– Tengo entendido que es difícil.
– Lo que quiere decirme es que lo haga yo misma, ¿no es así? No es fácil cuando tienes seis dormitorios y cuatro hijos rondando por la casa a todas horas. Para colmo también me ha dejado la au pair.
De pronto Christopher soltó una sarta de obscenidades. La avispa que le había estado incordiando salió del árbol y se lanzó hacia Susan Riding, que se agachó al tiempo que la espantaba con la mano.
– Las odio. ¿Por qué hizo Dios a las avispas?
– Para que limpien -dijo Wexford, que al ver la expresión de extrañeza de la mujer añadió-: La tierra.
– Ah, sí. Quiero agradecerle que haya dedicado su noche del sábado a las mujeres indefensas. Le escribí una carta pero la eché al correo esta mañana.
– Venga, mamá -gritó el muchacho-. Tenemos que recoger las cerezas.
– ¿Conoces a una muchacha llamada Melanie Akande? -le preguntó Wexford.
– ¿Quién?
– Melanie Akande. Una vez tomaste una copa con ella. Quizá la viste en más de una ocasión.
– ¿Qué es esto, señor Wexford? -exclamó Susan Riding, riéndose-. ¿Un interrogatorio? ¿Así se llama la muchacha desaparecida?
Michael bajó la escalera. Era casi tan alto como Wexford. Tenía las manos grandes y los hombros de un toro.
– ¿Ha desaparecido? No lo sabía.
– Melanie desapareció el martes pasado por la tarde. ¿La habías visto recientemente?
– No la veo desde hace meses. El martes pasado me fui de viaje por la mañana. Si quiere le doy los nombres de mis acompañantes, si es que necesito una coartada. Le puedo enseñar el billete de avión o lo que queda.
– ¡Christopher! -exclamó su madre.
– ¿Por qué me lo pregunta? No tengo nada que ver. ¿Puedo continuar recogiendo las cerezas?
Wexford se despidió de la pareja. En la esquina miró atrás. Por una brecha entre los árboles se veía la casa con toda claridad, la parte trasera de una villa al estilo italiano, paredes blancas, techo verde, un torreón. Incluso vio los barrotes de las ventanas de la planta baja. Susan Riding pertenecía a ¡Mujeres, alerta!, una persona prudente. La casa tenía aspecto de guardar muchas cosas de valor. Tomó por Eton Grove colina abajo. Por un momento la casa de los Riding resultó visible desde la carretera y después, sin más, quedó oculta por una espesa cortina de arbustos con flores blancas. Retrocedió unos pasos para echarle otra ojeada y se demoró unos instantes antes de doblar a la izquierda por Marlborough Gardens y caminar los doscientos y pico metros hasta Harrow Avenue.
Donaldson le esperaba sentado en el coche leyendo el Sun, pero plegó el periódico cuando vio al jefe. Wexford leyó su propio periódico durante diez minutos. Un joven con una cámara colgada del cuello apareció en la esquina y el inspector guardó el periódico, aunque saltaba a la vista que el paseante no tenía ningún interés en fotografiarle, que no se había fijado en él y que ni siquiera había sacado la cámara de la funda.
– Me estoy volviendo paranoico.
– ¿Señor?
– Nada. No me haga caso.
El coche apareció de improviso, a gran velocidad. Entró en el camino del 101 y se detuvo con un gran chirrido de frenos. Wexford tuvo tiempo de echarle una buena ojeada mientras ella salía del coche y caminaba deprisa hacia la casa, la llave de la puerta en el mismo llavero del coche. Era alta y delgada, rubia, vestida con pantalones negros y un top sin mangas. Él esperó dos minutos antes de ir a tocar el timbre. La mujer abrió la puerta. Era más joven de lo que esperaba, rondaba los cuarenta pero aparentaba menos. Cayó en la cuenta de que parecía mucho más joven que la pobre Annette.
No llevaba alianza. Esta fue una de las primeras cosas que advirtió y también vio que la había llevado, porque había una banda de piel blanca en el dedo bronceado.
– Le esperaba. ¿Quiere pasar?
Su voz era educada, agradable, con el acento típico de un buen internado de señoritas. De pronto, Wexford fue consciente de lo atractiva que era. Llevaba el pelo tan corto que parecía una capucha de plumas doradas. No usaba maquillaje y la piel era tersa, firme, de un tostado claro, sólo con unas leves arrugas alrededor de los ojos. El top era del mismo color azul marino de los ojos y los brazos bronceados eran los de una muchacha.
Se preguntó por qué un hombre que tema esto en casa, legítima y honradamente, se había liado con Annette, pero sabía que estas preguntas era inútiles. En parte se debía a que lo legítimo y honrado eran menos atractivo que lo ilícito y prohibido, y también al extraño deseo por lo sórdido y licencioso, por la pornografía suave hecha carne. Estaba seguro de que la señora Snow no usaba ropa interior transparente y camisones rojos, sino bragas Calvin Klein y sujetadores deportivos Playtex.
Ella le llevó a una amplia sala de estar con moqueta de terciopelo verde, sofás y sillones suficientes para acomodar a una veintena de personas, y un hogar de piedra de Cotswold con campana de cobre. Era evidente que conocía el motivo de la visita y que tenía las respuestas preparadas. Se mostraba confiada pero seria, sus movimientos controlados, la expresión fija y decidida.
– Estoy seguro de que su marido le ha dicho que fue interrogado en relación con la muerte de Annette Bystock -manifestó Wexford.
La señora Snow asintió. Apoyó un codo en el brazo de su silla y descansó la mejilla contra la mano. Era una pose de exasperación controlada.
– Nos dijo que el miércoles, siete de julio, llegó aquí sobre las seis y que pasó el resto de la velada en compañía de usted y su hijo. ¿Es correcto?
La mujer demoró tanto la respuesta que el inspector estuvo a punto de repetir sus palabras. Por fin contestó con una voz fría y tensa:
– ¿De dónde sacó esa idea? ¿Se lo dijo él?
– ¿Qué quiere decir, señora Snow? ¿Que no estuvo aquí?
Ella soltó un suspiro tan fuerte y premeditado como la inspiración y la expiración recomendadas para los gimnastas, una inspiración profunda, una expiración total.
– Mi hijo no estaba aquí. Él, mi hijo, Joel, estaba en el cuarto de juegos. Siempre está allí cuando vuelve de la escuela, tiene que hacer muchos deberes, tiene catorce años. A menudo no le vemos entre la hora de la cena y la de acostarse, y algunas veces ni entonces.
¿Por qué le contaba esto? Nadie acusaba al chico del crimen.
– ¿Así que su marido y usted estuvieron solos? ¿Aquí?
– Ya le pregunté de dónde sacó esa idea. Mi marido no estaba aquí. -Su expresión se había vuelto irreal, soñadora, parecía mirar a la distancia como quien contempla una hermosa puesta de sol, con los labios apenas abiertos. De pronto, se volvió hacia Wexford-. A menudo no está aquí los miércoles. Esos días trabaja hasta tarde, ¿no lo sabía?
Wexford no se esperaba esto. Si no había estado en casa con su esposa ¿por qué lo había mencionado Snow? Si lo único que deseaba era ocultarle su relación con Annette, ¿por qué había ofrecido a su esposa como coartada? Sin duda porque no tenía elección…, nada le apetecía menos que informar a Carolyn Snow de los amoríos del marido pero al parecer no podría librarse. Snow se había acobardado, se había echado atrás, había eludido la confesión ¿O no?
– ¿Señora Snow, está al corriente de la relación de su marido con Annette Bystock?
Nadie empalidece debajo del bronceado, pero se le contrajo la piel envejeciéndola. Sin embargo, no había sido una revelación.