Quizás había decidido no atender. Si él estuviera en cama enfermo, solo en casa, y un visitante inesperado tocase el timbre, él no hubiera atendido. Tal vez alguien cuidaba de ella, quizás un vecino, y esa persona tendría una llave.
Se arrodilló y espió por la abertura del buzón. En el interior estaba bastante oscuro, más que en el pasillo. Poco a poco, a través del pequeño rectángulo, distinguió el vestíbulo en sombras, con el suelo de moqueta roja y una consola pequeña con un cesto dorado lleno de flores secas. Se puso de pie, tocó el timbre, golpeó con el llamador, se agachó y gritó el nombre de la mujer a través de la abertura: «¡Señora Bystock!» y otra vez más fuerte: «¡Señora Bystock! ¿Está en casa?».
Gritó el nombre por última vez y después salió de la casa para ir a un costado, apartando las ramas de los sicómoros con sus hojas correosas que lo oscurecían todo. Esta ventana pequeña correspondería a la cocina, y esta otra al baño. Aquí no había sicómoros, sólo plumeros amarillos a ambos lados de un camino de cemento. Las cortinas de la última ventana junto a la puerta lateral estaban cerradas. El instinto le hizo mirar atrás, de la manera que hacemos cuando pensamos que nos observan. Al otro lado de la calle, en una casa del 1900 con un pequeño jardín, alguien le miraba desde una ventana del piso superior. Un rostro que parecía tan viejo como la casa, arrugado, ceñudo, iracundo.
Burden volvió otra vez a la ventana. Le pareció extraño ver las cortinas echadas. ¿Tan enferma estaba? ¿Tan enferma como para necesitar dormir en una habitación a oscuras a media mañana? Se le ocurrió que quizá no estaba enferma en absoluto, que se escaqueaba del trabajo y que había ido a alguna parte.
De pronto se volvió esperando encontrarse conque el viejo de la ventana había bajado y cruzado la calle para llamarle la atención. Pero el rostro seguía allí, con la misma expresión, y tan inmóvil, tanto, que por un momento Burden se preguntó si se trataba de una persona real o una simulación, una silueta de madera de un observador iracundo y malvado, puesto allí por el ocupante de la misma manera que algunos ponen un gato de yeso en el jardín para espantar a los verdaderos.
Pero era una tontería. Se agachó para espiar entre las cortinas, pero la abertura era demasiado pequeña, casi una línea. Sin importarle lo que pudiera decir o hacer el observador, se arrodilló en el suelo de cemento e intentó mirar por debajo del repulgo de las cortinas. Había un espacio de poco más de un centímetro entre la tela y el marco de la ventana. El interior estaba oscuro. No veía casi nada. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la penumbra, vio el borde de un mueble, quizás una cómoda, la pata de madera lustrada sobre la moqueta azul, parte de una tela floreada que tocaba el suelo. Y una mano. Una mano, que colgaba entre aquellas lilas y rosas estampadas, una mano blanca inmóvil con los dedos extendidos.
Debía ser de porcelana, de yeso o de plástico. No podía ser real. O lo era y ella dormía. ¿Cómo podía dormir después de tantos gritos? Casi en un gesto involuntario, sin preocuparse de los posibles mirones, golpeó el cristal con los nudillos. La mano no se movió. La dueña de la mano no se levantó de un salto, asustada.
Burden fue corriendo hacia la puerta de la casa. ¿Por qué nunca había aprendido a forzar una cerradura? Abrir ésta hubiese sido un juego de niños para muchos hombres y mujeres que encontraba cada día. En las películas, las puertas se hundían con sólo tocarlas con el hombro. Siempre se reía enojado cuando veía a los actores de la televisión lanzarse contra puertas muy sólidas y tumbarlas como si fuesen de papel. Además, no hacían ruido. Sabía que sus intentos serían ruidosos y que seguramente llamaría la atención de los vecinos. Pero no podía evitarlo.
Se lanzó contra la puerta, utilizando el hombro como ariete. La puerta se sacudió y crujió pero la acción le causó más daños a él que a la puerta. Se frotó el hombro y lo intentó otra vez, y otra, y una vez más. Esta vez probó con el pie, descargó una patada y se oyó el crujido de la cerradura. Otro puntapié -no había pateado así desde los partidos de fútbol en la escuela- y la puerta se abrió con la cerradura deshecha. Entró en el apartamento y se detuvo a recuperar el aliento.
El vestíbulo era minúsculo. Pasada una esquina se convertía en un pasillo. Las cinco puertas estaban cerradas. Burden lo recorrió, calculó cuál sería la puerta del dormitorio, la abrió y encontró un armario. La siguiente debía ser la del dormitorio, estaba apenas entreabierta. Inspiró con fuerza y la abrió del todo.
La mujer parecía dormir, la cabeza sobre la almohada, el rostro hundido en ella y oculto por una masa de pelo oscuro rizado. Un hombro al aire, el otro y el resto del cuerpo tapado por las sábanas y la colcha floreada. Desde el hombro desnudo se extendía el brazo, blanco, regordete con la mano que había visto, casi rozando el suelo.
Burden no tocó nada, ni las cortinas, ni las sábanas, ni la cabeza enterrada, nada sino la mano colgante. Apoyó un dedo sobre el dorso por encima de los nudillos. Estaba rígida y fría como el hielo.
5
Llenaron el lugar, era pequeño; el patólogo, los fotógrafos, los especialistas de la escena del crimen, todos indispensables, cada uno con una tarea específica. Después de fotografiar las ventanas y correr las cortinas el lugar se hizo menos opresivo, y cuando se llevaron el cadáver, la mayoría de los presentes se marchó. Wexford levantó la hoja inferior de la ventana de guillotina y observó cómo la furgoneta cargada con los restos mortales de Annette Bystock desaparecía en dirección al depósito.
Pedirían una identificación formal, pero él la había identificado por el pasaporte que encontró en un cajón de la cómoda. El pasaporte era nuevo, con el forro rojo oscuro y oro de la Unión Europea, expedido hacía un año. El nombre de la titular era Bystock, Annette Mary, ciudadana británica, nacida el veintidós de noviembre de 1954. La foto correspondía a la víctima, claramente identificable, a pesar de los efectos de la estrangulación en su rostro, la hinchazón, la cianosis, la lengua que sobresalía entre los dientes. Los ojos eran los mismos. Miraba a la cámara casi con la misma expresión de terror con que había mirado el rostro de su asesino.
Eran ojos redondos y oscuros. El pelo era oscuro y revuelto, una mata espesa que debió ser un ancho marco para su rostro a menos que lo llevara recogido. Cuando Burden la encontró, la mujer vestía un camisón rosa con flores blancas. Sobre la colcha había un cardigan de lana blanco que le había servido de mañanita. No llevaba anillos ni pendientes. En el velador izquierdo estaban su reloj de oro con correa de cuero negro, un anillo de oro con una gema roja, sin duda un rubí, que parecía valioso, un cepillo y un frasco de aspirinas a la mitad; en el velador derecho había una edición en rústica de una novela de Danielle Steel, un vaso de agua, un paquete de pastillas para la garganta y una llave Yale.
En cada velador había una lamparilla, con una base sencilla en forma de jarrón y la pantalla plisada azul. La de la derecha de la cama, la más alejada de la puerta, estaba intacta. A la otra le faltaba un trozo de la base y el cordón. Este cordón, todavía con el enchufe, ya no estaba, se lo había llevado el forense Pemberton, en una bolsa de plástico, pero cuando habían entrado en el dormitorio se encontraba en el suelo a unos centímetros de la mano colgante de Annette Bystock.
«Lleva muerta por lo menos treinta y seis horas -le comentó sir Hillary Tremlett, el patólogo, a Wexford-. Seré más preciso en cuanto practique la autopsia. Déjeme ver, hoy es viernes, ¿no? A primera vista diría que murió el miércoles por la noche, y desde luego antes de la medianoche.»
El patólogo se marchó antes de que la furgoneta con el cadáver desapareciera de la vista. Wexford cerró la puerta del dormitorio.