– Es una broma -exclamó Burden.
– No a menos que sea un invento de Ingrid Pamber y dudo que tenga la imaginación suficiente. Snow nunca le escribió, razón por la cual no encontramos cartas. No le dio nada, ni siquiera una foto suya. La llamaba por teléfono, a una hora determinada, «cuando podía». Pero ella le amaba, y por eso no había pegas, él se comportaba de una manera razonable, prudente. Después de todo sólo había que esperar a que los hijos fueran mayores.
Burden utilizó la expresión favorita de su hijo menor:
– ¡Puaj!
– Yo no podría expresarlo mejor. Cuando él quería verla, o digamos cuando él quería mojarla… -Wexford no hizo caso de la expresión dolida de Burden-, le pedía que fuera a su oficina. Es contable en Hawkins y Steele.
– Están en York Street, ¿verdad?
– En una de aquellas casas muy viejas que sobresalen sobre la calle. La parte de atrás da a Kiln Lane, uno de los callejones que desembocan en la calle Mayor al otro lado de San Pedro. Nunca hay nadie por allí después del cierre de los comercios y Kiln Lane es sólo un callejón entre muros muy altos. Annette se metía por allí y él le hacía entrar por la puerta trasera. Lo mejor de todo -o lo peor, depende de cómo se mire- es que él le explicó este arreglo diciendo que si la esposa llamaba a la oficina atendería la llamada y ella sabría que trabajaba hasta tarde.
Las luces comenzaron a encenderse en las casas pero el 101 siguió a oscuras. Wexford y Burden salieron del coche y se acercaron a la verja. Estaba abierta la puerta lateral y entraron al jardín trasero, una zona de césped y arbustos que acababa en un bosquecillo cada vez más oscuro a medida que caía el crepúsculo.
– ¿Hizo eso durante nueve años? -preguntó Burden-. ¿Como una prostituta?
– Una prostituta espera una cama, Mike, y una copa de algo estimulante. Las prostitutas, según me han dicho, esperan encontrar un baño. Y desde luego que les paguen.
– Esto explica la ropa interior. -Burden describió lo que había encontrado en el apartamento de Ladyhall Court-. Siempre estaba preparada. Me pregunto qué pensara este tipo ahora.
– ¿Cree que es el tipo de la foto? Lo que me preocupa es que esté de vacaciones.
– Seguro que no, Reg. No, si el hijo menor tiene catorce años. Esperará a que acabe el curso y todavía quedan dos semanas de clase.
– Tenemos que verle y pronto.
– ¿Por qué dice que Ingrid es una mentirosa?
– Me dijo que dejó la llave que le dio Annette en el piso cuando se marchó el jueves. Si lo hizo, ¿dónde está?
– Estaba en el velador -contestó Burden en el acto.
– No, no estaba, Mike. No a menos que mintiera cuando dijo el miércoles que había dos llaves. Una de estas declaraciones es mentira.
8
Sólo habían encontrado dos grupos de huellas digitales en el apartamento de Annette Bystock. La mayoría pertenecían a la propia Annette, y el otro grupo de huellas de mujer, en la caja del supermercado, la puerta de la cocina, la puerta de entrada y la mesa del vestíbulo, eran de Ingrid Pamber. No había más huellas en toda la casa. Al parecer, el hogar de Annette no había sido sólo su castillo, había sido la celda donde había pasado su confinamiento solitario.
El ladrón del equipo electrónico había usado guantes. El asesino había usado guantes. Bruce Snow nunca había pisado o tocado el interior del hogar de la mujer que había sido su amante durante casi una década. Ningún amigo, aparte de Ingrid, había estado allí. Todo indicaba, pensó Wexford, que Annette había evitado invitar a nadie. Los visitantes hubiesen podido escuchar una de sus conversaciones con Snow, hubiesen podido traicionarla, o lo que era más importante desde su punto de vista, hubiesen podido con alguna indiscreción destruir el engaño montado por Snow. Así que, en aras del amor, había llevado esta vida solitaria. Era una historia muy triste.
Sólo había confiado en la discreción de una amiga. Y si se podía creer a Ingrid no se había equivocado al convertirla en depositaría de su secreto, porque Ingrid no se lo había dicho a nadie hasta después de la muerte de Annette. A la vista de que el asesinato se había cometido unos siete meses después de hacerle la primera confidencia a Ingrid, parecía poco probable que fuera consecuencia de divulgar su secreto o de divulgar más detalles.
Wexford suspiró. Annette había muerto unas treinta y seis horas antes de que Burden encontrara el cadáver el viernes por la mañana. Aproximadamente entre las diez de la noche del miércoles y la una de la mañana del jueves. Cuando Ingrid Pamber entró en el apartamento a las cinco y media de la tarde del jueves, Annette llevaba muerta todo el día y parte de la noche. La habían estrangulado con un cable, en este caso un cordón eléctrico. Ya lo sabía y como siempre los detalles médicos le resultaban incomprensibles. Tremlett opinaba que el asesino podía ser una mujer fuerte. Hasta su muerte, Annette había sido una mujer sana sin señales visibles, sin una sola cicatriz en el cuerpo, ninguna peculiaridad ni deformidades menores. Tenía el peso normal para su estatura. No sufría de ninguna enfermedad.
El apartamento estaba limpio pero así y todo habían recogido una abundante cantidad de pelos y fibras en la cama, los veladores y el suelo. Que útil hubiese sido, pensó Wexford por enésima vez, si uno de los agentes hubiese recogido una colilla cerca del cadáver, como ocurría en las historias de detectives. O si sujeto en la mano inmóvil de la pobre Annette hubiesen encontrado un botón arrancado de la chaqueta del asesino, con el correspondiente trozo de tela. Nunca encontraba estas pistas. Aunque también era verdad que nadie iba a ninguna parte sin dejar atrás un rastro de sí mismo y llevándose con él algún vestigio del lugar donde había estado. Pero esto sólo era útil si tenías una pista de quién era y dónde había estado.
Se marchaba hacia los estudios de la televisión local para pedir la ayuda del público cuando sonó el teléfono. El operador de la centralita le comunicó que le llamaba el jefe de policía desde su casa en Stowerton.
Freeborn, un tipo duro, siempre iba al grano.
– No quiero ver fotos suyas de parranda.
– No, señor. Fue algo desafortunado.
– Fue más que eso, fue una auténtica desgracia. Y para colmo en un buen periódico.
– No pienso que hubiese quedado mejor en un tabloide -replicó Wexford.
– Entonces esa es otra entre las muchas cosas en las que tendría que pensar y no piensa. -Freeborn se lanzó a un extenso monólogo sobre la necesidad de atrapar cuanto antes al asesino de Annette, el aumento de la criminalidad y de cómo este lugar encantador, tranquilo y seguro en el que vivían se estaba convirtiendo rápidamente en un lugar tan peligroso como cualquier barrio londinense-. Y cuando aparezca en la tele intente no tener una copa en la mano.
Le concedieron dos minutos que, cómo ya sabía, se convertirían en treinta segundos. Sin embargo, era mejor que nada. Su llamada atraería a un público ansioso por revelar sus fantasiosos avistamientos de un asesino en la vecindad de Ladyhall Road, confesiones del crimen, declaraciones de videntes, afirmaciones de haber estado en la escuela con Annette, en la facultad, haber sido su amante, su madre, su hermana, haberla visto en Inverness, en Carlisle o en Budapest después de su muerte y, quizás, una pista auténtica y valiosa.
Se acostó tarde. Pero se levantó temprano en el momento en que llegaba el correo. Dora bajó en camisón para prepararle el desayuno, un gesto cariñoso pero innecesario dado que él sólo tomaba un bol de cereales y un trozo de pan.
– Una sola carta y es para los dos. Ábrela.
Dora abrió el sobre y sacó una tarjeta en papel de barba.
– Vaya, Reg, ella se ha encaprichado contigo.
– ¿Quién se ha encaprichado conmigo? ¿De qué hablas? -Por curioso que le resultara pensó en el acto en la bonita Ingrid Pamber.
– Sylvia dice que las invitaciones a esta fiesta son como oro en paño. Le encantaría ir.