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Akande se levantó y le tendió la mano. Wexford pensó que era una costumbre agradable, estrechar las manos de los pacientes, como seguramente hacían los doctores años atrás cuando visitaban a domicilio y enviaban la factura.

– La gente es muy curiosa -comentó el doctor-. Verá, ahora mismo espero a alguien que viene en lugar de su cocinera. Envíe a la cocinera, le dije, pero al parecer no es posible. Tengo la sensación -sin ningún fundamento, lo reconozco, sólo una intuición-, de que no se alegrará mucho cuando descubra que soy lo que el jefe de mi suegro llama «un hombre de color».

Por una vez, Wexford se quedó sin palabras.

– ¿Le he molestado? Lo lamento. Estas cosas siempre están a flor de piel y a veces asoman.

– No me ha molestado -replicó Wexford-. Sólo que no se me ocurre nada que pueda ser… digamos, una refutación o un consuelo. Es innecesario decirle que estoy de acuerdo.

Akande le dio una palmada en el hombro, o al menos una que apuntaba al hombro pero que aterrizó en el brazo.

– Tómese un par de días de descanso. El jueves ya estará bien.

A medio camino por el pasillo, Wexford se cruzó con la rubia que se dirigía al consultorio de Akande. «Sé que perderé a la cocinera, me lo veo venir», murmuró la mujer al pasar a su lado. Un miasma que era una mezcla de Paloma Picasso y Rothman Kingsize flotó en su estela. No se refería a que la cocinera estaba a punto de morir, ¿verdad?

Wexford siguió su marcha con garbo, abriendo las puertas dobles de la salida. Sólo uno de los coches en el aparcamiento podía ser de la mujer, el Lotus Elan con la matrícula personal, AK 3. Sin duda le había costado un dineral, era uno de los primeros. ¿Annabel King? se preguntó. ¿Anne Knight? ¿Alison Kendall? No había muchos apellidos ingleses que comenzaran por K, pero desde luego ella no era de origen inglés. Pensó en un nombre ridículo. Anna Karenina.

Akande había dicho que podía conducir de regreso a casa. En realidad, Wexford hubiera preferido regresar a pie, le encantaba la idea de caminar ahora que ya no se caía ni tenía miedo de caerse. La mente era una cosa curiosa, lo que era capaz de hacer con el cuerpo. Si dejaba el coche aquí tendría que venir a recogerlo más tarde.

La mujer joven bajó como un pato los cuatro escalones del centro médico y la niña los bajó a saltitos. De muy buen ánimo, Wexford bajó la ventanilla y les preguntó si querían que las llevara. A cualquier parte, estaba dispuesto a conducir lo que hiciera falta.

– No aceptamos invitaciones de desconocidos. -La mujer le preguntó a la niña casi a gritos: -¿No es así, Kelly?

Rechazado, Wexford retiró la cabeza. Ella tenía razón. Se había comportado con sensatez y él no. Quizás él fuera un violador y un pedófilo que ocultaba sus siniestros propósitos con una visita al médico. Al salir pasó junto a un coche que le había llamado la atención al llegar, un viejo Ford Escort repintado de color rosa fuerte. Apenas se veían coches rosa. ¿De quién sería? Tenía una excelente memoria eidética, recordaba las caras y los lugares a todo color, pero se olvidaba de los nombres.

Tomó por South Queen Street. Le alegraba darle la buena noticia a Dora y se entretuvo pensando en lo que podría haber sido, el horror, el miedo compartido, el poner buenas caras ante la adversidad, de haber tenido que comunicarle que tema una cita en el hospital para que le hicieran una exploración con el escáner. No ocurriría, pero ¿habría tenido el valor de afrontarlo? ¿Le hubiera dicho una mentira?

En ese caso hubiera tenido que mentir a tres personas. Al doblar para entrar en el garaje de su casa, vio el coche de Neil aparcado en el lado izquierdo para dejar el paso libre. Mejor dicho el coche de Neil y Sylvia, porque ahora lo compartían. Sylvia había vendido el suyo cuando perdió el trabajo. Tal como estaban las cosas, quizá ni siquiera podrían permitirse tener uno.

«Debería dar gracias -pensó-, sentirme halagado. No todos los hijos vuelven corriendo al regazo de papá y mamá cuando las cosas vienen mal dadas.» Los suyos siempre lo hacían. Su reacción era injusta, el preguntarse en cuanto vio el coche: ¿ahora qué pasa?

La adversidad es buena para algunos matrimonios. La pareja mal avenida olvida las rencillas y permanece unida contra el mundo. No siempre. Y las cosas han de ir muy mal antes de que esto ocurra. El matrimonio de la hija mayor de Wexford iba mal desde hacía mucho y se distinguía de los otros matrimonios malos en que ella y Neil se empecinaban en estar juntos, siempre buscando nuevas soluciones, en beneficio de sus dos hijos.

Neil le dijo una vez a su suegro: «La quiero. De verdad que la quiero», pero de eso hacía mucho tiempo. Desde entonces se habían derramado muchas lágrimas y dicho muchas cosas crueles. En numerosas ocasiones Sylvia había traído los niños a casa de los abuelos y también otras tantas Neil se había instalado en un motel en Eastbourne Road. El que Sylvia asistiera a clases para mejorar su educación y trabajara en los servicios sociales no resolvió los problemas. Tampoco sirvieron las vacaciones de lujo en el extranjero ni las mudanzas a casas más grandes y mejores. Al menos, el dinero o su falta nunca había sido un problema. Teman suficiente, más que suficiente.

Hasta ahora. Hasta que el taller de arquitectura del padre de Neil (dos socios, padre e hijo) sintió la recesión, después su acoso, hasta que se vieron obligados a cerrar. Neil llevaba cinco semanas sin trabajo, Sylvia casi seis meses.

Wexford entró en la casa y permaneció por un momento junto a la puerta, escuchando las voces. La de Dora mesurada y calma, la de Neil indignada, incrédula, la de Sylvia exaltada. No dudó de que le esperaban, habían venido seguros de encontrarle bien dispuesto a olvidarse del tumor cerebral o de la embolia para atender a su lista de quejas: la falta de trabajo, la ausencia de perspectivas, el atraso de la hipoteca.

Abrió la puerta de la sala y Sylvia se le echó encima, rodeándole el cuello con los brazos. Era una mujer alta y fuerte, capaz de abrazarle sin encontrarse sujetándole la cintura. Por un momento pensó que el afecto de su hija lo motivaba la preocupación por su salud, por su vida.

– ¿Papá? -gimió Sylvia-. ¿Papá, qué crees que nos ha pasado? Es increíble pero es cierto. No te lo creerás. Neil cobrará del paro.

– No es exactamente el paro, cariño -le corrigió Neil, utilizando un apelativo cariñoso que Wexford no le escuchaba desde hacía mucho-. No es el paro. Es el seguro de desempleo.

– Viene a ser lo mismo. Seguridad social, seguro, subsidio. Es horroroso tener que vemos así.

Resultaba interesante escuchar cómo la voz suave y discreta de Dora penetraba en esta estridencia. La cortó como un alambre corta una horma de queso duro.

– ¿Qué dijo el doctor Akande, Reg?

– Es un virus. Al parecer, lo tiene medio mundo. Me recomendó un par de días de descanso, eso es todo.

– Ya te lo hubiese dicho yo -intervino Sylvia con un bufido-. Lo pasé la semana pasada. Apenas si podía mantenerme de pie.

– Pues es una pena que no me lo hayas dicho, Sylvia.

– Tengo cosas más importantes en que pensar, ¿no crees? Me troncharía de risa si sólo tuviera que soportar un poco de mareo. Ahora que estás aquí, papá, quizá consigas evitar que Neil haga esto. Yo no puedo, nunca hace caso de lo que le digo. Cualquiera influye más en él que su propia esposa.

– ¿Evitar que haga qué? -preguntó Wexford.

– Te lo acabo de decir. Ir al, ¿cómo se llama?, el ESJ. No sé a qué corresponden las siglas pero sé lo que es, la combinación entre el paro y las ofertas de trabajo. Ya no lo llaman así, ¿verdad?

– Hace años que no lo llaman así -dijo Neil-. El Centro de Trabajo.

– ¿Por qué debe evitarlo? -quiso saber Wexford.

– Porque es odioso, es degradante, no es un lugar para gente como nosotros.

– ¿Y qué hace la gente como nosotros? -preguntó Wexford con un tono que debió servir de advertencia a su hija.