– Corría un riesgo, por supuesto. Pero el robo siempre es arriesgado, Reg.
Wexford no se convenció. Él siempre profundizaba en las motivaciones y las peculiaridades de la naturaleza humana, mientras que Burden se concentraba en los hechos, y casi nunca los discutía por insólitos que parecieran. De camino a la oficina de la Seguridad Social, esta vez a pie, Burden pensó en algo que Wexford le había comentado una vez sobre Sherlock Holmes, que no se podía resolver gran cosa con sus métodos. Un par de zapatillas con las suelas chamuscadas tanto podían significar que su dueño había sufrido un enfriamiento agudo como que tenía los pies fríos. Tampoco se podía deducir al ver a un hombre contemplando un retrato que pensaba en la vida y la carrera del sujeto retratado, porque quizá pensaba en el parecido con su cuñado, que estaba mal pintado o que necesitaba una limpieza. Con la naturaleza humana sólo podías adivinar, e intentar hacerlo bien.
Alcanzó a Peter Stanton cuando abandonaba su mesa.
– ¿Podemos hablar un momento?
– No, si me impide ir a comer.
– Yo también como -respondió Burden.
– Venga por aquí. -Stanton llevó a Burden por la puerta marcada «Privado» que daba al aparcamiento. Era un atajo a la calle Mayor.
Su esposa o Wexford probablemente hubiesen descrito al hombre como byronesco. Tenía ese aire de aventurero que, según decían, las mujeres encontraban tan atractivo, las facciones marcadas por los excesos, el pelo oscuro ondulado que para Burden era desgreñado, el brillo en los ojos que podía corresponder a una tendencia a la crueldad o sencillamente codicia. Stanton vestía un traje de lino, color piedra y muy arrugado, y la corbata -un detalle seguramente impuesto por Leyton- con el nudo flojo debajo del cuello de la camisa no muy limpia y el primer botón desabrochado. Si era posible caminar echado para atrás, así lo hacía Stanton, indolente, con las manos metidas en los bolsillos deformados de sus pantalones abombados. Se detuvo delante de la puerta de una sandwichería con cuatro mesas vacías en la pared opuesta al mostrador y señaló el local con el pulgar.
– Acostumbro a comer aquí. ¿Le parece bien?
Burden asintió. La última vez que había estado en uno de éstos locales, de los que ahora había tres en Kingsmarkham, había pedido «gambas frescas de primera» y la gastroenteritis resultante le había tenido en cama durante tres días. Así que cuando Stanton pidió un bocadillo de camarones y lechuga, él se conformó con la austeridad del queso y el tomate. Observó sin comentarios cómo Stanton vaciaba el contenido de una petaca en el vaso de Sprite.
– Quiero preguntarle sobre las cosas que les dice a sus clientes.
– No les digo ni la mitad de lo que me gustaría decirles.
– Para ser más exacto -continuó Burden, sin seguirle la broma-, quiero saber qué le pudo haber dicho Annette a Melanie Akande.
– ¿Qué quiere decir con exactamente?
– ¿Qué pasa cuando un nuevo solicitante presenta el formulario, -¿cómo se llama…, un ES?-, y le dan un día para que venga a firmar y todo lo demás?
– ¿Quiere saber qué le dijo a la muchacha, lo que le aconsejó y todos los trámites a seguir?
Stanton lo dijo con un tono de aburrimiento. Tenía la mirada puesta en la joven que acababa de salir de la cocina para unirse al hombre detrás del mostrador. Tenía unos veinte años, rubia, alta, muy bonita, con un delantal blanco sobre la camiseta roja escotada y una minifalda tubo ajustada como un vendaje.
– Así es, señor Stanton.
– Muy bien. -Stanton bebió un trago de su cóctel de Sprite-. Annette hubiera echado una ojeada al formulario ES 461, para ver si todo estaba bien. Hay que contestar a cuarenta y cinco preguntas y es complicado hasta que sabes cómo. Digamos que es… bueno, poco habitual que un cliente responda bien la primera vez sin ayuda. Éstos camarones tienen un gusto raro, saben a pescado.
– El camarón es pescado -señaló Burden.
– Sí, pero ya sabe lo que quiero decir, tienen un sabor fuerte, como el olor que sale de la pescadería. ¿Cree que debo comérmelos?
– Continúe con lo que Annette le hubiese dicho -replicó Burden, sin hacer caso de la pregunta.
– A menudo la comida que sirven aquí tiene un gusto raro, pero ver a esa tía lo compensa. Supongo que por eso continúo viniendo. -Stanton captó la mirada de basilisco de Burden-. Sí, bueno, una vez revisado el formulario le hubiese dado al cliente, Melanie comosellame, un día para firmar. Va por orden alfabético. De la A a la K los martes, de la L a la R los miércoles, de la S a la Z los jueves. No se firma ni los lunes ni los viernes. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Akande? Le hubiese tocado un martes. Un martes cada quince días.
»Después Annette le hubiese explicado que la firma es para demostrar que todavía sigues en el mundo de los vivos, que no te has largado a ninguna parte, que estás disponible y muy ocupado buscando trabajo, y le hubiese dicho que después de firmar le enviarían un giro a su casa y que podía cobrarlo en la oficina de correos o depositarlo en el banco. Annette le hubiese explicado todo esto. Después, supongo, le hubiese preguntado si Melanie tenía alguna duda. Melanie sólo hubiese dispuesto de veinte minutos con Annette, lo que da para muy poco.
– Supongamos que hubiese tenido un trabajo para Melanie. ¿Es posible? ¿Cuál hubiese sido el procedimiento?
Stanton bostezó. No había tocado el segundo bocadillo. Ahora repartía sus miradas entre la muchacha de la minifalda tubo y otra que había aparecido de alguna región interior. Esta mujer tenía el pelo color caoba largo hasta la cintura y al parecer no llevaba nada excepto una gorra blanca y una bata de algodón blanco con el dobladillo dos centímetros más abajo de la entrepierna. El carraspeo de reproche de Burden le obligó a volver al tema, con un leve suspiro.
– No hay trabajos. Es un bien muy escaso. Supongo que quizás Annette hubiese tenido algo adecuado para la tal Melanie, una clienta licenciada. Quizá por uno de esos milagros hubiese tenido algo.
– ¿Dónde? ¿En una carpeta? ¿En un archivo?
– Lo hubiese buscado en el ordenador -contestó Stanton, con una mirada piadosa.
– ¿Y si hubiese tenido algo que ofrecerle a Melanie, entonces qué?
– Ella hubiera llamado al empleador y pedido una hora para la entrevista de Melanie. Pero no lo tenía -añadió Stanton sin más-. Eso seguro. Los dos consejeros de nuevas solicitudes tenemos la misma información en los ordenadores y no había nada, por remoto que fuera, adecuado para una muchacha de veintidós años licenciada en teatro. Puede comprobarlo si quiere, pero le digo que no había.
– ¿Cómo sabe en qué estaba licenciada?
– Me lo dijo mientras la violaba y la estrangulaba, por supuesto. -Stanton seguramente recordó que estaba penado hacer perder el tiempo a la policía. Añadió malhumorado-: Venga, lo leí en el periódico.
Burden fue a buscar una taza de café al mostrador. Cuando volvió a la mesa, preguntó:
– ¿Eso hubiese sido todo? ¿Ningún consejo? Ustedes son consejeros, ¿no?
– Eso es consejo, les decimos cómo firmar, les explicamos lo de los giros. ¿Qué más quiere?
Por un momento, había brotado la esperanza en el corazón de Burden. Se había imaginado una escena en la que Melanie salía de la oficina de la Seguridad Social para ir a una entrevista de trabajo, de la que nunca más volvería. Sólo Annette sabía a dónde había ido y por qué y, lo que era más importante, a quién había ido a ver. Pero su muy bien estructurada escena se había venido abajo, y cuando le preguntó a Stanton si se le ocurría alguna cosa confidencial, secreta o siniestra que Melanie pudiese haberle confiado a Annette, algo que era asunto de la policía, no le sorprendió que el hombre descartara la pregunta con un ademán y cabeceo.