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– Tengo que irme.

– Está bien. -Burden se levantó.

– Yo también soy licenciado en teatro -comentó Stanton sin más-. Quizá por eso lo recuerdo. Estaba dispuesto a ser un gran actor, un segundo Olivier y muchísimo más guapo. De eso hace quince años, y todo para acabar en esto.

Aburrido por el comentario y sin compadecerse en lo más mínimo, Burden le preguntó mientras salían del locaclass="underline"

– ¿Alguna vez la amenazó alguien?

– ¿A Annette? ¿En la oficina? Bendito sea su casco de policía si es que lo tiene, nos amenazan continuamente. Continuamente. Es peor todavía en las mesas. ¿Por qué piensa que tenemos un guardia de seguridad? El 99 por 100 de las veces no pasa nada, vagas promesas de que «nos cogerán». Algunos nos acusan de quedamos con los giros, de perder adrede los ES 461, y todas esas cosas. Entonces nos «cogerán» o nos «rajarán».

»También está el tema del fraude. Firman con tres o cuatro nombres diferentes y piensan que nosotros informamos a los inspectores, así que nos cogerán por habernos chivado…

Burden recordó que una vez Karen Malahyde había ido a la oficina de la Seguridad Social por un «incidente», y otra ocasión le había tocado a Pemberton y Archbold. En aquel entonces no le había prestado ninguna atención.

– ¿Salió con ella una o dos veces? -le preguntó Burden de sopetón.

– ¿Con Annette? -replicó Stanton, inmediatamente alerta, cauteloso-. Dos veces. Fue hace tres años.

– ¿Por qué dos veces? ¿Por qué no más? ¿Pasó algo?

– No me la follé, si se refiere a eso. -Stanton que hasta el momento caminaba con su andar indolente, sin prisas, se detuvo. Permaneció inmóvil en mitad de la acera sin saber qué hacer. Por fin, se sentó en el muro bajo que rodeaba el patio de una agencia inmobiliaria y sacó un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos.

– Cyril el rata me llamó a su oficina para comunicarme que no podía ser. Las relaciones entre miembros del personal de sexos opuestos daban una mala imagen. Le pregunté si consideraba correcto que me follara a Osman pero me respondió que no dijera guarradas y aquello fue todo.

La mirada de Burden era una elocuente muestra de adhesión a la opinión de Leyton, pero no dijo nada.

– No es que lo sintiera. -Stanton dio una chupada al cigarrillo y soltó el humo en dos columnas azules por la nariz-. No me entusiasmaba ser utilizado como un -¿cómo lo diría?- no lo sé, la cuestión es que ella sólo quería salir conmigo para que aquel tipo se pusiera celoso, abandonara a su mujer y se casara con ella. Vaya idea. Incluso me lo contó, me habló de cómo le diría al tipo que yo iba por ella y que si no quería perderla más le convenía espabilar. Encantador, ¿no le parece?

– ¿Estuvo en su apartamento?

– No, nunca visité su casa. Fui al cine con ella, nos encontramos en la entrada y después nos tomamos un café. La siguiente vez tomamos unas copas, comimos una pizza y dimos un paseo en coche. Aparcamos en el campo y nos sobamos un poco pero nada extraordinario. Entonces Cyril el cancerbero echó el cerrojo.

Regresaron juntos a la oficina de la Seguridad Social y Burden entró con él. Hablaba con el guardia de seguridad, interesado en averiguar si Annette había sido amenazada en alguna ocasión, cuando un grito agudo procedente del mostrador de Wendy Stowlap le hizo levantarse de un salto.

– Le avisé que gritaría si volvía a repetirlo -gritó la mujer-. Si lo dice una vez más me tiraré al suelo y comenzaré a chillar.

– ¿Qué quiere que le diga? Puede recibir tratamiento odontológico gratuito si cobra el salario social pero no le pagaremos la factura del osteópata.

La mujer, bien vestida y que tenía una resonante voz de artista, se tendió en el suelo de espaldas y comenzó a chillar. Era joven y tenía los pulmones fuertes. A Burden los chillidos le sonaron como la rabieta de un niño en el supermercado. Se acercó a la mujer seguido por el guardia de seguridad, Wendy asomada por encima del mostrador agitaba un panfleto azul y amarillo con el título: «Ayúdenos a entenderle y cómo quejarse».

– Venga -dijo el guardia de seguridad-. Levántese, chillar no le servirá de nada.

La mujer chilló más fuerte.

– Basta -le ordenó Burden al tiempo que le ponía la placa delante mismo de los ojos-. Se acabó. Está perturbando el orden público.

La placa tuvo un efecto mágico. La mujer era de clase media y por lo tanto se sentía intimidada por la policía y la sugerencia de que estaba cometiendo una falta. Los chillidos se convirtieron en un gemido. Se levantó con torpeza, arrebató el folleto de la mano de Wendy y le dijo resentida:

– No hacía falta llamar a la policía.

Marido y mujer se sentaron uno al lado del otro, pero no muy cerca, delante de la mesa en el despacho de Wexford. El inspector jefe no quería asustar a Carolyn Snow, todavía no. Si era necesario asustarla lo haría después. Mientras, aunque el despacho no se podía comparar con un estudio de grabación, el detective Pemberton tenía preparado todo el equipo necesario por si necesitaban utilizarlo.

La pareja había llegado por separado con una diferencia de dos minutos. Carolyn Snow se apresuró a explicar que estaban separados. Ella se había quedado en la casa de Harrow Avenue -«el hogar de mis hijos»- y había enviado al marido a una habitación de hotel. Wexford advirtió que Bruce Snow llevaba la misma camisa del día anterior. Tampoco se había afeitado. Era obvio que su esposa se había despreocupado totalmente de sus obligaciones matrimoniales.

– Tenemos que aclarar de una vez qué hicieron ustedes durante la tarde-noche del siete de julio -dijo Wexford-. ¿Señor Snow?

– Ya le dije lo que hacía. Estaba en casa con mi esposa. Mi hijo también estaba. En la planta alta.

– No es eso lo que nos ha dicho la señora Snow.

– Oiga, no me venga con tonterías, es pura mentira. Llegué a casa a las seis y no me moví de allí. Cenamos a las siete, como siempre. Mi hijo subió a su habitación después de cenar. Tenía que hacer los deberes de historia. Un comentario sobre la guerra de Sucesión española.

– Tiene muy buena memoria, señor Snow, considerando que no sabía qué tenía que recordar.

– No he dejado de exprimirme el cerebro desde que nos vimos. No he pensado en otra cosa.

– ¿Qué hizo después de cenar? ¿Miró la televisión? ¿Leyó algo? ¿Llamó por teléfono?

– No tuvo tiempo -intervino Carolyn, con un tono agrio-. Salió de casa a las ocho menos diez.

– ¡Eso es una puñetera mentira! -gritó Snow.

– Que va, sabes que es cierto. Era tú miércoles, ¿no? La tarde noche de un miércoles cada quince días que dedicabas a follarte a esa mala puta en el suelo de tu oficina.

– Bonito lenguaje, muchas gracias, te sienta muy bien. Cualquier hombre se sentiría orgulloso de escuchar a su esposa hablar así, como una buscona.

– No sé de qué te asombras, tú que eres un experto en la materia. Y no soy tu esposa, ya no. Dentro de dos años, sólo dos años, tendrás que decir «mi ex esposa», tendrás que explicar que vives en un albergue porque tu «ex esposa» te dejó sin nada, se quedó con la casa, con el coche y con las tres cuartas partes de tus ingresos… -La voz por lo habitual serena y gentil de Carolyn Snow subía de tono cada vez más, vibrando de cólera-, ¡porque te pillaron follándote a una puta gorda a través de las bragas rojas!

Dios santo, pensó Wexford, ¿cuánto le había contado? ¿Todo? ¿Quizá había pensado librarse con una confesión completa? Carraspeó como una advertencia que no consiguió detener a Snow.

– ¡Cállate de una puta vez, vaca frígida! -le gritó a su esposa.

Carolyn Snow se levantó lentamente sin apartar la mirada del rostro de su marido.

Wexford intervino.

– Basta, por favor. No quiero tener aquí una rencilla matrimonial. Siéntese, señora Snow.