se accedía por una entrada lateral. Sobre el timbre correspondiente al piso superior la tarjeta decía: John y Edwina Harris; y la de encima del timbre de la planta baja: Sra. A. Bystock.
Al no obtener respuesta del apartamento uno, tocó el timbre de los Harris. Tampoco atendió nadie. La puerta principal tenía una cerradura arriba, otra en el medio, y un pomo de latón, ahora negro por la falta de lustre. Por si acaso, Burden accionó el picaporte y para su sorpresa -y disgusto- se abrió la puerta.
Entró en un vestíbulo con el techo estucado y losetas de vinilo en el suelo. La escalera tenía la balaustrada de hierro y escalones de mármol gris. Había una sola puerta, verde oscuro con el número uno pintado en blanco. El llamador y el pomo eran de latón bien pulido, y el botón del timbre relucía como el oro.
Burden tocó el timbre y esperó. Quizá la mujer estaba acostada. Era lógico si estaba enferma. Permaneció con el oído atento a cualquier sonido, pasos o el crujir del suelo. Volvió a tocar el timbre. El llamador era casi de decoración, sonaba como si un niño golpeara dos palillos entre sí.