– ¿A qué hora fue?
– Al amanecer -contestó Hammond-. A las cuatro, quizás un poco más tarde. Y le volví a ver, le vi salir cargado con algo que parecía un receptor inalámbrico.
– ¡Un receptor inalámbrico! -gritó Gladys Prior-. Soy ciega pero me muevo con los tiempos. Los llaman teles y radios.
– Entró una vez más y salió con otra cosa en una caja. No vi lo que hizo con ella. Si vino en coche lo tendría aparcado a la vuelta de la esquina. Pensé que hacía la mudanza para alguien, que empezaba temprano para evitarse los atascos de tráfico.
– ¿Puede describirle, señor Hammond?
– Era joven, más o menos de su edad. Casi la misma altura. Se parecía a usted. Todavía estaba oscuro, sabe, el sol no había salido. Todo parece negro y gris a esa hora. No vi de qué color tenía el pelo…
– Se confunde -señaló la señora Prior.
– No es verdad, Gladys. Como le dije, fue entre las cuatro y media y las cinco. Le vi salir, entrar y volver a salir cargado con las cajas, un tipo joven de unos veinticinco o treinta años, un metro ochenta de estatura, por lo menos un metro ochenta.
– ¿Le reconocería?
– Desde luego. Soy un hombre observador. Estaba oscuro pero le reconocería sin problemas.
Percy Hammond volvió hacia Burden el gesto feroz, la boca en arco descendente y el barbiquejo caído que formaban su expresión normal, con un brillo intenso en sus ojos de saurio.
«Mujeres, aprendan a ser precavidas», decía el título del programa. «Vengan y escuchen lo que dicen nuestros expertos para que aprendan a ser precavidas. En el coche, al volver a casa por la noche, en el hogar. ¿Sabe qué hacer si le atacan en la calle? ¿Sabe protegerse si su coche se avería en la carretera? ¿Sabe defenderse de un violador?»
A continuación venía la lista de oradores: inspector jefe R. Wexford, de la brigada de Investigación Criminal de Kingsmarkham, «El crimen en las calles y en su hogar»; agente Oliver Adams, «Conducir sola y segura»; agente Clare Scott, «Cambios de actitud en la denuncia de violaciones»; señor Ronald Pollen, experto en defensa personal y cinturón negro de judo, «Cómo defenderse» (esta charla será ilustrada con la proyección de un interesante vídeo informativo). Los expertos presentes responderán a las preguntas del público. Organizadores: señora Susan Riding, presidenta de las Rotarías de Kingsmarkham; moderadora, señora Anouk Khoori.
– ¿Alguna vez has oído hablar de una mujer llamada Anouk Khoori? Es un nombre curioso, ¿verdad? Suena a árabe.
– Ay, Reg, nunca me escuchas -replicó Dora en el acto-. Te hablé de ella cuando vino al instituto femenino para hablar sobre la vida de las mujeres en los Emiratos Árabes Unidos.
– Lo ves, tenía razón. Es árabe.
– Pues no lo parece. Es rubia. Muy bonita aunque un poco espectacular. Muy rica según me han dicho. Su marido tiene una cadena de tiendas, Tesco, Safeway o algo así. No, no son esas, se llaman Crescent. Ya las conoces, las hay por todas partes.
– ¿Te refieres a esos supermercados que ves desde la autopista y que parecen palacios de las mil y una noches? ¿Con arcos en punta y lunas en el techo? ¿Qué tiene que ver con que no te violen o te roben? ¿Les dirá a las mujeres que usen velo?
– Que va, sólo irá porque quiere hacerse ver. Ella y su marido han construido una mansión enorme donde estaba el Mynford Old Hall. Ella se presenta a los comicios para el consejo. Dicen que quiere entrar en el parlamento, pero no creo que pueda, ni siquiera es inglesa.
Wexford encogió los hombros. No lo sabía ni le importaba. Le preocupaba lo que tenía por delante, la tarea inmediata, y hubiera dado cualquier cosa por no hacerla. De camino se encontraría con Burden en el Olive y Dove para tomar una copa, pero después -no podía demorarlo más- iría a ver a los Akande.
El Olive ahora estaba siempre abierto. Podías tomarte un coñac a las nueve de la mañana si te apetecía, y era sorprendente la cantidad de visitantes europeos a los que les apetecía. En lugar de echarte a las dos y media podías beber durante el resto de la tarde y hasta que cerraban la barra a medianoche. Wexford llegó a las once y diez. Burden le esperaba en una de las mesas de la terraza, a la sombra.
Había un exceso de macetas, toneles, jarrones y cestos colgados llenos de fucsias, geranios y muchas otras flores brillantes sin nombre. Pero todas carecían de perfume y en el aire dominaba el olor a gasolina y también a río, las aguas bajas por la sequía y la abundancia de algas. Sobre la mesa había unas cuantas hojas amarillas. En julio era demasiado pronto para que los árboles perdieran las hojas pero su presencia era una advertencia de que el otoño acabaría por llegar.
Burden bebía cerveza en un tanque que el Olive llamaba jarra.
– Tomaré lo mismo -dijo Wexford-. No, quiero una Heineken. Necesito un poco de coraje holandés.
Burden fue a buscar la cerveza para su jefe y al volver comentó:
– Está muy claro que el viejo vio a alguien. Los árboles no tapan la vista desde su ventana. Vio al ladrón que se llevó la tele y el vídeo.
– ¿Pero no al asesino de Annette?
– No si eran las cuatro y media de la mañana. Annette llevaba muerta unas cinco horas. Dice que le reconocería. Aunque también dice que el hombre tenía más o menos mi edad, y después que aparentaba entre veinticinco y treinta años. -Burden desvió la mirada en un gesto de modestia-. Desde luego, todavía era oscuro.
– Ya lo puede decir, Dorian.
– Ríase si quiere, pero si el tipo se parece a mí quizá nos dé una pista.
– Buscamos a un asesino, Mike, no a un ladrón. -El sol había cambiado de posición y Wexford movió la silla a la sombra-. Además, ¿cómo encaja Melanie Akande en todo esto?
– No hemos buscado su cadáver.
– ¿Por dónde quiere comenzar, Mike? ¿Aquí, en la calle Mayor? ¿En el sótano de la oficina de la Seguridad Social? Si es que tiene, cosa que dudo. ¿En el tren expreso a Victoria?
– Hable con aquellos vagos, ya sabe, los que rondan por las escaleras de la oficina. Siempre están allí, y casi siempre son los mismos. ¿Por qué van allí? Sólo tienen que ir a firmar cada quince días pero van cada día. Sería muy diferente si entraran a preguntar si hay trabajo.
– Quizá lo hacen.
– Lo dudo, lo dudo mucho. Les pregunté si habían visto a la muchacha negra. ¿Sabe qué me contestaron?
– No lo sé, quizá -arriesgó Wexford.
– Así es. Eso es lo que dijeron. Intenté que concentraran sus mentes en el martes pasado. Perdón, lo que reemplaza a la mente en personas como ellos. La forma en que lo hicieron, me refiero al proceso, fue como ver a tres viejos seniles intentando recordar alguna cosa. Fue algo así: «Sí, vale, tío, aquel fue el día que, ya sabes, vine temprano porque mi vieja iba, ya sabes, a…», murmullo, murmullo, rascada de cabeza, y entonces el otro dice: «No, tío, no, la pifias, eso fue el martes porque yo dije…».
– Evítemelo.
– El negro, el que lleva trenzas, es el peor, parece tener el cerebro dañado. ¿Sabe que hay diabetes senil y juvenil? ¿No cree que existe el Alzheimer juvenil?
– Supongo que no sabían nada, ¿verdad?
– Nada. Tres monstruos de Parque Jurásico pueden raptar a una muchacha en aquellas escaleras y ellos no se darían cuenta. Hay uno, el que lleva coleta, que al parecer vio a una chica negra al otro lado de la calle pero el lunes. Le diré una cosa, no encontraremos a nadie que viera a Melanie después de salir de la oficina de la Seguridad Social. Lo único que tenemos es el vínculo entre ella y Annette Bystock.
– ¿Cuál es exactamente el vínculo, Mike? -preguntó Wexford, mientras repetía la operación de poner la silla en la sombra.
– El «exactamente» es lo que no sé. El «exactamente» es el motivo del asesinato de Annette, la mataron para que no hablara. Es obvio, ¿no? Melanie le dijo algo antes de marcharse el martes por la tarde y alguien lo oyó. Es eso, fijaron una cita que el asesino de las dos decidió evitar a cualquier precio.