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– Mi esposa -dijo el doctor Akande, en un tono casi reverente-, se licenció en física por el University College de Ibadan, antes de estudiar enfermería.

Wexford comenzó a sentir pena por Melanie Akande, una muchacha muy presionada. La ironía era que aparentemente tenía tan pocas probabilidades de escapar a una educación forzada como una muchacha victoriana. Y como aquella victoriana, estaba obligada a vivir en el hogar paterno por tiempo indefinido. Volvió al tema del jogging.

– ¿Les comentó algo de lo que vio mientras coma, si habló con alguien, si algo le llamó la atención?

– No nos dijo nada -respondió Laurette-. Los hijos nunca lo hacen. Son verdaderos expertos. Ni que fueran agentes secretos.

Wexford subió al coche pero en vez de regresar a casa, se dirigió hacia Glebe Lane. Se preguntó si era posible que alguno de los Akande fuera el responsable de la desaparición, o quizá de la muerte de la joven, y reconoció que cabía la posibilidad. Sin embargo iba a verles y hablaba con ellos. Suponer que Akande era culpable del crimen significaba aceptar que era un loco o por lo menos un fanático. El doctor no parecía ser ninguna de las dos cosas y no estaba en absoluto obsesionado con la relación de Euan Sinclair con su hija. El inspector nunca había verificado la coartada de Akande, ni siquiera sabía si tema una coartada. Pero comprendía que había un coche en el cual Melanie hubiese podido subir cuando salió de la oficina de la Seguridad Social para ir a la parada del autobús: el de su padre.

¿Había mentido Akande? ¿Cómo había mentido Snow y sin duda Ingrid Pamber? Resultaba curioso cómo sabía que ella le había mentido sin saber sobre qué mentía. Llegó a Glebe Lane. Ella abrió la puerta y le dijo que estaba sola en casa. Lang había ido a ver a su tío, una extraña excusa que inmediatamente despertó las sospechas de Wexford, aunque no había ningún motivo. La joven le sostuvo la mirada. Era una prueba de confianza, o de la capacidad para mentir con todo descaro, cuando alguien te miraba directamente a la cara y sostenía la mirada. Vestía una falda larga, azul con flores de un azul más claro, y un suéter de seda. Llevaba el pelo recogido en un moño.

– Señorita Pamber, pensará que tengo mala memoria pero me pregunto si le molestaría contarme otra vez lo ocurrido cuando visitó a la señorita Bystock el miércoles pasado. Cuándo le llevo la caja de leche y ella le pidió que le hiciera la compra para el día siguiente.

– En realidad no tiene mala memoria, ¿no es así? Sólo quiere ponerme a prueba para saber si le digo las mismas cosas.

– Quizá sí.

El azul que vestía le hizo pensar que todas las mujeres de ojos azules tendrían que usar el mismo tono. Su presencia hacía innecesario cualquier otro adorno en la habitación.

– Compré la leche en la tienda de la esquina de Ladyhall Avenue con Lower Queen Street. ¿Le dije esto antes? -Debía saber que no. Él permaneció en silencio-. Allí no hay problemas para aparcar. Era un poco más de las cinco y media cuando llegué a casa de Annette. La puerta de entrada a los apartamentos estaba abierta, como siempre. No creo que sea muy seguro, ¿verdad?

– Desde luego que no.

– Creo que le dije que Annette había dejado la puerta de su apartamento con el pestillo. Guardé la leche en el frigorífico y después fui al dormitorio. Primero llamé a la puerta. -Wexford comprendió que le daba todos éstos detalles para provocarle, pero no le molestó. Cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser importante en un caso como éste-. Ella dijo: «Pasa». No, dijo: «Pasa, Ingrid». Entré y ella estaba en la cama, medio sentada contra la almohada. Parecía muy enferma. Me pidió que no me acercara mucho porque estaba segura de que era un virus contagioso, y me dijo si no me importaba hacerle la compra. Había preparado una lista: pan, cereales, yogur, queso, un pomelo y más leche.

Wexford le escuchaba, impertérrito, inmóvil.

– Tenía dos llaves sobre el velador. Me dio una -eso fue lo más cerca que estuve de ella, si le soy sincera no quería contagiarme- y ella añadió: «Así podrás entrar mañana por tu cuenta». Le respondí que muy bien, que haría la compra y que se pusiera bien pronto, y ella me pidió que echara las cortinas del comedor al salir. Fue lo que hice, le grité adiós y… -Ingrid Pamber le miró apenada, la cabeza inclinada hacia un lado-. Será mejor que se lo diga. No irá a comerme, ¿verdad?

¿Acaso había adoptado una expresión feroz?

– Adelante.

– Me olvidé de cerrar la puerta al salir. Quiero decir que la dejé con el pestillo como estaba antes. Fue lo que hice. Sé que fue una equivocación, pero se te olvida con esa clase de puertas.

– ¿Así que la puerta quedó sin llave toda la noche?

Antes de contestar, Ingrid se levantó, cruzó la habitación y buscó algo detrás de los libros en un estante. Le sonrió por encima del hombro. Wexford repitió la pregunta.

– Supongo que sí -contestó la muchacha-. Estaba cerrada cuando fui el jueves. ¿Está muy enfadado conmigo?

Ella no lo veía. No se daba cuenta de lo que había hecho. Su mirada era cálida y llena de vida mientras le entregaba la llave de Annette Bystock.

Carolyn Snow no estaba. La mujer de la limpieza le dijo a Wexford que había salido para llevar a su hijo Joel a la escuela. El inspector decidió dar una vuelta a la manzana, aunque «manzana» no era la palabra adecuada. «Parque» era más precisa. La casa de los Snow, aunque era dos veces más grande que la de Wexford, era una de las más pequeñas del barrio. Las casas parecían cada vez más grandes y estaban más separadas entre sí a medida que llegaba a la esquina y doblaba por Winchester Drive. No recordaba cuándo había estado por última vez en esta parte de Kingsmarkham, desde luego hacía mucho, pero sí recordó que se encontraba cerca de la ruta que Laurette Akande había mencionado como la preferida de su hija cuando salía a correr.

El sumum de lugares residenciales es ese sitio que parece un bosque y no se ve ninguna casa, donde no hay portones y el único signo de la presencia de los vecinos es el buzón, instalado discretamente en huecos de los setos. Estaba muy alto, un risco muy arbolado, más allá del cual, abajo, se distinguían algunos tramos del sinuoso Kingsbrook. En Winchester Drive los prados acababan en setos altos o en tapias y, porque sabías que estaban allí, imaginabas que veías los ladrillos amarillentos entre las soberbias hayas grises, los delicados abedules plateados y las ramas de un cedro majestuoso.

La presencia de dos personas en uno de los prados, una mujer cargada con un cesto de frutas maduras y un joven veinteañero colocando una escalera contra un cerezo, no estropeaba la imagen rural. Wexford se sorprendió al ver que la mujer era Susan Riding, aunque no tenía motivos. Tenía que vivir en alguna parte y gozaba de una buena posición. El joven era la viva imagen del padre, con el mismo pelo color paja y de rasgos nórdicos, la frente despejada, la nariz chata, el largo labio superior.

Wexford les dio los buenos días.

Ella se acercó un poco. Si no se sabía quién era y se la encontrase lejos de su propio entorno hubiera podido confundirse con una de esas vagabundas que dormían en la calle Mayor de Myringham. Vestía una falda de algodón con la mitad del dobladillo caído y una camiseta heredada de alguno de sus hijos, porque llevaba impresa la leyenda «Universidad de Myringham» en la tela roja desteñida. Una cinta elástica le sujetaba el pelo revuelto y canoso.

El inspector vio cómo la sonrisa la transformaba. En un instante pasó de ser una pordiosera a una madre tierna, casi hermosa.

– Los pájaros se comen la mayoría de nuestras cerezas. No me molesta que se las coman pero sólo las picotean y dejan caer el resto al suelo. -El muchacho, encaramado en la escalera, le volvía la espalda, pero ella se lo presentó de todos modos-. Mi hijo, Christopher. -El joven no le prestó atención y la madre se encogió de hombros como si fuera algo habitual-. Tienes que pasarte el día espantándolos. Lo hicimos el año pasado pero entonces teníamos una asistenta. ¿Cómo se las apañan para conseguir personal por aquí?