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– Déjame ver. -¡Vaya tonto! ¿Cómo a su edad podía imaginarse estas cosas? Leyó en voz alta el texto de la tarjeta:

Wael y Anouk Khoori tienen el placer de invitar al señor Reginald Wexford y a su distinguida esposa al garden party que se celebrará en su casa, Mynford New Hall, Mynford, Sussex, el sábado, 17 de julio, a las 3 de la tarde.

Había una nota al pie:

En ayuda de la Fundación para la Lucha contra el Cáncer Infantil.

– Llega un poco tarde, ¿no crees? Hoy es trece.

– No, bueno, a eso me refería. Es obvio que no estábamos en la lista de invitados. Pero el sábado por la noche la deslumbraste.

– Seguro que Freeborn está en la lista -dijo Wexford, en un tono lúgubre-. Esperarán que todo el mundo suelte cómo mínimo diez libras, lo que es tener mucha cara si consideras que Khoori es millonario. Con el dinero que tiene puede sostener la fundación sin necesidad de apelar a la colecta pública En cualquier caso, no tiene importancia porque no iremos.

– Me gustaría ir -afirmó Dora mientras su marido se marchaba. Le gritó-: Digo que me gustaría ir, Reg.

No tuvo respuesta. La puerta principal se cerró con discreción.

La encuesta judicial por el asesinato de Annette Bystock se inició a las diez de la mañana y se postergó hasta la presentación de nuevas pruebas a las diez y diez. Jane Winster, la prima de Annette, no asistió a la misma pero esperaba a Wexford cuando él regresó a la comisaría. Alguien -algún estúpido, pensó- la había llevado a uno de los lúgubres cuartos de interrogatorios donde la mujer esperaba sentada en una silla metálica delante de una mesa de madera, con una expresión de extrañeza y un poco asustada.

– ¿Tiene alguna cosa que decirme, señora Winster?

La mujer asintió mientras miraba las paredes de ladrillo pintadas de color crema y la ventana sin cortinas.

– Acompáñeme a mi despacho -añadió Wexford.

A alguien se le iba a caer el pelo por esto. ¿Por quién habían tomado a esta pobre mujer mayor con la gabardina abotonada hasta el cuello y un pañuelo mojado en la cabeza? ¿Por una carterista? ¿Por una mechera? Tenía el aspecto de una camarera de colegio a la que le hubiera venido muy bien una buena ración de lo que servía. Su rostro era delgado, las manos huesudas y agrietadas, de una vejez prematura.

Wexford supuso que la mujer se quejaría por el tratamiento recibido en cuanto se instalaron en la relativa comodidad de su despacho, alfombrado y con sillas que casi eran sillones, pero ella mantuvo la misma expresión desconfiada. Quizá por llevar una vida tan protegida y circunspecta todos los lugares nuevos la asustaban. La invitó a sentarse y le repitió la pregunta formulada en la planta baja. La mujer le contestó después de sentarse en el borde de la silla, con las rodillas juntas.

– Me olvidé de decirle una cosa al policía que vino. Verá… yo…

La brusquedad de Vine la intimidó, pensó Wexford.

– No tiene importancia, señora Winster. Lo importante es que ahora lo recuerda.

– Sabe, fue toda una sorpresa. Verá, no estábamos…, bueno, no estábamos muy unidas, quiero decir Annette y yo, pero era mi prima, la hija de mi tía.

– Sí.

– Y tener que ir a aquel lugar y verla…, ya sabe, muerta, fue una sorpresa. Nunca había hecho nada parecido y yo…

Una mujer que dejaba las frases sin acabar debido a las dudas y quizá por la posibilidad de que alguien pudiera tomarla en serio. Comprendió que era una disculpa. Se disculpaba por tener emociones.

– Le dije que hablábamos por teléfono. Me refiero a que le dije que hablábamos por teléfono pero él estaba más…, bueno, él estaba más interesado en saber cuándo le había visto por última vez. No la veía desde que vino a nuestro aniversario de bodas, y eso fue en abril, el tres de abril.

– ¿Pero se hablaron por teléfono?

La mujer necesitaba que la ayudaran y Vine no era el hombre más indicado para darle apoyo. Ella le miró implorante.

– Me llamó el martes antes…, el martes pasado. Quiero decir…

El día que Melanie Akande habló con Annette.

– ¿Fue por la tarde, señora Winster?

– Sí, por la tarde, alrededor de las siete. Yo estaba sirviendo la cena. A él… verá, a él no le gusta esperar. Me sorprendió la llamada pero entonces dijo que no se sentía muy bien, que se acostaría temprano… -La señora Winster vaciló-. Mi marido…, bueno, mi marido me hacía señas, así que dejé el teléfono y él me dijo, sé que le parecerá horrible…

– Por favor continúe, señora Winster.

– Mi marido, no es que no le gustara Annette, pero es que no le interesan las personas ajenas. Nuestra propia familia es suficiente, es lo que dice siempre. Desde luego, Annette era en cierto sentido parte de la familia pero él siempre dice que los primos no cuentan. Me dijo, me refiero a cuando Annette estaba al teléfono, él dijo, no te metas. Si está enferma querrá que le hagas las compras y todas esas cosas. Bueno, supongo que sí, porque ese era el motivo de la llamada, y me sentó muy mal decirle que estaba ocupada, que no podía hablar en ese momento, pero lo primero era atender a mi marido, ¿no le parece?

Si esto era todo, perdía el tiempo. Apeló a la paciencia.

– ¿Le colgó?

– Bueno, no. No en el acto. Ella me preguntó si podía llamar más tarde. No supe qué contestar. Entonces añadió otra cosa, algo que quería preguntarme, quizá preguntárselo también a Malcolm, es mi marido, algo referente a ir a la policía.

– Ah. -Conque era esto-. ¿Le dijo de qué se trataba?

– No, porque iba a volver a llamar. Pero no lo hizo.

– ¿Usted no la llamó?

Jane Winster se ruborizó al escuchar la pregunta del inspector.

– A mi marido no le gusta que haga llamadas innecesarias -contestó desafiante-. Está en su derecho. Es él quien gana el dinero.

– Dígame exactamente que le dijo su prima respecto a ir a la policía.

Wexford comprendió la impaciencia de Vine con esta mujer como testigo, incluso comprendió al que le había encerrado en aquel lúgubre cuarto de interrogatorios. Sus simpatías se esfumaban rápidamente. Aquí sólo tenía a otra persona que había rechazado a Annette Bystock. Ella jugueteaba con el bolso, fruncía los labios; una mujer, conjeturó, experta en minusvalorarse pero que se ofendería muchísimo ante cualquier crítica.

– No puedo repetir las mismas palabras, yo no…, verá, dijo algo así: «Ha pasado algo relacionado con el trabajo y pienso que quizá tendría que ir a la policía pero quiero saber tu opinión y también la de Malcolm». Esto es todo.

– Querrá decir en «el» trabajo, ¿no?

– No, ella dijo «relacionado con el trabajo».

– ¿No volvió a hablar con ella?

– Ella no me volvió a llamar y yo… No, yo…, yo no tenía motivos para llamarla.

Wexford asintió. Ante el rechazo de la prima, Annette había llamado a alguien más caritativo, a la joven Ingrid para que le hiciera la compra, que le ofreciera los pequeños cuidados que necesitaba alguien afectado por la «enfermedad de las caídas». En cuanto a ir a la policía, había cambiado de opinión, o lo más probable, había pospuesto la llamada hasta recuperarse. Pero no mejoró, todo lo contrario, y ya fue demasiado tarde.

– ¿Su prima le mencionó alguna vez a un hombre llamado Bruce Snow?

– No. ¿Quién es? -replicó la mujer, indiferente.

– Un hombre casado con el cual la señorita Bystock mantenía relaciones desde hacía años.

La noticia sorprendió a Jane Winster mucho más que la muerte de su prima, la conmocionó incluso más que ver a Annette en el depósito.

– No me lo creo. Annette jamás hubiera hecho una cosa así. No era de esa clase de personas. -El asombro le había quitado la timidez-. Mi marido nunca le hubiese permitido entrar en la casa de haber tenido la más mínima sospecha de algo semejante. Ah, no, se equivoca usted. Annette nunca hubiese hecho eso.