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Cyril Leyton le comentó, dándose ínfulas mientras se dirigían al pequeño despacho gris:

– Puedo decirle todo lo que desee saber. Aquí no ocurre nada fuera de mi conocimiento.

– Les dije a todos que si tienen algo urgente que comunicarme pueden hacerlo ahora. ¿Tiene algo que decirme?

– Bueno, no, nada en particular -contestó Leyton, con el rostro enrojecido-, pero yo…

– ¿A qué hora llamó el miércoles la señorita Bystock para avisar que no vendría? ¿Lo sabe?

– ¿Yo? No lo sé. No estoy a cargo de la centralita. Pero puedo encontrar a la persona…

– Sí, señor Leyton -dijo Wexford, paciente-. Estoy seguro de ello, pero mañana interrogaremos a todo el personal. ¿No me escuchó cuando lo dije? Le pregunto qué puede decirme ahora.

Leyton se salvó de responder porque llamaron a la puerta. Era Ingrid Pamber. Wexford, que siempre se fijaba -como la mayoría de los hombres- en si una mujer era bonita, se había fijado en la muchacha. Su aspecto le resultaba muy atractivo, su lozanía, su pelo brillante sujeto con una hebilla, sus facciones delicadas y la piel suave rosa y blanca -lo que su padre hubiese denominado «complexión»-, de figura esbelta pero muy lejos del ideal anoréxico actual. Las ropas que vestía eran a su juicio las más adecuadas para una mujer bonita: una falda recta corta, un suéter tejido ajustado -en este caso color crema y de manga corta-, zapatos cerrados con tacón, nada que ver con los zapatos de hombre.

Miró a Wexford con una sonrisa triste que era casi como una risa entre lágrimas. Parecía natural, pero él pensó que era fingida. Sus iris teman un color tan intenso que parecían desprender una luz azul propia.

– Yo… yo cuidaba de ella -dijo-. Pobre Annette, yo la cuidaba.

– ¿Eran amigas, señorita Pamber?

– Yo era su única amiga.

Ingrid Pamber contestó en voz baja pero con un tono trágico. Se sentó delante de Wexford, y lo hizo con cuidado, pero de todos modos la falda era demasiado corta como para no quedar unos quince centímetros por encima de las rodillas. La pose lateral, con las rodillas y los tobillos juntos, parecía resaltar al máximo la belleza de las piernas, pero las de una mujer modesta, no las de una artista de cine que cruza las piernas estirando el pie en el zapato de tacón alto. Consideró a Ingrid Pamber como una muchacha cuyo éxito sexual dependía de un recato artificial, revelaciones discretas, del atractivo de la timidez. En otra época habría destacado en el manejo de las enaguas para dar la visión de un tobillo o en el uso del chal que al deslizarse permitía atisbar el hueco entre los pechos.

– ¿Usted recibió la llamada de la señorita Bystock el miércoles por la mañana?

– Sí. Sí, fui yo. Le pidió a la operadora que me pasara la llamada.

– Algo absolutamente incorrecto -declaró Leyton-. Hablaré con el señor Jones y la señorita Selby al respecto. Las llamadas me las han de pasar a mí.

– Se lo dije -replicó inquieta Ingrid -. No había pasado ni medio minuto.

– Sí, quizá, pero ese no es…

– Señor Leyton -intervino Wexford-, le agradecería que se marchara. Deseo hablar con la señorita Pamber en privado.

– ¡Oiga usted, éste es mi despacho!

– Sí, lo sé, y le doy las gracias por dejármelo usar. Le veré más tarde.

Wexford se levantó y le abrió la puerta. Al segundo de haber salido Leyton Ingrid Pamber soltó una risita. Una de las cosas más difíciles de hacer es fingir pena cuando estamos alegres o simular alegría cuando estamos tristes. Ingrid recordó demasiado tarde que, como única amiga de Annette, debía mostrarse triste. Bajó la mirada, y se mordió el labio.

– ¿A qué hora recibió la llamada? -le preguntó Wexford, después de esperar un momento.

– A las nueve y cuarto.

– ¿Cómo está tan segura de la hora?

– Vera, abrimos a las nueve y media y se supone que hemos de estar aquí a las nueve y cuarto. -Ingrid abrió mucho los ojos y él sintió la fuerza de aquel rayo azul-. Desde hace un tiempo siempre llego tarde y… bueno, me alegró haber llegado puntual. Miré el reloj, vi que eran las nueve y cuarto y en aquel momento recibí la llamada de Annette.

– ¿Qué le dijo ella, señorita Pamber?

– Dijo que tenía la gripe. Se sentía fatal y no vendría a trabajar. Que avisara a Cyril. También me pidió que le llevara una caja de leche cuando volviera a casa, que no quería nada más, no se veía con ánimos de comer nada. Dijo que dejaría la puerta sólo con el pestillo. Es una de esas puertas que tienen manija…, no sé si me entiende, como una puerta interior.

Wexford asintió. Había encontrado a la amiga.

– Le dije que lo haría -añadió la joven-, y en el momento que colgué llamó un hombre preguntando por ella. No me dijo el nombre pero yo sabía quién era. -Ingrid le miro de reojo, una mirada un tanto atrevida-. Le contesté que estaba en su casa, enferma.

– ¿Le llevó la leche?

– Sí. Llegué a su casa alrededor de las cinco y media.

– ¿Estaba en cama?

– Sí. Pensé quedarme un rato, charlar con ella, pero me dijo que no me acercara, no fuera a ser que me contagiase. Tenía una lista con las cosas que quería para el día siguiente y me la llevé. Dijo que me llamaría al trabajo por la mañana.

– ¿La llamó?

– No, pero no tenía importancia. -Ingrid Pamber parecía no darse cuenta de lo que decía-. Ya tenía la lista. Sabía lo que necesitaba.

– ¿Así que ella le dio una llave?

– Sí. Compré las cosas, cereales, un pomelo, leche, y se las llevé ayer a la misma hora. Se las dejé en una caja. Pensé que ella se encargaría de guardarlas.

– ¿No entró a verla?

– ¿Ayer? No. No oí nada y pensé que dormía.

Wexford notó la culpa en la voz. Quizá era su amiga pero no quiso perder tiempo con Annette la noche anterior, tuvo prisa, así que dejó la caja con la compra y se marchó sin mirar en el dormitorio… ¿O no fue así?

– Ahora bien, cuando salió del apartamento el miércoles por la tarde tenía una llave, así que supongo no cerró la puerta sólo con el pestillo. ¿La cerró con llave?

– Oh, sí.

¡Que ojos tan azules! Parecían volverse cada vez más azules, tomarse turquesa, como ojos de faisán, mientras le miraba ansiosa.

– ¿Así que al volver el jueves por la tarde, ayer por la tarde, la puerta estaba cerrada y usted abrió con su llave?

– Así es.

– Supongo que la señorita Bystock tenía un televisor -le preguntó Wexford, cambiando de tema-. ¿Y un video?

– Sí -contestó la joven, sorprendida-. Recuerdo cuándo compró el vídeo. En Navidad del año pasado.

– ¿Cuándo estuvo allí el miércoles y ayer, vio el televisor?

– No lo sé. Estoy segura de que lo vi el miércoles. Annette me pidió que echara las cortinas cuando me iba. Dijo que el sol descoloraba la alfombra o algo así. Curioso, ¿verdad? Nunca lo había oído. Bueno, la cuestión es que eché las cortinas y entonces vi el televisor y el vídeo.

– ¿Y ayer?

– No lo sé. No me fijé. -Tenía mucha prisa pensó Wexford. Entró y salió, sin perder un segundo. La mirada del inspector afectó a la muchacha-. Insinúa que…, estaba muerta… ¡no puede ser!

– Creo que ya estaba muerta, señorita Pamber. Todo indica que lo estaba.

– Oh, Dios mío, y yo sin saberlo. Si hubiese entrado…

– No hubiera servido de nada.

– No la mataron para robarle la tele y el vídeo, ¿verdad?

– No sería la primera vez que ocurre algo así.

– Pobre Annette. Me hace sentirme tan mal.

¿Por qué tenía la impresión de que no se sentía mal en absoluto? Dijo las palabras convencionales en un tono convencional y su rostro mostraba la expresión de pesar convencional. Pero los ojos brillaban vivaces y alegres.