– Quiere decir que les oyó alguien en la oficina de la Seguridad Social, un empleado.
– O un cliente -señaló Burden.
– ¿Pero qué fue lo que dijo?
– No lo sé y no tiene importancia para nuestros propósitos. La cuestión es que alarmó al oyente, incluso más, le hizo sentir que su vida o su libertad estaban en juego. Melanie tenía que morir, porque había revelado el secreto, y la mujer a la que se lo había dicho también debía morir.
– ¿Quiere otra? ¿Para prepararnos antes de ir a verles?
– ¿Prepararnos?
– Usted viene conmigo. -Wexford fue a buscar las cervezas. Cuando volvió dijo-: Si alguien me menciona secretos inconfesables, necesito algún indicio de lo que pueden ser. Quiero un ejemplo. Ya me conoce, siempre quiero ejemplos.
Ya no estaban solos. Varios clientes del Olive se instalaban en la terraza en busca de aire fresco. Un turista americano provisto con una cámara acomodó a los otros miembros de su grupo en una mesa debajo de la sombrilla y comenzó a sacarles fotos. Wexford acomodó su silla una vez más.
– En cuanto al hombre con el que se iba a encontrar -dijo Burden-. Quizá le confió el nombre a Annette.
– ¿Se iba a encontrar con otro hombre? Es la primera noticia que tengo. ¿Quién era, un tratante de blancas?
– ¿Un qué? -exclamó Burden, extrañado.
– Es anterior a su tiempo. ¿No conoce el término?
– No.
– Se usaba a principios de siglo y también un poco más tarde. Un tratante de blancas es algo así como un chulo, dedicado específicamente a buscar muchachas para la prostitución en el extranjero.
– ¿Por qué «blancas»?
Wexford advirtió que pisaba terreno peligroso. Levantó la jarra para beber un trago y pestañeó ante el súbito relámpago de un flash. El fotógrafo -no era el americano- dijo algo que sonó como «gracias» y desapareció en el interior del Olive.
– Porque pensaban que los esclavos sólo eran negros. No había pasado mucho desde la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Las muchachas eran reclutadas contra su voluntad, supongo, como esclavas, y forzadas a servir, otra vez como esclavas, sólo que en los prostíbulos. En la imaginación popular Buenos Aires era el destino habitual. ¿Nos vamos? Akande ya debe haber acabado con las consultas.
Le encontraron en casa. Los días transcurridos le habían avejentado. El pelo no se volvía gris de un día para otro por culpa de la conmoción o la angustia, por mucho que dijeran los mercaderes del sensacionalismo, y el pelo de Akande tema el mismo color del miércoles, negro con algunas canas en las sienes. Era su rostro el que se había vuelto gris, ojeroso y macilento, con todas las protuberancias del cráneo visibles debajo de la piel.
– Mi esposa está en el trabajo -dijo mientras les hacía pasar a la sala-. Intentamos mantener el ritmo habitual. Nos llamó nuestro hijo desde Malaysia. No le dijimos nada, no tema sentido estropearle el viaje. Se hubiera sentido en la obligación de regresar a casa.
– No sé si ha hecho bien. -Wexford se fijó en una foto enmarcada de toda la familia que no había visto la vez anterior. Estaba en la librería y era un retrato de estudio, todos en pose y muy formales, los niños vestidos de blanco, Laurette Akande con un vestido de seda azul escotado y joyas de oro. Estaba muy hermosa y no se parecía en nada a una enfermera-. Quizá nos hubiera podido ayudar. Tal vez su hermana le confió alguna cosa antes de su marcha.
– ¿Confiarle qué, señor Wexford?
– Quizá que había otro hombre en su vida aparte de Euan Sinclair.
– Le aseguro que no lo hay. -El doctor se sentó y le miró de aquella manera. Resultaba desconcertante. Wexford había advertido que cuando se invertían los papeles, cuando por decirlo de alguna manera, él era el cliente y el otro el consejero omniscente, y estaban en el consultorio, frente a frente separados por la mesa, los ojos negros y penetrantes de Akande se clavaban en los suyos-. Estoy seguro de que nunca ha tenido otro novio aparte de Euan. Excepto…, no sé muy bien cómo decirlo…
– ¿Decir qué, doctor Akande?
– Mi esposa y yo… vera, no nos hacía mucha gracia que Melanie quisiera mantener relaciones con… bueno, un blanco. Ya sé que las cosas cambian, que ya no se emplean palabras como «entrecruzamiento» y, desde luego, en ningún momento se planteó el matrimonio pero, sin embargo…
Wexford se imaginó a la hermana Akande dando una lección magistral sobre el tema como lo haría una dama de alcurnia cuya hija se siente atraída por un rasta.
– ¿Melanie tenía un novio blanco, doctor?
– No, no, nada de eso. Vera, su hermana iba a la facultad, así fue cómo le conoció Melanie, y ella nos contó que habían tomado una copa juntos, en compañía de la hermana. Lo menciono porque él es el único otro joven que Melanie nos comentó aparte de Euan. Laurette le dijo en el acto que confiaba en que Melanie no insistiría en la relación y estoy seguro de que Melanie le hizo caso.
¿Cuánto sabía este hombre, este padre, de la vida de sus hijos? ¿Cuánto sabía cualquier padre?
– Melanie no se encontró con Euan el jueves por la tarde -le informó Wexford-. Es un hecho comprobado.
– Lo sabía, sabía que no iría a verle. Le dije a mi esposa que tenía el conocimiento suficiente para no volver con ese muchacho que no la respetaba -Akande parecía tranquilo pero sus manos apretaban los brazos de la silla con tanta fuerza que los nudillos los tenía blancos-. ¿Tiene… -comenzó-, tiene alguna noticia?
– Nada esencial, señor. -Wexford interpretó muchas cosas en ese enfático «señor», más de las que Burden era consciente. Percibió en el énfasis el esfuerzo sincero del inspector por tratar a este hombre de la misma manera que trataría a cualquier otro en la situación del doctor. También advirtió la incomodidad de Burden, que había tratado con muy pocas personas negras, no confuso pero si nervioso, sin tener muy claro cómo actuar-. Hemos hecho todo lo posible por encontrar a su hija. Hemos hecho todo lo humanamente necesario.
El doctor debió pensar, como Wexford, que esto no significaba nada. Sus conocimientos de psicología, y quizá de la raza blanca, le permitían ver a través de Burden. Wexford creyó ver la sombra de una expresión de burla en el rostro apenado de Akande.
– ¿Qué intenta decirme, inspector?
A Burden no le gustó aquel «intenta». Le había sonado un poco sarcástico. Wexford intervino, quizá con demasiada precipitación.
– Debe estar preparado, doctor Akande.
La breve carcajada resultó sorprendente en este contexto. Fue un simple «¡Ja!» y después desapareció; el rostro del doctor recuperó la expresión desdichada, ahora más que desdichada, trastornada.
– Estoy preparado -declaró, estoico-. Estamos preparados. ¿Quiere que acepte que Melanie está muerta?
– No es eso. Pero, sí, es muy probable.
Reinó el silencio. Akande puso las manos sobre los muslos y se obligó a relajarlas. Sólo un suspiro profundo y sonoro. Wexford vio horrorizado como caía una lágrima de cada uno de aquellos ojos trágicos. Akande no se avergonzó. Se quitó las lágrimas con los índices, secándolas contra las mejillas para después contemplar las yemas con la cabeza inclinada.
Sin mirarles, con el rostro oculto, dijo en voz baja, casi con el tono de una conversación normaclass="underline"
– Hay una cosa que me intriga. Desde que vi las noticias en la televisión y leí el periódico esta mañana. La mujer asesinada en Ladyhall Avenue tenía el mismo nombre que la consejera con la que Melanie tenía la cita el lunes pasado: Annette Bystock. El periódico ponía que era una funcionaría y supongo que lo era. ¿Se trata de… una coincidencia? Me preguntó si existe alguna vinculación. No pegué ojo en toda la noche pensando en esto.