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La señora Winster se marchó y Wexford llamó a Hawkins y Steele y pidió hablar con el señor Snow. Mientras esperaba escuchando la interpretación de Greensleeves, pensó en Snow y se preguntó si se sorprendería al recibir su llamada. Después de todo, habían encontrado el cadáver de Annette el viernes pasado, lo habían dicho en la televisión aquel mismo día, y lo habían publicado los periódicos del sábado. Pero nadie sabía de su relación excepto Annette y él mismo, ¿verdad? Y Annette estaba muerta. Sin duda pensaba que se había librado. Pero Wexford pensó: ¿librado de qué?

– El señor Snow está hablando por otra línea. ¿Quiere esperar?

– No. Volveré a llamar dentro de diez minutos. Dígale que es de parte de la policía de Kingsmarkham.

Esto le inquietaría un poco. Wexford supuso que Snow no tardaría en llamar, incapaz de esperar ni un momento para enterarse de lo peor, pero no llamó. Esperó un cuarto de hora antes de volver a marcar el número.

– El señor Snow está en una reunión.

– ¿Le dio el mensaje?

– Sí, pero se dirigió a la reunión en cuanto colgó el teléfono.

– ¿Cuánto durará esta reunión?

– Media hora. El señor Snow tiene una visita a las once y cuarto.

– ¿Puede transmitirle otro mensaje? Dígale que cancele la próxima cita porque el inspector jefe Wexford irá a verle a su despacho a las once.

– De verdad no puedo…

– Muchas gracias -dijo Wexford y colgó. El enfado le hizo recordar su problema de tensión arterial. Entonces se le ocurrió una idea que le hizo reír. Cogió el teléfono y llamó a la agente Karen Malahyde para que subiera a su despacho.

Karen Malahyde era el prototipo de la nueva mujer. Joven, bien parecida, hacía muy poco para resaltar su aspecto. Nunca se maquillaba y llevaba el pelo y las uñas muy cortas. Muchas con menos dotes que ella se hubieran transformado a sí mismas en bellezas. Sin embargo, no podía hacer nada para disimular su cuerpo escultural. Karen tenía una silueta preciosa y el tipo de piernas que parecían comenzar en la cintura. Era feminista, casi radical, y una buena policía aunque algunas veces había que advertirle que no fuera demasiado dura con los hombres o que no favoreciera a las mujeres.

– ¿Sí, señor?

– Quiero que me acompañe a visitar a un caballero galante.

– ¿Señor?

Wexford le contó parte de la historia romántica de Annette Bystock. En lugar de tratar a Snow de cabrón, como esperaba, ella dijo apesadumbrada:

– Estas mujeres son sus peores enemigas. -Después añadió-: ¿Él la asesinó?

– No lo sé.

Entraron en la vieja casa de York Street por la entrada principal. El interior era lóbrego y los techos bajos producían una sensación de agobio, pero era antigua de verdad, la clase de lugar que por lo general se considera de mucho carácter. No había ascensor. La recepcionista dejó su puesto y les acompañó por una angosta escalera de roble hasta el último piso. Llamó a una puerta, la abrió y anunció de una manera un poco críptica:

– La visita de las once, señor Snow.

El hombre de la foto que había encontrado Burden se acercó a ellos con la mano extendida. Wexford simuló no verla. Por un momento pensó que Snow no sabía quiénes eran sus visitantes. En caso contrario no se habría mostrado tan seguro, no habría sonreído con tanta confianza.

– Me alegra decirle que ha aparecido -dijo.

Era evidente que se trataba de una confusión aunque Wexford no sabía cómo ni por qué. Pensó que si no se controlaba disfrutaría con este asunto. Iba a ser divertido.

– ¿Qué ha aparecido, señor?

– Mi carné de conducir. Sólo podía estar en cinco lugares, miré en ellos y estaba en el último. -Snow comprendió que algo iba mal pero no se asustó, sólo se mostró desconcertado-. Perdonen. ¿Cuál es el motivo de la visita?

Karen parecía ofendida por haberla tomado por un agente de tráfico, y fue Wexford el que respondió:

– ¿Por qué cree que queremos verle, señor Snow?

El brillo que apareció en su mirada fue un aviso. Enarcó las cejas e inclinó la cabeza a un lado. Era un hombre alto y delgado, con algunas canas en el espeso pelo negro, no era guapo pero tenía un aire distinguido. Wexford pensó que tenía una boca cruel.

– ¿Cómo voy a saberlo? -replicó con una voz un poco más chillona.

– ¿Podemos sentamos?

Las piernas de Karen quedaron bien a la vista cuando se sentó. Incluso con aquellos espantosos borceguíes, sus piernas eran sensacionales. Snow les dirigió una mirada rápida pero significativa.

– Me sorprende que no sepa por qué hemos venido, señor Snow -dijo Wexford-. Suponía que nos esperaba.

– Así es. Se lo dije. Pensaba que habían venido porque no llevaba el carné cuando me detuvieron el sábado. -Wexford estaba seguro de que lo sabía. ¿Pensaba echarle cara al asunto? Snow jugueteó con los objetos sobre el escritorio. Acomodó una hoja de papel, le puso el capuchón a un bolígrafo-. ¿De qué se trata?

– De Annette Bystock.

– ¿Quién?

De no haber sido por los dedos inquietos, ahora ocupados con el cable del teléfono, por la mirada de pánico, quizá Wexford hubiese dudado, hubiese pensado que la muerta era una cuentista paranoica, Jane Winster un oráculo e Ingrid Pamber la reina de las mentirosas. Miró a Karen.

– Annette Bystock fue asesinada el miércoles pasado -dijo Karen-. ¿No ve la televisión? ¿No lee los periódicos? Usted y ella tenían una relación. Mantenía relaciones con ella desde hace nueve años.

– ¿Que yo qué?

– Si no me ha escuchado, señor, no tengo inconveniente en repetirlo. Usted ha mantenido una relación con Annette Bystock durante…

– ¡Eso es una gansada!

Bruce Snow se puso de pie. Su rostro delgado mostraba un color rojo oscuro y el pulso latía en la vena azul de su frente.

– ¿Cómo se atreven a presentarse en mi despacho para acusarme de semejante infamia?

Por alguna razón Wexford se imaginó de pronto a Annette viniendo aquí, ocultándose en el callejón, llamar a la puerta trasera, subir por la escalera de caracol en compañía de Snow hasta este despacho donde ni siquiera había un sofá, donde no había cómo servir una copa o una taza de té. Eso sí, estaba el teléfono por si acaso llamaba la esposa.

El inspector jefe se levantó y Karen le imitó.

– No dudo de que ha sido un error venir a su despacho, señor Snow -se disculpó Wexford-. Le pido perdón. -Observó cómo Snow se relajaba, volvía a respirar, recuperaba energías para la protesta final-. Le diré qué haremos. Esta noche iremos a su casa y hablaremos allí. ¿Le parece bien a las ocho? Así tendrá tiempo para cenar primero con su esposa.

Si no hubiera funcionado habría tenido que reconocer su error, aceptar que una o las dos mujeres eran unas cuentistas, que se había imaginado todas las reacciones culpables de Snow, y que estaba metido en un buen lío. A Freeborn esto le sentaría mucho peor que la foto en el periódico.

Pero funcionó.

– Por favor, siéntense -dijo Snow.

– ¿Nos dará su versión, señor Snow?

– ¿Qué hay que decir? No soy el primer hombre casado que tiene una amiguita. Y le diré algo más, Annette y yo habíamos decidido acabar nuestra relación. -Snow hizo una pausa, carraspeó-. No tiene ningún sentido contárselo a mi esposa. Por si le interesa sepa que tomé múltiples precauciones para que mi mujer no se enterara. No quería causarle ningún mal. Annette lo entendía. Nuestra relación, aunque suene un poco cruda, era exclusivamente física.

– ¿Entonces nunca pensó en divorciarse de su esposa y casarse con la señorita Bystock en cuanto no tuviera que ocuparse más de sus hijos?

– ¡Santo cielo, no!

– ¿En dónde se citaban, señor Snow? -preguntó Karen-. ¿En el apartamento de la señorita Bystock? ¿En un hotel?