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Burden apartó la cinta amarilla de la escena del crimen, abrió la puerta del apartamento y entró. Comenzó por la sala de estar y fue de habitación en habitación, estudiando cuidadosamente cada objeto, mirando a través de la ventana las hojas marrón rojizo, el camino de cemento, la pared de ladrillos rojos de la casa vecina. Cogió los pocos libros de la librería y los sacudió con las páginas abiertas por si acaso hubiera algún papel entre ellas, pero sin ningún propósito definido. En la sala de estar revisó la música que Annette Bystock guardaba en el estante de la librería, los discos compactos para el reproductor desaparecido, los casetes para el reproductor de casetes que también era una radio.

Sus preferencias eran los clásicos populares y el country. Eine Kleine Nachtmusik, la Misa en Re Menor de Bach -Burden sabía que estaban entre los superventas de música clásica-, fragmentos de Porgy and Bess, la versión íntegra de Carmen Jones, la Novena Sinfonía de Beethoven, el álbum Unforgettable de Natalie Cole, Michelle Wright, K. D. Lang, Patsy Cline… Ahora que no estaba Wexford para reprochárselo, Burden se fijó enseguida en que Natalie Cole era negra y que Porgy and Bess y Carmen Jones eran óperas sobre gente negra. ¿Era importante?

Intentaba buscar puntos de contacto entre Annette y Melanie Akande. No había ningún escritorio en el apartamento. El tocador junto a la ventana del dormitorio servía como escritorio. Allí habían encontrado el pasaporte. Burden revisó los otros papeles que había en el cajón. Estaban guardados en una carpeta de plástico transparente: los certificados escolares de Annette, el diploma de estudios empresariales en el politécnico de Myringham. Allí también había estudiado Melanie Akande, aunque ahora le llamaban universidad de Myringham. Burden miró la fecha: 1976. Melanie tenía tres años en 1976. No obstante, quizá hubiera una relación.

Edwina Harris les había dicho que pensaba que Annette había estado casada. No había ningún certificado matrimonial en el cajón de arriba. Burden miró en el de abajo y encontró un acta de divorcio, que anulaba el matrimonio de Annette Rosemary Colegate, de soltera Bystock, y Stephen Henry Colegate. La fecha del divorcio era el 29 de junio de 1985.

Ninguna carta. Había esperado encontrar cartas. Un sobre marrón, tamaño folio, contenía la foto de un hombre de frente despejada y pelo castaño rizado. Debajo estaban los manuales del usuario de un vídeo Panasonic y un reproductor de discos compactos Akai. El cajón del medio contenía ropa interior. Él ya había mirado las prendas guardadas en el armario cuando registraron el viernes. Eran prendas vulgares, discretas, la clase de ropa que compra una mujer que no dispone de mucho dinero y debe anteponer el abrigo y la comodidad a la moda. En consecuencia, la ropa interior le sorprendió.

No era lo que Burden hubiese llamado indecente. No había sostenes con agujeros, ni bragas con agujeros. Pero toda la lencería, si no recordaba mal se llamaba así, era negra o roja y la mayoría transparente. Había dos ligueros, uno negro, otro rojo, un sostén negro común, otro con refuerzos, y un tercero sin tirantes; una cosa que él llamaba corselete pero que Jenny denominaba bustier de satén rojo y encaje, varios pares de medias negras, sencillas, de malla y de encaje, bragas negras y rojas del tamaño de un bikini y un body de encaje negro.

¿Había usado esto debajo de los téjanos y los suéteres, debajo de aquella gabardina beige?

En vez de aclarar, como habían anunciado los meteorólogos, la niebla veraniega dio paso a la lluvia. Comenzó a caer una llovizna gris y bajó la temperatura. Vine, que conducía el coche, comentó por qué la lluvia siempre era fría en Inglaterra mientras que en otras partes del mundo era cálida y por qué, a su juicio algo más importante, no volvía a hacer sol cuando dejaba de llover como pasaba en el extranjero.

– Tendrá que ver con el hecho de que sea una isla -replicó Wexford, sin hacerle mucho caso.

– Malta también es una isla. El año pasado estuve allí de vacaciones. Llovió, pero después salió el sol y al cabo de cinco minutos estábamos secos ¿Vio su foto en el periódico de ayer?

– Sí.

– La recorté para mostrársela pero me parece que la perdí.

– Mejor.

Vine no dijo nada más. Continuaron en silencio el viaje a Glebe Lane, donde vivía Ingrid Palmer con su novio, Jeremy Lang, en un piso de dos habitaciones encima de dos garajes. Vine opinó que siendo su primer día de vacaciones y dado que sólo eran las diez menos diez de la mañana, ella estaría en la cama.

El vecindario era una de las zonas de Kingsmarkham carente de todo encanto. Lo único que se podía decir a su favor era que más allá de lo desvencijado, los solares y los edificios de los okupas, se elevaban las colinas verdes, coronadas con bosques y detrás de ellas la extensión de la llanura. El barrio tenía un cierto aire industrial o comercial, muchas casas pequeñas habían sido transformadas en locales donde funcionaban pequeñas fábricas y talleres. Los jardines los habían convertido en patios llenos de coches usados, chatarra, bidones o piezas metálicas inidentificables. Uno de los garajes tenía la puerta negra y el otro verde. A un costado, por un estrecho pasaje entre alambradas, se llegaba a la puerta del apartamento. No había ninguna protección contra la lluvia. Vine tocó el timbre.

Después de un buen rato, durante el cual se oyeron portazos y ruido en la planta alta, sonaron unos pasos apresurados en las escaleras. Un joven con el pelo negro revuelto y vestido sólo con las gafas de montura negra y una toalla alrededor de la cintura abrió la puerta.

– Ah, lo lamento -se disculpó al verles-. Pensaba que era el cartero. Espero un paquete.

– Policía -dijo Wexford que casi nunca era tan brusco-. Queremos ver a la señorita Pamber.

– Sí, desde luego. Suban.

Era un hombre pequeño, no medía más de un metro sesenta y cinco de estatura, y de huesos delgados. Sin duda la muchacha, tal cual había anticipado Vine, seguía acostada. Cerró la puerta en cuanto entraron con toda confianza.

– ¿Es usted el señor Lang?

– Así es, aunque todos me llaman Jerry.

– ¿Señor Lang, tiene la costumbre de permitir la entrada de extraños en su casa sin hacer preguntas?

Jeremy Lang miró a Wexford y movió la oreja derecha hacia él como si le hubiese dicho algo en un tono inaudible o en un idioma extranjero.

– Dijo que son policías.

Wexford y Vine no le respondieron. Cada uno sacó su placa y la sostuvo ante los ojos de Lang, que asintió sonriente. Comenzó a subir las escaleras al tiempo que con un ademán les invitaba a seguirle. De pronto gritó a voz en cuello:

– ¡Eh, Ing, levántate, es la poli!

La planta alta les deparó una sorpresa. Wexford no sabía muy bien qué se había imaginado pero no, desde luego, esta habitación limpia y bien amueblada con un gran sofá amarillo, cojines amarillos y azules sobre una alfombra tejida de colores vivos, las paredes cubiertas con telas, carteles, y una enorme colcha desvaída. Era obvio que todo provenía de las casas paternas o se había comprado en los mercadillos, pero creaba un ambiente armonioso y cómodo. Un pesebre de madera amarillo lleno de plantas ocupaba el espacio entre las ventanas.

Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Ingrid Pamber. Aún no se había vestido pero no iba desaliñada, ni mostraba la somnolencia típica de quien se acaba de levantar. Vestía un camisón o bata blanca bordada que le llegaba a las rodillas. Llevaba descalzos los pies pequeños y bien formados. El pelo negro brillante, que Wexford había visto sujeto con una hebilla cuando habló con ella el viernes por la tarde, lo llevaba ahora recogido con una cinta de terciopelo rojo. Sin maquillaje su rostro era todavía más hermoso, la piel resplandeciente, el azul de los ojos impactante.