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– El hombre que llamó preguntando por ella. ¿Quién cree que era?

Pamber volvió a mentirle. Le maravilló que ella pensara que no se daría cuenta.

– Ah, un amigo, mejor dicho uno de sus vecinos.

– ¿Quién cree que era, señorita Pamber? -insistió Wexford.

– No lo sé, de verdad que no -contestó la joven, sin desviar la mirada.

– ¿Lo sabía hace un momento y ahora no? Se lo preguntaré otra vez mañana.

La luz en el interior de su cabeza se había apagado. Wexford la observó salir y dejar entrar a un Leyton indignado. Le había mentido con todo descaro, pensó, y podía señalar el momento en que comenzó a mentir: fue cuando él pronunció la palabra «llave». Miró más allá del mundo gris del despacho: el aparcamiento de Marks y Spencer, la bolsa verde brillante que la brisa veraniega arrastraba de aquí para allá. Una mujer pasaba las bolsas del carro al maletero del coche. Tenía el mismo tipo de Annette, morena, regordeta, cuerpo de guitarra, magníficas piernas. ¿Por qué Ingrid mentía sobre el hombre que llamó? ¿Por qué mentía sobre la llave? ¿Y qué razones tenía para mentir?

Ella estaba muerta cuando Ingrid fue al apartamento el jueves por la tarde. Ingrid cerró la puerta al salir. Entonces ¿quién la abrió durante la noche antes de la llegada de Burden?

6

Aquellos que tenían trabajo e iban a trabajar cada día eran los afortunados. Barry Vine recordó el pasado reciente y se preguntó cuál hubiese sido su opinión en aquel entonces. Hoy era una verdad indiscutible. Le sorprendió descubrir que todos los ocupantes de los apartamentos tres y cuatro de Ladyhall Court tenían trabajo.

Sin embargo, los Greenall no habían ido a trabajar durante la semana pasada; habían estado de vacaciones y habían regresado unas cinco horas después del descubrimiento del cadáver de Annette. El ocupante del apartamento cuatro, Jason Patridge, un abogado que hacía sólo seis meses que había aprobado los exámenes del colegio de abogados, llevaba en la casa unas pocas semanas y ni siquiera recordaba si había visto a Annette en alguna ocasión. Vine, que se sabía muy bien aquello de que ver a los policías cada vez más jóvenes era señal de que te hacías mayor, se preguntó qué significaba cuando los abogados parecían chicos del instituto.

Frente a Ladyhall Gardens había una casa vieja dividida en tres plantas, tres casitas de ladrillo rojo y un solar vacío donde habían demolido seis casas idénticas a la vieja. Las nuevas serían al estilo actual, una casa gótica de madera en tingladillo, haciendo ángulo con una casa de ladrillo, unida a una casa georgiana estucada, con todos los techos a diferentes niveles y todas las ventanas de formas diferentes. De momento sólo estaban los cimientos, la infraestructura y las paredes levantadas hasta una altura de un metro ochenta. Esto limitaba las viviendas con vistas a Ladyhall Court a las casitas y a la casa vieja.

Era sábado, así que los ocupantes de las casitas estaban en sus hogares.

Vine habló con una pareja joven, Matthew Ross y su compañera Alison Brown, pero ninguno de los dos había mirado por las ventanas durante la noche del siete de julio. No sabían nada de Annette Bystock ni recordaban haberla visto alguna vez.

La casa vecina la compartían dos mujeres: Diana Graddon de unos treinta y tantos, y Helen Ringstead, veinte años mayor. La señora Ringstead era una inquilina más que una amiga. Diana Graddon comentó con toda franqueza que no hubiese podido vivir aquí sin la contribución de Helen, aunque desde que estaba en paro la Seguridad Social pagaba el alquiler. En otros tiempos había sido muy amiga de Annette. De hecho, había sido ella quien diez años atrás, cuando acababa de instalarse en Ladyhall Avenue, le avisó a Annette de que había un apartamento en venta al otro lado de la calle.

– Pero después perdimos la relación -dijo Diana Graddon-. Mejor dicho, dejó de tratarme. No sé por qué. En realidad parece ridículo, siendo vecinas, pero en cuanto llegó aquí nunca quiso saber nada más de mí.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– Creo que el lunes. El lunes pasado. Me marchaba fuera por unos días. La vi llegar a casa del trabajo cuando yo iba a coger el autobús. Nos dijimos hola, en realidad ya no nos hablábamos.

Había estado de viaje hasta la mañana del jueves. Helen Ringstead dijo que nunca se había fijado en quién entraba o salía de la casa de enfrente.

El rostro arrugado que Burden había imaginado por un momento que era una máscara o un dibujo recortado resultó ser el de un viejo de ochenta y siete años llamado Percy Hammond. Habían pasado cuatro años, y no tres, desde que había bajado a la calle desde su apartamento en el primer piso, y la mayor parte del tiempo lo pasaba en su dormitorio que daba a Ladyhall Avenue. Le traían la comida y dos veces a la semana venía una asistenta. Hacía treinta años que era viudo, sus hijos habían muerto, y su única amiga era la ocupante del apartamento de la planta baja quien, a pesar de tener ochenta años y ser ciega, subía a visitarle todos los días.

La anciana recibió a Burden. Después de presentarse como Gladys Prior, le preguntó su nombre dos veces y luego se lo hizo deletrear, antes de acompañarle escaleras arriba. Subió sin vacilar valiéndose de la balaustrada más por costumbre que en busca de apoyo. Percy Hammond ocupaba una silla junto a la ventana, con la mirada puesta en la calle desierta. El rostro, que de cerca parecía el de un dinosaurio, se volvió hacia Burden.

– Creo que le he visto antes en alguna parte -comentó el viejo.

– No es verdad, Percy. Te equivocas. Es un detective de la policía que quiere hacerte unas preguntas. Se llama Burden, inspector Burden. B U R D E N.

– Está bien. No pienso escribirle. Y le he visto antes. ¿Tú qué sabes? Si tú no ves.

El comentario cruel pareció divertir más que mortificar a la señora Prior. Se sentó sin contener la risa.

– ¿Dónde le he visto? -insistió Hammond-. ¿Cuándo le vi?

– Ayer por la mañana, al otro… -comenzó Burden pero no pudo seguir.

– Está bien, no me lo diga. ¿No sabe qué es una pregunta retórica? Sé quién es. Intentó entrar en la casa, o al menos es lo que pensé. Ayer por la mañana. A las diez, ¿no? O un poco más tarde, ¿a las once? Ya no calculo la hora tan bien como antes. Supongo que no pretendía forzar la entrada, sino echar una mirada.

– Desde luego que pretendía forzar la entrada, Percy. Es un policía.

– Eres una ingenua, Gladys, eso es lo que eres. Supongo que el inspector B U R D E N miraba a través de las cortinas nuestro asesinato.

Era una manera de decirlo, aunque un tanto despiadada.

– Así es, señor Hammond. Lo que deseo saber, no es si me vio a mí, sino si vio a alguien más. Si no me equivoco tiene la costumbre de vigilar la calle durante horas.

– No se aparta de la ventana en todo el día -afirmó la señora Prior.

– ¿Y durante la noche? -preguntó Burden.

– En esta época del año se alarga el día -contestó Hammond, con un brillo de placer en sus ojos de párpados entornados-. No oscurece del todo hasta las diez de la noche y comienza a aclarar hacia las cuatro. Por lo general me acuesto a las diez y me levanto a las tres y media. Es todo lo que consigo dormir a mis años. Y cuando no estoy en la cama estoy en la ventana. Es mi puesto de vigilancia. ¿Sabe qué es el mizpah?

– No, no lo sé.

– El puesto de vigía sobre la llanura de Siria. Ustedes, los jóvenes, no conocen la Biblia, es una lástima. Esta ventana es mi mizpah.

– ¿Y vio alguna cosa en la… llanura de Siria durante las dos noches pasadas, señor Hammond?

– Anoche no, pero anteanoche…

– ¡Dos gatazos llamaron a la puerta! -intervino la señora Prior con una carcajada.

– Un joven salió de Ladyhall Court -prosiguió el anciano sin hacerle caso-. Nunca le había visto, y sé que no vive allí. Les conozco a todos de vista, a los que viven en este edificio.