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La joven no respondió. Clint comenzó a chillar; había acabado con los cereales.

– Cállate, Clint -exclamó ella. Lo sacó de la tumbona y lo dejó en el suelo. El pequeño gateó hasta una de las cajas, se levantó y comenzó a sacar todas las cosas que contenía, una a una. Kimberley no le hizo caso. Sin que viniera a cuento, comentó-: Van a tirar abajo esta casa.

– Es lo mejor que pueden hacer -opinó Vine.

– Ah, sí, claro, es lo mejor que pueden hacer. ¿Qué pasará con nosotros? Eso no le preocupa en lo más mínimo, ¿verdad? Vaya con el señorito. -La mujer imitó a Vine exagerando la nota-. Es lo mejor que pueden hacer.

– Tendrán que recolocarla.

– ¡Qué dice! A lo sumo nos meterán en una pensión. Si quieres otra casa lo tienes que hacer tu mismo. Lo único bueno de esta pocilga es el seguro para el alquiler. Si nos echan, lo perderá. Hace meses que no consigue un trabajo.

Fuera de la casa, Burden respiró con fuerza el aire un poco contaminado con el humo que salía del taller de pinturas.

– Estar sin trabajo no les impide tener hijos. ¿Te has fijado que siempre se permiten el lujo de fumar?

«Si yo viviera en esa covacha fumaría hasta reventar», pensó Vine, pero no lo dijo en voz alta. En cambio comentó:

– ¿No te acuerdas de ellos? Salieron en el periódico, allá por Navidad. Los recordé por el nombre del crío: Clint. Tenía alguna cosa en el corazón y le operaron en el hospital de Stowerton. El Courier publicó un montón de fotos de Clint y Kimberley Pearson.

Burden fue incapaz de recordarles. Estaba seguro de que no darían con Zack Nelson, que el tipo era un genio para escabullirse. Kimberley no tenía teléfono, aunque era posible llamar a las personas que esperaban para firmar. Ninguno de los dos policías las tenía todas consigo pero cuando llegaron a la oficina de la Seguridad Social, Zack seguía allí.

Era uno de la docena de personas que esperaban sentadas en las sillas grises. Burden hizo lo que consideró una conjetura inteligente sobre quién era de entre los siete u ocho hombres presentes y se equivocó. La primera persona que abordó, un joven de unos veintidós años con el pelo rubio cortado al rape, tres pendientes en cada oreja y otro en una de las aletas de la nariz resultó ser un tal John MacAntony. El otro que podía ser Zack Nelson lo admitió primero con un encogimiento de hombros exagerado y después con un cabeceo.

Era alto y, de todos los hombres presentes, el de mejor estado físico. Al parecer hacía pesas, porque su cuerpo era delgado y fuerte; no necesitaba flexionar los brazos desnudos para exhibir los grandes músculos redondos que hinchaban las mangas de su sucio polo rojo. Llevaba el pelo largo, tan grasiento como el de Kimberley, trenzado unos cuantos centímetros y atado con un cordón de zapato. El cuello desabrochado del polo dejaba ver debajo de la mata de vello negro, el azul verdoso, el rojo y el negro de un tatuaje muy elaborado.

– ¿Me permite unas palabras? -dijo Burden.

– Tendrá que esperar a que salga mi número -contestó Zack Nelson, sin ironía.

Burden se quedó pasmado, luego comprendió que se refería a los carteles luminosos que colgaban del techo. Cuando apareciera el número de su tarjeta tenía que ir a la mesa para firmar.

– ¿Cuánto tardará?

– Cinco minutos. Quizá diez. -Zack miró a Vine con la misma expresión que él había puesto cuando olió el interior de la casa-. ¿A qué viene tanta prisa?

– No hay prisa -respondió Burden-. Nos sobra el tiempo.

Los dos inspectores se alejaron unos pasos y se sentaron en las sillas grises. Burden pasó los dedos por una de las hojas de la planta en la maceta que estaba a su lado. Tenía la textura un tanto húmeda y gomosa del polietileno.

– Se parece a ti, sabes -le comentó Vine, en voz baja-. Quiero decir, si te dejas crecer el pelo y no te lavas mucho. Le podrían tomar por tu hermano menor.

Burden, molesto por el comentario, permaneció en silencio. Pero recordó lo que había dicho Percy Hammond, que el hombre que había visto salir de Ladyhall Court se parecía a él. Si era verdad y Vine acababa de confirmarlo con su ridícula apostilla, esto confirmaba la buena vista del anciano. Significaba que se podía confiar en él.

Miró el recinto. Detrás del mostrador se encontraban Osman Messaoud, Hayley Gordon y Wendy Stowlap, que parecía sufrir una alergia, porque no paraba de sonarse la nariz con una sucesión de pañuelos de papel que sacaba de una caja que tenía delante de ella. Todos tenían clientes. Cyril Leyton conversaba con el guardia de seguridad delante de su oficina.

La clienta de Messaoud acabó su trámite y se marchó. Se encendió un número y el joven con los pendientes en las orejas y la nariz se puso de pie. No se veía a los consejeros de nuevas solicitudes desde donde se encontraba Burden, sólo los laterales de las cabinas. Se levantó y comenzó a pasear, sin rumbo fijo, pero evitando confrontarse con Leyton. El consejero de nuevas solicitudes que ocupaba la cabina vecina a la de Peter Stanton era el sustituto de Annette, pero estaba demasiado lejos y Burden no alcanzaba a leer el nombre en la placa. A la luz de los nuevos conocimientos, Burden se dijo que debía someter a Stanton a una segunda entrevista. Después de todo, el hombre admitía haber salido con Annette. ¿Acaso buscaba ella una opción mejor que Bruce Snow? En ese caso, ¿qué había salido mal?

Se sobresaltó al oír los gritos de una mujer y se dio la vuelta. Era la primera vez que había «problemas» desde que visitaban la oficina de la Seguridad Social. La mujer, gorda y desaliñada, se quejaba a Wendy Stowlap por un giro extraviado y Wendy parecía comprobar en la pantalla del ordenador si era así. Su respuesta no calmó los ánimos y el torrente de quejas se convirtió en una retahíla de insultos que culminó con un estentóreo: «¡Eres una mala puta!».

Wendy miró a la mujer, imperturbable. Encogió los hombros mientras replicaba:

– ¿Cómo lo sabe?

Se oyó una leve risita de Peter Stanton que pasaba junto al mostrador en busca de un folleto. La mujer dirigió sus invectivas contra él y por un momento Burden consideró la posibilidad de intervenir. Pero el personal parecía competente para arreglárselas, y la mujer no tardó en calmarse.

Por fin apareció el número de Zack Nelson y el joven se dirigió al mostrador; le atendió Hayley Gordon. Vine pensó que tenía un cierto parecido con Kimberley, la amiga de Nelson, sólo que más limpia, mejor vestida y -tenía que admitirlo- mejor alimentada. ¿Qué conseguiría Zack? Aquí nada, desde luego, pero cuando recibiera el giro cobraría un subsidio de paro de unas cuarenta libras además del salario social por Kimberley y Clint, siempre que Kimberley no cobrara personalmente el subsidio por hijos. Siempre lo cobraba la madre, ¿no? Vine no lo sabía. Pero sin ninguna duda no vivían en la miseria porque les gustara.

Estas consideraciones particulares no modificarían su actitud respecto a Zack, que era un ladrón y un rufián. No podía arrestarlo aquí, a menos que lo pidiera el personal de la oficina.

– Hablaremos en el coche -dijo cuando volvió Zack, después de asegurarse la subsistencia para la siguiente quincena.

– ¿Sobre qué?

– Bob Mole -contestó Burden-, y una radio con una mancha de sangre.

Fue, como le explicó después a Wexford, tan fácil como quitarle los caramelos a un bebé que no los quiere.

– Aquéllo no era sangre -replicó Zack. Comprendió en el acto lo que había dicho, miró al cielo y se tapó la boca con una mano.

– ¿Por qué no sangre? -le preguntó Vine, acercándose.

– La estrangularon. Lo dijeron en la tele. Salió en los periódicos.

– Así que admite que estuvo en el apartamento de Annette Bystock, que la radio era de ella.

– Mire, yo…

– Vayamos a la comisaría, sargento Vine. Zack Nelson, no tiene obligación de responder a ninguna pregunta sobre el cargo, pero cualquier cosa que diga será anotada y podrá ser utilizada…