– Ay, hola, es usted -le dijo a Wexford, como si estuviese encantada de verle. Saludó a Vine con una sonrisa amistosa-. ¿Quieren un café? Si se lo pido con muchos halagos estoy segura de que Jerry nos preparará un café.
– Halágame -replicó Lang.
Ella le dio un beso. A Wexford le pareció un beso muy sensual a pesar de dárselo en la mejilla y con los labios cerrados. Después la muchacha se apartó un par de centímetros y susurró:
– Prepara el café, amor mío, por favor, por favor. Quiero un desayuno enorme, dos huevos con beicon y salchichas si quedan y, sí, patatas fritas. ¿Me lo prepararás, cariño? Por favor, por favor, ¿sí?
Vine carraspeó, no por vergüenza sino molesto. Ingrid se sentó en un cojín y les miró. No cabía ninguna duda, pensó Wexford, que se sentía muchísimo más segura en su casa y controlando la situación.
– Le conté a él una parte -dijo la joven-, pero me reservé lo mejor para usted. Es una historia sorprendente.
– Está bien -contestó Wexford, y a la manera de Cocteau a Diaghilev añadió-: Sorpréndame.
– Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a Jerry. Creo que las personas deben mantener sus promesas.
– Desde luego -asintió Wexford-. Pero no más allá de la tumba.
– Sí, pero si se le hace una promesa a alguien y después esa persona fallece no sería correcto romper el juramento y decírselo a los hijos, ¿no cree? -replicó la joven que evidentemente disfrutaba con esta clase de conversación-. No, si afecta a los hijos. Me refiero a que puede ser algo relacionado con ellos y arruinarles la vida.
– No entremos en cuestiones filosóficas, señorita Pamber. Annette Bystock no tenía hijos. No tenía ningún familiar excepto una prima. Quiero saber qué le dijo sobre el romance que mantenía.
– Quizás él resulte perjudicado, ¿no?
– ¿Quién?
– Bruce. El hombre. El hombre que le mencioné al agente. -Señaló a Vine con el índice.
– Usted dígamelo. Ya me preocuparé yo de las consecuencias.
Jeremy Lang apareció con tres tazas de café y un plato, como un camarero en uno de esos restaurantes donde muestran a los clientes las viandas ante de prepararlas, dos huevos, dos lonchas de beicon, tres salchichas y una patata.
– Muchas gracias. -Ingrid le miró a los ojos y repelió: -Muchas gracias, muchas gracias, encantador. -Sus palabras tenían un significado especial o secreto para la pareja porque el joven puso los ojos en blanco mientras Ingrid soltaba una carcajada. Wexford carraspeó. Era capaz de infundir una nota de profundo reproche en sus carraspeos-. Ay, lo siento -exclamó la joven y dejó de reír-. Debo portarme bien. No debo reír. En realidad, siento mucho la muerte de la pobre Annette.
– ¿Desde cuándo la conocía, señorita Pamber? -preguntó Vine.
– Desde que comencé a trabajar en la Seguridad Social hace tres años. Ya se lo dije. Antes trabajaba de maestra, pero no era muy buena. No me llevaba bien con los niños y ellos me odiaban.
– Eso no me lo dijo -protestó Vine.
– No venía al caso, ¿o sí? Tenía un apartamento cerca de la casa de Annette. Fue antes de conocer a Jerry. -Dirigió a Lang una mirada cariñosa y frunció los labios como quien da un beso-. Volvíamos a casa juntas después del trabajo, y algunas veces íbamos a comer a algún restaurante. Cuando no teníamos ganas de cocinar o de comprar platos preparados. Fui a su casa un par de veces pero ella venía a la mía con frecuencia y eso que yo sólo tenía una habitación. Creo que no le gustaba que la gente fuera a su casa.
»Entonces… verá, conocía alguien y comenzamos. -Una mirada contrita a Jeremy, que se la devolvió frunciendo el entrecejo con mucha pantomima-. Comenzamos a salir. No vivía con él ni nada -añadió, sin precisar que significaba el “nada”-. Quizá fue eso lo que impulsó a Annette a contármelo. O quizá fue que mientras yo estaba allí sonó el teléfono y era él. Entonces me hizo prometer que no le revelaría a nadie lo que iba a decirme.
»Estaba muy nerviosa antes de que sonara el teléfono. Supongo que él le había prometido llamar a las siete y eran casi las ocho. Cogió el teléfono como si fuera un asunto de vida o muerte. Después me dijo: “¿Sabes guardar un secreto?” y le contesté que sí y ella añadió: “Verás, yo también tengo a alguien. Ese era él”, y entonces lo soltó todo.
– ¿El nombre, señorita Pamber?
– Bruce. Se llama Bruce. No sé el apellido.
– ¿Éste era el hombre que cree que llamó a la oficina después de la llamada de la señorita Bystock para avisar que estaba enferma?
La muchacha asintió, sin preocuparse de aquella primera mentira.
– ¿Sabe dónde vive? -preguntó Vine.
– Un día mi amigo y yo fuimos a Pomfret y llevamos a Annette con nosotros. Iba a ver a su prima. Creo que fue la víspera de Navidad. Annette iba en el asiento trasero y cuando -pasamos por delante de aquella casa me golpeó en el hombro y dijo: «Mira allá, la casa con la ventana en el techo, allí vive ya sabes quién». Lo dijo tal cuaclass="underline" «ya sabes quién».
»No sé el número. Se la puedo enseñar. -Las muecas de Jeremy no pasaron desapercibidas para Wexford. Por su parte, Ingrid suspiró complacida-. Se la describiré. No es necesario que hagas morisquetas, cariño. Ve a la cocina y prepárame el desayuno.
– ¿Qué hizo con la llave del apartamento de la señorita Bystock -le preguntó Wexford-, cuando se marchó el jueves?
Ella contestó sin vacilar, casi en el acto.
Wexford le contó a Burden las declaraciones de Ingrid Pamber mientras esperaban en el coche aparcado delante del 101 Harrow Avenue, un caserón Victoriano de tres pisos al que le habían añadido un cuarto con una buhardilla en el techo de dos aguas. Ya habían estado en la casa pero no encontraron a nadie. Era el lugar más opuesto al barrio en el que vivía Annette, que se podía encontrar sin salir de Kingsmarkham. Por el padrón electoral sabían que los ocupantes eran Snow, Carolyn E., Snow, Bruce J., y Snow, Melissa E. Esposa, marido e hija mayor, dedujo Wexford. El padrón, donde sólo aparecían aquellos con derecho a voto, no aportaba ningún dato de más hijos.
– Llevaba nueve años liada con el tipo -dijo Wexford-. Al menos es lo que le contó a Ingrid Pamber, y no se me ocurre ningún motivo para que incluso una mentirosa como ella mintiera en este caso. Era una de esas situaciones en las que el hombre casado le dice a la amante que abandonará a la esposa en cuanto los hijos se hagan mayores. Hace nueve años el hijo menor de Bruce Snow tenía cinco, así que si es tan cínico como yo pienso, puede opinar que se había buscado un buen chollo.
– Así es -respondió Burden, de todo corazón.
– Espere, que todavía hay más. Tenían que encontrarse en alguna parte pero él nunca la llevó a un hotel. Dijo que no podía pagarlo. Después de aquel paseo por delante de la casa en el coche del amigo, Ingrid le preguntó a Annette qué le había regalado Bruce para Navidad y ella contestó nada, él nunca le daba nada, nunca había recibido un regalo de su parte. Necesitaba todo lo que ganaba para la familia. Según Ingrid, Annette no estaba resentida, jamás le criticaba. Le comprendía.
– ¿Supongo que después de aquella primera confidencia hubo más?
– Ah, sí. Una vez que empezó no hubo manera de detenerla. Bruce esto y Bruce lo otro y siempre Bruce cada vez que ella e Ingrid estaban a solas. Me imagino que fue un alivio para la pobre mujer tener alguien con quien hablar. -Wexford echó otra ojeada a la casa, a los signos de prosperidad, el cuarto piso, la pintura nueva, la antena parabólica en una de las ventanas-. Snow nunca la llevó a un hotel y desde luego no podían ir a su casa. Ella tenía su apartamento pero él se negaba a ir allí. Al parecer, una amiga o un pariente de la esposa vivía al otro lado de calle. La solución: él la llamaba para que fuera a su oficina después del trabajo.