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– Un asesino confiado -dijo-. Un tipo con experiencia. Debía estar muy seguro de sí mismo. No se molestó en traer un arma, estaba seguro de que encontraría una. Todo el mundo tiene cordones eléctricos en sus casas, pero si por casualidad no encontraba uno adecuado, siempre hay cuchillos, objetos pesados, martillos.

– O bien él conocía la casa -señaló Burden-. Sabía cuál era la oferta.

– ¿Tiene que ser él? ¿O es que se trata de un comentario políticamente incorrecto?

– Quizás el viejo Tremlett nos eche una mano -replicó Burden, con una sonrisa-. Soy incapaz de imaginar a una mujer forzando la entrada de una casa y arrancando el cordón de una lámpara para estrangular a su víctima.

– Sus extrañas ideas sobre las mujeres son de sobra conocidas -afirmó Wexford-. Sin embargo, él o ella no forzaron la entrada. No hay señales de violencia en la cerradura. Les dejaron entrar o tenían una llave.

– Entonces, ¿se trata de alguien que ella conocía?

Wexford encogió los hombros.

– A ver qué le parece esto. Se sintió mal el martes por la tarde, se metió en cama, por la mañana del miércoles se sintió peor así que llamó a la oficina de la Seguridad Social para decir que no iría y después llamó a una amiga o a una vecina para que le hiciera la compra. Mire esto.

Burden le siguió hasta la cocina. Era demasiado pequeña para tener una mesa pero en el mostrador angosto, en el lado izquierdo, había una caja de cartón, de treinta centímetros de largo por veinticinco de alto y veinticinco de ancho. Los productos estaban sin tocar. Encima estaba la lista del supermercado, con fecha 8 de julio. Debajo había una caja de cereales, dos yogures de fresa, una caja de leche, una barra de pan integral pequeña envuelta en celofán, un paquete de queso Cheddar cortado en lonchas y un pomelo.

– Así que la amiga que le hacía la compra trajo esto ayer -añadió Wexford-. Si la amiga trabaja, lo más probable es que viniera ayer por la tarde… ¿Sí, Chepstow, qué pasa?

– Todavía no he pasado por la cocina, señor -contestó el experto en huellas dactilares.

– Ahora mismo le dejamos sitio.

– Hay una llave en el velador. ¿Por qué no darle la llave a la amiga? -preguntó Burden, mientras pasaban a la sala de Annette Bystock-. La puerta principal estaba abierta cuando llegué. ¿Acaso dejó la puerta de la casa sólo con el pestillo? ¿Quién es capaz de hacerlo en esta época? -Si Wexford se sobresaltó Burden no se dio cuenta-. Es invitar a que te asalten.

– No pudo darle la llave a la amiga si la amiga no estaba, Mike. El hombre todavía no domina la técnica de enviar objetos sólidos a través del teléfono, la radio o las transmisiones vía satélite. Si no quiso levantarse para dejar entrar a esa persona no pudo hacer otra cosa que dejar la puerta con el pestillo. Después le daña la llave.

– Pero entró alguien más mientras la puerta estaba sólo con el pestillo.

– Es lo que parece.

– Tenemos que encontrar a la amiga -dijo Burden.

– Sí. Me pregunto si es una vecina o si ella hizo una sola llamada el miércoles por la mañana, si mató dos pájaros de un tiro, por decirlo de alguna manera. Después de todo, Mike, ¿quiénes son nuestros amigos? Sobre todo, los compañeros de escuela, del instituto o los que conocimos en el trabajo. Pienso que la buena samaritana que trajo los yogures y el pomelo trabaja en la oficina de la Seguridad Social.

– Karen y Barry han ido a interrogar a los vecinos, pero la mayoría está en el trabajo.

Wexford, que miraba por la ventana, se volvió para observar la sala. Miró los cuadros de Annette Bystock en las paredes, un dibujo a plumilla de un molino sin ninguna gracia, una acuarela brillante de un arcoiris sobre colinas verdes, fotos enmarcadas, una en blanco y negro de una niña de tres años con un vestido de encaje y medias blancas, otra de una pareja en un jardín suburbano, la mujer con el pelo rizado, falda amplia y ajustada a la cintura, el hombre con pantalones de franela gris y jersey. Su madre de pequeña, dedujo Wexford. Los padres recién casados.

El mobiliario consistía en un tresillo, una mesa de centro lacada, una mesa de dos tableros que parecía muy poco práctica, y una librería que contenía muy pocos libros y con los estantes centrales ocupados con animales de porcelana. En el estante inferior había una veintena de discos compactos y el mismo número de casetes. La alfombra roja del vestíbulo también cubría el suelo de esta habitación pero por lo demás la elección de colores era poco atractiva, casi todo marrón y beige. Probablemente los padres tenían una sala de estar beige y el dormitorio azul. No había nada que demostrara que Annette hubiera sido una mujer relativamente joven, no había cumplido los cuarenta, nada fuera de lo convencional, nada en lo más mínimo aventurero.

– ¿Dónde está el televisor? -preguntó Wexford-, ¿Dónde está el vídeo? ¿No hay radio, ni reproductor de casetes, ni reproductor de discos compactos? ¿Dónde están?

– Es curioso. Quizá no tenía, quizás era una de esas fundamentalistas que no creen en esas cosas. No, espere un momento, tenía discos compactos… ¿Ve esa mesa? ¿La que tiene los dos tableros? ¿No le parece que ahí estaban el televisor y el vídeo?

Se veían las marcas, un rectángulo de polvo en la superficie lustrada del tablero superior y otro un poco más grande en el de abajo.

– Al parecer su invitación al ladrón fue aceptada -dijo Wexford-. ¿Qué más tenía? ¿Un ordenador? ¿Un microondas en la cocina?, aunque no se dónde le habría encontrado espacio.

– ¿Cree que la mataron para robarle los electrodomésticos?

– Lo dudo. Si el ladrón la mató para robarle, se habría llevado el reloj y el anillo. El anillo parece bastante caro.

– Quizás el televisor y el vídeo están en un taller de reparaciones.

– ¿Por qué no? Todo es posible. Se conoce un único caso de alguien que se estranguló a sí mismo, así que ella podría ser el segundo. Y vendió los aparatos antes para pagarse el funeral. Venga, Mike.

Wexford fue al dormitorio, ahora a su completa disposición. Abrió el armario y, sin comentarios, aunque tenía a Burden detrás de él, miró las prendas que contenía. Dos téjanos, un par de pantalones de pana, camisetas de algodón, varias minifaldas no muy cortas, talla doce, y dos faldas talla catorce, una prueba de que Annette había engordado. Suéteres doblados en los estantes, camisas, todas vulgares, sobrias. Detrás de la otra puerta colgaban un abrigo azul, un impermeable beige, dos chaquetas, una rojo oscuro, la otra negra. ¿Nunca se había puesto elegante, no había salido de noche, no había ido a una fiesta?

El inspector cogió el anillo del velador y lo sostuvo en la palma de la mano para que lo viera Burden.

– Un rubí de primera -comentó-. Mucho más valioso que todos sus televisores, vídeos Nicam y radiocasetes juntos. -Hizo una pausa-. ¿Cuál de los dos hará la pregunta?

– La tengo en la punta de la lengua desde que supe que la habían asesinado.

– Y yo.

– Vale -dijo Burden-, la haré yo. ¿Hay alguna relación entre esta muerte y el hecho de que al parecer fuera la última persona que vio a Melanie Akande viva?

Edwina Harris volvió a casa mientras ellos todavía estaban allí. Abrió la puerta, entró en el vestíbulo, vio el apartamento uno sellado con cinta amarilla y miraba asombrada cuando la detective Karen Malahyde fue a su encuentro.

– ¿Dejé la puerta con el pestillo? Siempre lo hago cuando salgo de casa y nunca ha pasado nada. -La mujer comprendió lo que acababa de decir-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Podemos subir, señora Harris?

Karen le dio la noticia con mucho cuidado. Fue una sorpresa pero nada más. Ella y Annette Bystock habían sido vecinas, no amigas, nunca íntimas. En cuanto se repuso le explicó a Karen que los padres de Annette estaban muertos, que no tenía hermanos. Creía que Annette había estado casada pero no sabía nada más.