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– No veo qué importancia puede tener.

– Conteste a la pregunta.

– En su apartamento -respondió Snow, inquieto-. Nos veíamos en su casa.

– Es curioso, señor, porque no encontramos ni una sola huella digital en el apartamento de la señorita Bystock aparte de las de ella y las de una amiga. Quizás usted borró las huellas. -Karen se esforzó al máximo-. Ah, sí, ya lo entiendo, usted llevaba guantes.

– ¡Desde luego que no llevaba guantes!

Snow comenzaba a enfadarse. Wexford observó los latidos de la vena, los ojos inyectados en sangre. ¿No sentía ninguna pena por Annette Bystock? ¿Después de todos aquellos años no sentía aflicción, ninguna nostalgia, ningún remordimiento? ¿Qué había querido decir con que era una relación «puramente física»? ¿No habían hablado, no se habían tratado con cariño, no se habían hecho promesas? Al menos le había hecho prometer una cosa a la mujer muerta, que no se lo dijera a nadie. Ella casi la había cumplido.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– No lo sé. Tengo que pensarlo. Hará unas semanas, creo que fue un miércoles.

– ¿Aquí? -preguntó Karen.

Snow encogió los hombros, después asintió.

– ¿Puede decirme dónde estuvo entre las ocho y las doce de la noche del miércoles pasado, el miércoles, siete de julio?

– En casa, desde luego. Siempre llegó a casa alrededor de las seis.

– Excepto cuando se citaba con la señorita Bystock.

Snow hizo una mueca y carraspeó como si torcer el rostro fuera el paso previo a aclararse la garganta.

– El miércoles pasado llegué a casa a las seis y me quedé allí. No volví a salir.

– ¿Se quedó en su casa con su esposa y sus hijos, señor Snow?

– Mi hija mayor no vive en casa. La menor, Catherine, ella…, verá, casi nunca está en casa por la tarde…

– Pero ¿su esposa y su hijo estaban con usted? Tenemos que hablar con su esposa.

– ¡No puede meter a mi esposa en esto!

– Fue usted quien la metió, señor Snow -replicó Wexford, en voz baja.

Bruce Snow había cancelado su cita de las once y cuarto y ahora se vio obligado a posponer la que tenía con un inspector de Hacienda a las doce y media. Wexford consideró que su desdicha no tenía nada que ver con la culpa ni con ninguna responsabilidad por la muerte de Annette. Era terror, el pánico a que su mundo tan bien estructurado se viniera abajo. Pero no estaba seguro.

– Dice que vio a la señorita Bystock un miércoles hace varias semanas. ¿Cuántas semanas, señor?

– ¿De verdad necesita tanta precisión?

– Sí, señor.

– Tres semanas. Hace tres semanas.

– ¿Y cuándo habló con ella por teléfono, por última vez?

Snow no quería admitirlo. Frunció los ojos como si la habitación estuviera llena de humo.

– Fue el martes por la tarde.

– ¿Cómo, el martes anterior a su muerte? -Karen Malahyde se sorprendió-. ¿El martes seis?

– La llamé desde aquí -contestó Snow deprisa-. La llamé desde esta oficina antes de irme a casa. -Se frotó las manos-. Para fijar una cita, si le interesa saberlo. Para la noche siguiente. Caray, se están entrometiendo en mi vida privada. En cualquier caso, no fue nada importante, no pasó nada, ella me dijo que no se sentía bien. Estaba en cama. Tenía la gripe o algo así.

– ¿Le mencionó a una joven llamada Melanie Akande? ¿Le comentó algo referente a ir a la policía?

Esto le dio a Snow un respiro. Había alguna otra cosa. La presión, al menos de momento, se había desviado de su reprochable relación con Annette. Soltó un sonoro suspiro.

– No, no dijo… un momento, ¿ha dicho Akande? Hay un doctor que se llama así en la misma consulta que mi médico. El tipo de color.

– Melanie es su hija -le informó Karen.

– ¿Qué pasa con ella? No sé nada de esa joven. No le conozco, no sabía que tenía una hija.

– Annette sí. Y Melanie Akande ha desaparecido. Aunque, desde luego, Annette no se lo mencionó porque la relación que mantenían ustedes era puramente física, como usted mismo dijo, una cosa secreta.

A Snow no le quedaban ánimos para replicar. Preguntó cuándo pensaba Wexford ir a hablar con su esposa.

– Ah, todavía no, señor Snow -contestó el inspector-. Hoy no. Le daré la oportunidad de que usted mismo se lo explique. -Abandonó el tono de burla y se puso serio-. Le sugiero, señor, que lo haga en cuanto tenga oportunidad.

William Cousins, el joyero, examinó a fondo el anillo de Annette Bystock, dijo que era un buen rubí y lo tasó en dos mil quinientas libras, libra más o menos. Esa era la suma que estaba dispuesto a pagar si se lo ofrecían. Probablemente lo revendería por mucho más.

El martes era uno de los dos días de mercado en Kingsmarkham, el otro era el sábado. Como una de sus obligaciones rutinarias, el sargento Vine echaba una ojeada a las mercaderías a la venta en las paradas de St. Peter’s Place. Por lo general los objetos robados aparecían aquí, en los puestos improvisados en los jardines particulares o en un solar donde se vendía de todo los fines de semana. El sargento primero recorría las paradas y después iba a comer un bocadillo al bar ambulante.

Después de la visita al joyero, comenzó su paseo por el mercado y en la segunda parada vio a la venta un radiocasete. Era de plástico blanco y en la parte de arriba, justo sobre el reloj digital, había una mancha rojo oscuro que alguien había intentado quitar sin éxito. Por un momento. Vine pensó que la mancha era sangre, y entonces lo recordó.

9

Lo peor, le comentó el doctor Akande a Wexford, era la manera en que todo el mundo les preguntaba si tenían alguna noticia de su hija. Todos los pacientes estaban enterados y todos preguntaban. Al final, incapaz de ocultarle la verdad por más tiempo, Laurette Akande se lo comunicó a su hijo cuando él llamó desde Kuala Lumpur. El joven dijo que regresaría de inmediato. Regresaría en cuanto consiguiera un vuelo barato.

– La muerte de aquella otra muchacha me lleva a creer que Melanie también está muerta.

– Sería darle falsas esperanzas si le digo que no lo piense.

– Pero me digo a mi mismo que no hay ninguna relación. No puedo renunciar a la esperanza.

Wexford había ido a visitarles, como hacía casi todas las mañanas, camino del trabajo o por las tardes cuando regresaba a casa. Laurette, vestida con un vestido de lino en lugar del uniforme azul y blanco, le impresionaba con su elegancia, con la dignidad de su porte. Pocas veces había visto a una mujer con una espalda tan recta. Se mostraba menos emotiva que su marido, siempre controlada, fría, la mirada serena.

– Quisiera saber una cosa -preguntó-. ¿Saben qué hizo Melanie el día anterior a… su desaparición? El lunes. ¿Qué hizo el lunes?

Akande no lo sabía. Había estado en el consultorio pero el lunes era el día libre de Laurette.

– Quería quedarse en la cama -contestó Laurette y a Wexford le pareció que estaba delante de una madre que desaprobaba levantarse tarde-. La llamé a las diez. No es bueno coger malos hábitos si se pretende prosperar en la vida. Se fue de tiendas, no sé para qué. Por la tarde salió a correr, ya sabe, jogging, lo que hacen todos. Siempre coge la misma ruta, Harrow Avenue, Eton Grove, todo cuesta arriba, algo terrible con este calor, pero es inútil decirle nada. El mundo sería un lugar mucho mejor si pensaran en sus responsabilidades tanto como se preocupan de la figura. Mi esposo llegó a casa, cenamos los tres juntos…

– Habló de conseguir un trabajo -intervino el doctor-, de la cita que tenía y de la posibilidad de obtener una beca para estudiar empresariales. -Intentó reír-. Se enfadó conmigo porque le dije que se preparara para costearse los estudios trabajando como hacen en América.

– No podemos pagarle los estudios -recalcó Laurette, tajante-. Y ya había tenido una beca. No tiene nada que ver con la primera licenciatura, pero lo tienen en cuenta si ya has recibido una. Se lo dije y se enfadó. Después nos sentamos a mirar la televisión. Llamó a alguien, no sé a quien, quizás al tal Euan, Dios no lo quiera.