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– ¿Melanie no conocía a Annette Bystock, doctor?

– Estoy seguro de que no. Recuerdo las palabras exactas: «Tengo una cita con la consejera de nuevas solicitudes a las dos y media», dijo, y al cabo de un instante añadió: «Una tal señora Bystock».

Wexford le recordó amablemente que el doctor no se lo había comentado antes. Tampoco lo había mencionado la señora Akande en la única ocasión que conversaron.

– Quizá no. Me vino a la memoria cuando vi el nombre en el periódico.

Wexford sentía una profunda desconfianza ante las cosas que a los testigos «les venían a la memoria» cuando veían un nombre en el periódico. El pobre Akande dijo que estaba preparado, que aceptaría el destino, pero no renunciaba a la esperanza. La esperanza puede ser una virtud, pensó Wexford, pero causa más dolor que la desesperación. Consideró por un momento preguntarle al doctor si tenía alguna idea de lo que le podría haber dicho Melanie a Annette Bystock con riesgo para la vida de ambas, y decidió que era una pregunta inútil. Akande no sabía nada. En cambio, le preguntó:

– ¿Cómo se llama el muchacho blanco con el que fue a tomar una copa?

– Riding. Christopher Riding. Pero aquello fue hace meses.

Akande, mientras les acompañaba hasta la puerta, se esforzó por no decirlo pero no pudo evitarlo. Guiñó los ojos antes de hablar.

– ¿Hay alguna… hay la más mínima esperanza de… encontrarle viva?

Wexford evitó responderle que mientras no encontraran el cadáver no le considerarían muerta y contestó:

– Digamos que debe estar preparado, doctor. -No podía alentar sus esperanzas a sabiendas de que dentro de un día o dos se las arrebataría.

Las mujeres llenaban la sala de actos de la escuela, eran alrededor de trescientas. Faltaban diez minutos para el comienzo de la reunión y llegaban más. Uno de los organizadores se encargaba de traer más sillas.

– No es que vengan por nosotros -le susurró Susan Riding a Wexford-. No presuma de interesante. Y descubrir como dejar ciego y lisiado a un violador sólo es parte del asunto. No, vienen por ella. Quieren verla. Fue una buena idea ofrecerle ser la moderadora, ¿no le parece?

Wexford miró a Anouk Khoori al otro lado del escenario. Tenía la sensación de haberla visto antes, aunque no recordaba dónde. Quizás en una foto del periódico. Era un pez grande en una charca pequeña, pensó, camino de convertirse en la primera dama de Kingsmarkham. Aparentemente, era lo que deseaba. Si era cierto que la mayoría de las mujeres habían venido para verla en persona, para ver cómo vestía y escuchar cómo hablaba, sus miras no eran muy altas. En una escala más modesta, ella era como uno de esos personajes de fama internacional que aparecían siempre en los periódicos y revistas, cuyos nombres eran de uso familiar y que eran asiduos de las tertulias de la tele, pero de los que nadie sabía a qué se dedicaban y menos lo que habían conseguido.

– No parece árabe -dijo Wexford y de inmediato se preguntó si éste era un comentario racista.

– Su familia es de Beirut -le informó Susan Riding, que aceptó su comentario con una sonrisa-. Anouk es un nombre francés. Les conocimos de pasada cuando estuvimos en Kuwait. Uno de sus sobrinos tuvo que someterse a una intervención menor y Swithun le operó.

– ¿Se marcharon por la guerra del Golfo?

– Nosotros sí. No creo que ellos se marcharan durante el conflicto. Me han dicho que tienen una casa aquí, otra en Mentón y un apartamento en Nueva York. Cuando me enteré de que habían comprado Mynford Old Hall me armé de valor y le pregunté si quería participar en el acto. Aceptó encantada. Por cierto, Swithun esta aquí, y al parecer será el único hombre entre el público. No creo que le importe, está acostumbrado a tomar las cosas tal como vienen.

Wexford vio al cirujano infantil sentado en la penúltima fila, tan compuesto como había dicho su esposa. ¿Por qué las mujeres cuando cruzaban las piernas apoyaban la pantorrilla sobre la rodilla mientras que los hombres colocaban el tobillo sobre el fémur? Supuso que era por recato, pero no tenía sentido ahora que llevaban siempre pantalones. Swithun Riding estaba sentado con el tobillo sobre el fémur y lo sujetaba con una mano larga y elegante. A su lado tenía a una joven con el pelo rubio que se parecía tanto a él que debía ser hija de la pareja. Wexford la reconoció. La había visto esperando para firmar durante su primera visita a la oficina de la Seguridad Social.

– ¿Su hijo no ha venido a darle apoyo moral al padre? -preguntó el inspector.

– Christopher está de viaje. Se marchó a España con un grupo de amigos.

Otra teoría inútil.

Al otro lado de la sala sonó la risa de la señora Khoori, un largo repique musical. El hombre que hablaba con ella, un ex alcalde de Kingsmarkham, le sonrió como un rendido admirador. La mujer le palmeó el brazo, un delicioso e inquietante gesto de intimidad, antes de volver a ocupar la silla en la cabecera de la mesa. Allí acomodó el micrófono con la naturalidad de alguien acostumbrado a hablar en publico.

– Se la presentaré -dijo Susan Riding.

Wexford esperaba un acento pero no lo había, sólo una muy leve entonación francesa, los finales de frase subían en vez de bajar.

– ¿Cómo está usted? -La señora Khoori le retuvo la mano un poco más de lo necesario-. Sabía que le encontraría aquí, lo presentía.

No es extraño, pensó Wexford, dado que su nombre aparecía en el programa como uno de los oradores. Sus ojos le inquietaron un poco, parecían valorarle. Era como si ella calculara hasta dónde podía llegar con él, en que momento tendría que apartarse. Bah, tonterías, imaginaciones suyas… Tenía los ojos negros y esto sin duda le desconcertaba, el contraste de los ojos negros con la piel color crema y el pelo muy rubio.

– ¿Nos explicará a nosotras, pobres criaturas, cómo defendernos de los hombres fuertes?

Resultaría difícil encontrar a nadie con menos aspecto de pobre criatura que esta mujer, se dijo Wexford. Medía alrededor de un metro setenta, el cuerpo esbelto y fuerte en su vestido de lino rosa, los brazos y las piernas musculosos, la piel resplandeciente de salud. En la mano izquierda llevaba un diamante enorme engarzado en un anillo de platino.

– No soy experto en artes marciales, señora Khoori -respondió-. Eso se lo dejo a los señores Adam y Pollen.

– Pero hablará, ¿no? Me desilusionará tanto si no habla…

– Unas pocas palabras.

– Entonces, después tendremos una charla. Estoy preocupada, señor Wexford, muy preocupada por lo que ocurre en este país, los asesinatos de niños, todas esas pobres chicas atacadas, violadas y cosas peores. Por eso hago esto, intento hacer lo que puedo dentro de mis posibilidades para… luchar contra la oleada criminal. ¿No cree que todos y cada uno de nosotros tendríamos que hacerlo?

Wexford se preguntó qué significa el «nosotros». ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Dos años? Se preguntó si no era un poco injusto al ofenderse por sus pretensiones de ser inglesa mientras respetaba las de Akande. Su marido era un multimillonario árabe… Susan Riding le evitó dar una respuesta a sus vivos, aunque un tanto vagos, comentarios cuando susurró: «Anouk, vamos a empezar».

Anouk Khoori se puso de pie con gran confianza y contempló a la audiencia. Esperó a que se hiciera el silencio, un silencio total, con las manos levantadas, el enorme diamante reflejando la luz, antes de hablarles.

Si le hubieran pedido al cabo de una hora que hiciera un resumen de su discurso, Wexford hubiera sido incapaz de recordar ni una sola palabra. Mientras lo escuchaba fue consciente de que ella tenía ese gran don, el mismo en el que tantos políticos han basado sus éxitos, de no decir nada pero en extensión y con una fluida secuencia de sonoros polisílabos, de expresar con la mayor confianza una sarta de tonterías sin sentido envueltas en frases rimbombantes. De vez en cuando, hacía pausas injustificadas. En ocasiones, sonreía. Una vez sacudió la cabeza y en otra elevó la voz en una nota apasionada. Cuando ya pensaba que no terminaría nunca, que sólo la fuerza física podía callarle, la mujer concluyó su discurso, agradeció la atención del público y, volviéndose hacia él con un gesto elegante, hizo su presentación.