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– Oh, sí. Me lo dijo. -La mujer desvió la mirada-. Comprenda que no me enteré hasta ayer, no, anteayer. Estaba a oscuras, me habían tenido a oscuras. -Una risa helada resumió sus sentimientos sobre hombres como Snow, sus valores, su cobardía-. Tuvo que decírmelo.

– ¿Y quizá le pidió que me dijera que había estado con él el miércoles pasado?

– No me pidió nada. No estaban las cosas como para pedirme favores.

No había nada más que decir por el momento. Todo era muy diferente a lo que había imaginado. Hasta el momento nunca había pensado seriamente en Snow como un sospechoso, como un presunto asesino. Después de todo, Snow no había estado en el apartamento de Ladyhall Avenue. Pero por la misma regla de tres nadie había estado en el apartamento excepto Annette e Ingrid Pamber. No había ninguna prueba de la visita de Edwina Harris o, lo que era más importante, del ladrón que había entrado en algún momento para llevarse el televisor, el vídeo y el radiocasete. Si el ladrón había usado guantes, también podía haberlo hecho Bruce Snow.

Él había hablado con Annette el martes por la tarde, pero quizá mentía al manifestar que ella le había dicho que estaba enferma y que no podía ir a la cita de la noche siguiente. Ella le amaba, nunca se había negado, le anteponía a todo lo demás. Una cosa era no ir al trabajo, pedirle a Ingrid que le hiciera la compra, y otra muy distinta cancelar el deseado encuentro con Snow sólo por la posibilidad de que al día siguiente siguiera enferma.

Pero siempre se habían encontrado en la oficina de Snow. ¿Siempre excepto por esta única vez? Quizás ella le había dicho: «No me siento bien, pero tú podrías venir aquí». ¿Aunque sólo sea ésta vez, no podrías venir aquí?». Y él había aceptado, acudió a la cita, se quedó durante horas, y después riñeron y la había matado…

Bob Mole no pensaba decirle a Vine cuál era la procedencia de la radio. Al principio lo único que dijo era que formaba parte de un lote de mercaderías salvadas de un incendio. La ausencia de quemaduras no significaba nada. Las alfombras, por ejemplo -¿las había mirado Vine?- no estaban chamuscadas. Las tres sillas de comedor no estaban chamuscadas. Había muchos objetos chamuscados y a nadie se le ocurría ponerlos a la venta en un puesto. ¿Qué se pensaba, qué el público era idiota?

Vine insistió en saber de dónde provenía aquella mancha. Bob Mole no lo sabía. Y ya puestos, ¿por qué tenía que dar explicaciones y qué pretendía averiguar Vine? Las cosas cambiaron cuando Vine se lo dijo. La clave fue la palabra «asesinato», y sobre todo el asesinato de Annette Bystock. El asesinato cometido en Kingsmarkham era noticia en los periódicos e incluso en la tele.

– ¿Era de ella?

– Se parece mucho.

Bob Mole, cuyo rostro mostraba un color ceniciento, frunció los labios.

– No es sangre, ¿verdad?

– No, no es sangre. -Vine quería reírse pero se contuvo-. Es pintura de uñas. Ella la derramó. Ahora dígame dónde lo consiguió.

– Ya se lo dije, señor Vine. Lo sacaron de aquel incendio.

– Sí, le escuché. Pero ¿quién lo rescató del incendio y se lo puso en sus manos codiciosas?

– Mi proveedor -contestó Bob Mole como si fuera un respetable comerciante hablando de mayoristas de fama nacional-. ¿Está seguro de que era de ella, de la Annette que está muerta? -Formuló la pregunta en voz baja mientras miraba de un lado al otro.

– También había un televisor y un vídeo -dijo Vine.

– Nunca llegaron a mis manos, señor Vine. Se lo juro. -Mole miró otra vez a los lados antes de acercarse a Vine y susurrarle-:

Le llaman Zack.

– ¿Tiene otro nombre?

– No lo sé, pero puedo decirle dónde vive.

No le dio una dirección sino la descripción de un lugar. Mole no sabía la dirección.

– Siga hasta el final de Glebe Lane, tome por el pasaje junto a aquel lugar, aquella especie de iglesia que había sido de los metodistas pero que ahora es un almacén, rodee el solar de coches usados y verá dos casas que dan a un taller de pintura. Él vive en la más apartada.

En cuanto Burden se enteró marchó a la caza del proveedor de Mole, en compañía de Vine. Esperaba encontrarse con algo parecido a la zona donde vivía Ingrid Pamber, pero el barrio de ella era de lujo comparado con este recóndito rincón de Kingsmarkham. No había confusión posible a la hora de identificar la casa de Zack porque la otra, la más cercana al pasaje, estaba en ruinas, con la puerta y las ventanas tapiadas. Apenas si tenía aspecto de casa, parecía más un gallinero, una choza marrón con las tejas del techo rotas y llenas de hierbajos.

La de Zack no estaba mucho mejor. Hacía años alguien había dado una primera mano de pintura rosa a la puerta, sin preocuparse de darle la segunda, y algún otro había limpiado los pinceles sucios con otros colores contra la superficie. Quizás alguno de los empleados del taller. El cristal roto de una ventana estaba sujeto con cinta adhesiva. En los restos de una espaldera colgaban las ramas de una planta trepadora muerta tiempo ha.

– El ayuntamiento tendría que hacer algo con esta pocilga -protestó Burden, enfadado-. Me gustaría saber qué hacen con nuestros impuestos.

La muchacha que abrió la puerta era delgada y pálida, con la estatura de una niña de doce años. Sostenía apoyado en una cadera, casi invisible, a un niño de un año que lloraba a lágrima viva.

– ¿Sí, qué quieren?

– Policía -respondió Vine-. ¿Podemos pasar?

– Cállate, Clint -le dijo la joven al niño, sacudiéndole sin mucho entusiasmo. Miró a Barry Vine y a Burden con un gesto entre apático y disgustado-. Quiero ver las placas antes de dejarles pasar.

– ¿Y usted quién es? -preguntó Vine.

– Kimberley. Señorita Pearson para usted. Él no está aquí.

Ellos sacaron sus identificaciones y la joven las examinó como si quisiera asegurarse de que no eran falsas.

– Mira que graciosa es la foto de este hombre, Clint -dijo, al tiempo que empujaba la cabeza del niño contra el pecho de Vine.

En el momento que Clint comprendió que no podía quedarse con las fotos se echó a llorar desconsolado. Kimberley lo acomodó sobre la otra cadera. Burden y Vine la siguieron a lo que Burden calificó después como la peor de las chabolas. En su análisis del hedor interior, afirmó que era un compuesto de pañales sucios, orina, grasa recalentada cincuenta veces, carne mantenida demasiado tiempo fuera de la nevera, humo de tabaco y comida de perro envasada. El linóleo del suelo tenía agujeros y se veía cubierto de manchas de grasa. Las cenizas de los fuegos del invierno pasado estaban dispersas por el hogar donde se amontonaban papeles viejos y colillas. Había dos tumbonas colocadas delante de un televisor enorme. Era demasiado grande para ser el de Annette, pero el aparato de vídeo que había al lado bien podía ser el suyo.

Kimberley dejó al niño en una de las tumbonas y le dio una caja de cereales que sacó de una de las muchas cajas de gran tamaño apiladas para servir de armario, alacena y despensa. De otra sacó un paquete de Silk Cut y cerillas.

– ¿Por qué le buscan? -preguntó, encendiendo el cigarrillo.

– Queremos saber un par de cosas -respondió Vine-. Sobre un asunto bastante serio.

– ¿Cómo de serio? -quiso saber Kimberley. Tenía los ojos verde claro de los gatos blancos. El pelo y la piel resplandecían con la grasa-. Nunca ha hecho nada serio. -Se corrigió a sí misma-. Nunca ha hecho nada.

– ¿Dónde está?

– Es su día de firmar.

Todos los caminos, como había comentado Wexford, llevaban a la oficina de la Seguridad Social.

– ¿De dónde proviene ese vídeo, señorita Pearson? -preguntó Burden.

– Me lo dio mi mamá -contestó ella en el acto. Esto desde luego no significaba nada-. Y soy la señora Nelson.

– Comprendo. Señorita Pearson para él y señora Nelson para mí. Ese es su apellido, ¿no? ¿Nelson?